miércoles, 28 de mayo de 2025

Historia de una niña

 

Camila se levantó y salió del quincho hacia el patio, dejando atrás el coro de voces y carcajadas. Cruzó hacia la casa. En el camino, Melania y la hermana de Leticia admiraban la lavanda, las margaritas y las adelfas que Dani, la anfitriona, cuidaba con esmero. "Jardinera en todos los sentidos", solía bromear ella con la coincidencia entre su profesión y su hobby.

Atravesó el pequeño vestíbulo y entró al viejo estudio de Miguel Ángel, padre de Dani. Cuando ella y Fabián se mudaron a la casa, este lo reconvirtió en su oficina. Un escritorio antiguo, una silla ergonómica y, sobre todo, lo que Dani llamaba 'un auténtico cablerío': computadora, cargadores, dispositivos por todas partes. Del tiempo de Miguel Ángel —abogado y profesor de Historia— solo quedaba la biblioteca: una pared completa, ocho filas apiladas casi hasta el techo. Curioseando estaba Silvina, la flaca ruidosa y charlatana que había llegado con Walter y durante el asado no había parado de reírse. Pero ahora, extrañamente silenciosa, observaba absorta el apretuje de libros. Las zapatillas de Camila hicieron un poco de ruido, lo suficiente para que Silvina lanzara un ridículo gritito de sobresalto, se diera vuelta y empezara a reírse como una gallina fastidiosa e histérica.

-¡Ay, perdón, me asustaste...! -

Camila apretó una sonrisa y murmuró algo. No se caían bien. Siguió hacia el baño.

 

Al volver, Silvina seguía allí, en esa infrecuente introspección que la hacía menos insoportable de lo que era. Además, se había sumado una pareja a la que Camila no conocía. El muchacho tenía pinta —o ínfulas— de intelectual: anteojos, barba prolija, saco claro, camisa sin corbata, y esa postura sobrada de quien quiere parecer interesante. Recorría los lomos con el dedo y murmuraba observaciones. La chica, un paso detrás, asentía en silencio. Parecía admirada, o tal vez orgullosa. Camila dudó. Le gustaban las bibliotecas, y esta en particular. Era variada porque Miguel Ángel había sido un hombre de muchos intereses y por eso su biblioteca era un auténtico tesoro. A pocos pasos estaban el patio y el quincho. Tal vez quedara un resto de asado. Pero sabía que las mejores piezas ya habrían desaparecido.

Eligió demorarse. No tenía amigos allí —ni Silvina, ni el intelectual, ni su pareja— pero sentía cierta complicidad. Algo que no encontraba en el bullicio del quincho. Dejó vagar la vista por los estantes mientras Silvina comenzaba a parlotear con la pareja. Una melancolía vaga la llevó a comparar sus lecturas con las que Miguel Ángel habría alcanzado a su edad (Camila ya rozaba los cuarenta). "Para entonces, este tipo ya tenía un nivel cultural y de conocimientos que yo ni en pedo", concluyó un poco desalentada. "Me tendría que poner a leer un poco más. Que me gusten las bibliotecas no basta".

Divagaba, como siempre cuando la vencía la pereza mental disfrazada de reflexión. Entonces lo vio, inesperado: una mancha colorida entre tantos lomos grises, rojos y azul oscuro. Un librito de cubierta blanca, salpicada de azules, amarillos y verdes. Algo tembló dentro suyo. Extendió el brazo, despacio, como si temiera romper el equilibrio del lugar. Le pareció notar que Silvina se interrumpía y giraba, asombrada, quizás escandalizada de que alguien se atreviera a tocar así, sin ceremonia, un libro de ese santuario.

Silencio. Sonrió sin darse cuenta. Ese libro...

- "No lo puedo creer. Entonces..." - No notó que Silvina había interrumpido su charla y ahora la miraba asombrada y curiosa.

Fabián apareció con su andar largo y despreocupado.

- ¿Qué hacen acá, aburridos? - les gritó alegremente - ¡Vayan al quincho que ya se arma la guitarreada!

– ¿Vos me tenías este libro? - Camila respiraba, un poco agitada. Apretaba el libro con ambas manos. Se lo mostró a Fabián. Este se paralizó un instante, pero en seguida se reactivó.

- ¿Cuál? Ah, sí... Creo que era tuyo - contestó Fabián con suficiencia. Silvina los miró a los dos.

Volvió al libro. Lo miró. Lo recordó todo. Comenzó a revivir la historia, seguramente en voz alta. Probablemente a nadie le interesaría saberlo, aun así explicó:

- Me lo regaló una tía mía. La tía Pinocha. Le decíamos así porque... - Vaya, que no sabía por qué le decían así a la tía. Pero para confirmarlo abrió el libro y comprobó la dedicatoria escrita en el reverso de la tapa. "Para Cami de la tía Pinocha. 23 de noviembre de 1997".   

- Este libro me encantó - Silvina, el intelectual y la pareja del intelectual la oían. Tal vez la escucharan. Fabián había seguido hacia el baño.

"Se llama 'Historia de una niña que amaba a los animales'. Es un libro autobiográfico, lo escribió una autora rusa. Ella vivía con sus padres y tres hermanas en una granja. El padre era inspector forestal; la madre, bióloga... Y en el libro cuenta la historia de los animales con los que se crió... Ella y las hermanas los criaban y jugaban... Tuvieron un ciervo, un zorro, un caballo, una burrita que las mismas chicas la habían comprado ahorrando entre las cuatro...... y ya de adolescente ella crió dos cachorritos de lobo, una hembra y un macho... un libro hermoso... yo tendría diez, once años..."

El intelectual había vuelto a lo suyo. Silvina tal vez siguiera escuchando.

"La historia de los lobatos es triste, un vecino de la familia mata a uno de ellos porque le robaba las gallinas, y del disgusto la piba, se llamaba Olga, estuvo enferma dos meses. La del ciervo es divertidísima, era un bicho que las hacía todas pero la mamá de Olga siempre lo defendía. La de la burra es genial, las chicas la vestían y la adornaban hasta que un día la burra se hartó y las sacó corriendo. La del zorrito..."

Camila levantó la vista. La pareja se había retirado. Silvina la miraba, muda, los ojos abiertos. Absolutamente quieta.

"El capítulo del caballo que se enferma..."

Hojeó febrilmente. Fueron y volvieron páginas. Creyó encontrar, encontró, leyó... El caballo que las chicas amaban y que un mal día se enfermó y que no pudieron curar. En el papel amarillento aún parecía verse el manchón de una lágrima infantil.

Leyó aquella parte. Primero para ella misma. Luego la murmuró. La repitió entonces, ya en voz alta. Agitó la cabeza, cerró los ojos. Giró hacia Silvina, que seguía inmóvil, muda, los ojos abiertos. Cerró el libro y Dani apareció en la sala.

- Me dijo Fabián de ese libro, que decís que era tuyo... ¡Ay, capaz que alguna vez nos lo prestaste! Perdoname, ni sabíamos. Si era tuyo, llevátelo, eh... -

Camila abrió nuevamente los ojos. Miró a Silvina primero y luego a Dani y sonrió.

- No, no, nada que ver... Me debo haber confundido. Vamos al quincho, que la guitarreada seguro se pone buena -

Y salió hacia el patio, acompañada por la sonrisa bondadosa de Daniela y la risa incontenible de Silvina.




El traje invisible

 

Por suerte ya habían pasado los días de calor. Marzo tenía esa costumbre de prolongar el verano. Pero llegando abril comenzaba su lento repliegue y entonces llegaban los primeros alientos del sur, limpiando el aire de la humedad y la opresión que nos embargaban desde hacía meses. Siempre, para mí, el verdadero comienzo del año había sido ese momento, esas brisas. Como si fuera el otoño, y no la primavera, la época en la que todos los impulsos se revigorizaban y en donde, de pronto, cualquier cosa podía suceder.

Caminaba por San Juan hacia el cruce con Vélez Sarsfield con esa sensación latiendo. Era sábado y la hora ambigua del anochecer de la ciudad de Córdoba. Andaba sin propósito y casi sin darme cuenta de por dónde pisaba. Todo era viejo y habitual y, al mismo tiempo, nuevo y sorprendente.

Estando a una cuadra ya lo pude percibir. En la explanada del Patio Olmos algo sucedía. Un ruido de tambores y silbatos. Alguna trompeta. Me acerqué... el caprichoso río de vehículos que eludían la fuente y se desviaban por las avenidas me dificultaba el paso.

Finalmente llegué a la explanada. Una muchedumbre curiosa y alegre formaba un semicírculo de espaldas a la calle. En línea, de espaldas al portal del centro comercial, una fila de músicos atronaba su ritmo de murga. Sonreían, disfrutaban. Y delante de ellos, de frente a la gente que acompañaba con palmas, un muchacho lleno de colores y risas bailaba, se contorsionaba... Sus piernas y sus brazos se desplegaban, su cuerpo volaba, giraba y caía para luego rebotar en el suelo y volver a elevarse... Una danza libre, caótica, tan absurda y bella que me obligó a sonreír.

Y entonces reconocí al muchacho. Era de mi barrio, había sido mi compañero de escuela primaria. Una de esas personas sobre cuya existencia y avatares uno se entera inevitablemente. "¿El Renato? Ahí anda"; "Ya se recibió"; "Está trabajando en el Bank of America"; "Sí, en la parte de créditos"; "Andaba de novio, no sé si se casó".

Me resultó de asombro verlo bailando en la explanada del Patio Olmos en ese momento en que las luces de la calle se mezclan con los violetas y rosas del cielo previo a la noche. Y esos colores... la camisa llena de colores, los pantalones amplios, dorados, adornados con flecos, el sombrero en forma de cúpula y las pelotitas que colgaban y bailaban... ¡Aquel no era en absoluto el estilo de Renato!

Claro que no. Renato, que yo supiera, siempre había sido un muchacho de pantalón de vestir, camisa o chomba, mocasines o gamuza. Correcto, amable. Enterado de lo que sucedía en el mundo, en el país, en la ciudad. Al tanto de las tasas de interés. Educado, ubicado.

Mi asombro dejó paso a una sonrisa enorme, una carcajada muda. Me pareció que Renato reconocía mi presencia en medio de su baile y que me dedicaba una sonrisa complacida y cómplice. Como diciéndome: ¿Qué te parece? ¿Te gusta? Como desafiándome: ¿Me tenías haciendo esto?

Todos lo veíamos, lo aplaudíamos, lo acompañábamos. Tal vez Renato nos estuviera diciendo algo.

 

No sé en qué momento el sonido de los músicos pareció ir apagándose. Las filas del público se fueron abriendo. Y entonces los vi. Como figuras que emergieran del recuerdo, atravesaron en silencio la multitud aún vibrante. Un hombre enorme, de pantalón de vestir y chomba; un paso atrás, una mujer menuda; y luego un muchacho pequeño y delgado. Los reconocí. Eran los padres y el hermano de Renato. Se hizo un silencio completo.

Solo Renato, ajeno a todo, seguía retorciéndose y volando sus largas piernas, sus largos brazos, alegre, enamorado, risueño.

Entonces el padre abrió levemente sus brazos, muda interrogación.

Renato se frenó en el aire. Se paralizó. Sus ojos se abrieron y su boca se congeló en una mueca azorada al advertirse de que su doble vida había sido descubierta. Apreté los labios, creí intuir lo que sucedería. El padre apoyó su mano izquierda en la cintura y extendió el índice. Invitando, ordenando.

Y entonces, el muchacho de los trapos de colores, el amigo insospechado de los tambores y la alegría, salió corriendo. Nadie, ni yo mismo, lo esperábamos. Solo lo vimos lanzarse, agilísimo y repentino, hacia la huida. Aún no reaccionábamos cuando lo vimos atravesar la avenida como un loco, esquivando autos y motos... Salí corriendo detrás de él, enloquecido, gritándole. Recuerdo haber pisado el capot de un Peugeot 205, haber obligado al freno chirriante de un Volkswagen Up, haber provocado el desvío agónico de un Renault Sandero... Siempre con la camisa y los pantalones de Renato delante mío, un enloquecido manchón de colores estallando en la noche en su escape desesperado y atroz... Lo vi precipitarse hacia el calicanto de la Cañada, lo vi saltar hacia la piedra, impulsarse, sus extremidades agitadas en un salto desesperado. Una acrobacia postrera, absurda, gloriosa, terminal...

(...)

Se escucha a lo lejos el ulular de la sirena. Los bomberos llegarán pronto. La policía busca desconcentrar a la multitud arremolinada. El tránsito está cortado.

(...)

Abajo, el cuerpo de Renato yace. Su cuello, sus piernas, sus brazos, están partidos en ángulos disparatados, formando un fractal absurdo. En sus ojos abiertos, el terror. O tal vez la libertad.

El agua de la Cañada, mansa y silenciosa, arrastra la sangre de Renato corriente abajo.




sábado, 25 de enero de 2025

Polvo eres

No hay caso. Hay cosas que arrastro conmigo. Las pierdo de vista, a veces por mucho tiempo. Llego a olvidarlas. Pero fatalmente reaparecen.

Reordenar la biblioteca, quitar el polvo de los libros (eterna e inútil lucha contra la más basta de las entropías) es uno de los tantos modos en que estos reencuentros se producen. Así aparece un pequeño libro para preadolescentes. El gesto maquinal de acariciar la tapa dura es reflejo, inevitable. 

El título es “Al Sahara en globo”. Lo reviso y descubro que se trata de uno de esos libros que son al mismo tiempo un juego. Al final de cada página se me formulan dos o tres alternativas. La alternativa que yo elija me envía a determinada página. La cadena de elecciones lleva a uno de varios finales posibles. 

Decido volver a vivir aquella aventura. 

Todo comienza en el sur de Francia. El protagonista (soy yo) alquila un globo aerostático. Previsiblemente, el viento me arrebata el control, me cruza por sobre el Mediterráneo y me abandona en el Sahara. 

Si decides esperar ayuda, ve a la página X… 

Si decides buscar el camino de regreso, ve a la página Y… 

Este libro es defectuoso, según redescubro. El universo en el que funciona es inconsistente. El tono es exageradamente infantil. Las alternativas que se me brindan son arbitrarias. No importa. 

Caprichosamente, a tono con este libro tan mal construido, al cabo de varias decisiones encuentro una cueva en pleno desierto. ¿Cómo? De nuevo, no importa. Todo lo que pasó antes, todo lo que comenzó, todas las alternativas que elegí. El caso es que aquí estoy, en una cueva que tras una hostil entrada me arroja a un pasillo, que imagino oscuro, tal vez tenebroso. 

Al cabo de una caminata indeterminada llego a una explanada vagamente circular. La escasa luz que llega desde la entrada de la cueva apenas permite distinguir los contornos. Bajo las suelas de mis zapatillas el suelo se percibe rocoso, duro, hostil. Los sonidos han desaparecido. El aire que respiro me remite a cosas que no puedo discernir. Recuerdo de pronto un texto que hablaba de olores abstractos, no alusivos… ¿En qué mundo estoy? 

Empotradas en la pared que cierra la caverna hay tres puertas. Una azul, una blanca, una roja. Estoy ante una decisión y tres destinos. 

- ¡Esto se pone filosófico! – me río. Hay un leve eco que figura que la cueva se ríe conmigo. ¿O de mí? 

Conozco los trucos de este tipo de juegos. Los destinos que me aguardan detrás de cada una de las puertas son desconocidos. No solo eso. Son inimaginables. Al fin de cuentas estoy, como tantas otras veces, en el interior de un libro. Para peor, un libro preadolescente. No tengo aún (o he extraviado momentáneamente) la sensatez adulta que me permita trazar la línea entre lo posible y lo imposible.

Repito mi reflexión. No tengo ningún indicio, ni el más mínimo, que me permita si quiera imaginar lo que me aguarda detrás de la puerta azul, de la puerta roja, de la puerta blanca. 

La cueva, con su silencio, se torna amenazante. Parece urgirme mudamente a decidir. 

Detrás de cada una de esas tres puertas pueden agazaparse la mayor delicia, el pavor infinito, el dolor insoportable, el vacío, la brisa suave, el llanto permanente, el desafío, la recompensa, la muerte. ¿El renacimiento? 

También puede estar esperándome, por qué no, un nuevo eslabón de la cadena infinita de alternativas. 

En algún momento me he sentado en el suelo. Pienso, pero no en ideas concretas. Miro a las tres puertas como pidiéndoles que me brinden una señal, una pista. Me responden con su quietud, su mutismo, su indiferencia. 

La cueva se ha vuelto un universo en miniatura abandonado por su demiurgo. No hay cambios y por lo tanto no hay tiempo. La cueva me observa. Las puertas no saben que yo estoy allí. 

¿Es posible salir de aquí? 

De pronto surge un rumor. Crece. Las paredes tiemblan. El piso se agrieta. El techo de la cueva comienza a derrumbarse. Las piedras caen en cascada, el polvo… Los ecos del derrumbe retumban como una risa cavernosa. Tal vez sea su última broma, el último truco del demiurgo antes de abandonar para siempre su creación… 

Si deseas arriesgarte a lo desconocido, elige una de las tres puertas y enfrenta el destino incierto que te aguarda detrás de ella. 

Si deseas, en cambio, regresar al mundo del que provienes, corre hacia la boca de la cueva y vuelve al polvo de tus libros. 




martes, 20 de junio de 2023

Córdoba, 1993

Nota: Este cuento es un crossover de Una breve carrera 

Casi todos habían compartido ya su anécdota. El tema, escabroso, incomodaba un poco a Valeria pero, en cambio, había entusiasmado a todos los demás. Especialmente a Cecilia, que se dirigió ansiosa a Mateo, hasta entonces callado. 

- ¿Y vos, te pasó alguna vez de que hayas querido matar a alguien? -

Mateo, interpelado, abrió los ojos casi exageradamente, como tomado por sorpresa. Pero luego relajó la mirada, sonrió y giró hacia Ramiro.

- Sí - contestó. Y señaló con el mentón - Al pelotudo este. - Todos sonrieron, entre la sorpresa y la curiosidad. Ramiro también sonrió, algo incómodo.

- La cosa fue así. - empezó Mateo. - Nos habían invitado a una fiesta en la loma del orto, en Estación Flores. ¿Sabés dónde es? Agarrás Fuerza Aérea como yendo a Carlos Paz, le metés derecho casi hasta el final, justo antes de llegar a la zona de la Fábrica Militar hay una salidita a mano izquierda. Bueno, agarrás por ahí, entrás, vas por una calle fiera, de tierra. De un lado están las casas, del otro lado es un descampado. Re oscuro, mal iluminado. Como a las diez cuadras agarrás de vuelta a la izquierda, como volviendo al centro. Primero está Villa Aspasia y después, bajando a la derecha, está Estación Flores. No sabés. Re oscuro, un cagazo bárbaro teníamos. Íbamos en un Fiat Spazio que era de una amiga, la Mica. Éramos un montón, me acuerdo que estaba este, la Gringa, la Jimena, el Tomi, Andrea que creo que iba con el novio... No me acuerdo si iban también la Sonia y la Tamara...-

- No - confirmó, lacónico, Ramiro. Su memoria era prodigiosa.

- Bueno, igual éramos un montón, ocho o nueve, metidos como sardinas en ese Fiat Spazio de mierda, todo destartalado... La vida que le dio la Mica a ese pobre Fiat. En fin, llegamos, para colmo no conocíamos a nadie, la invitación a la fiesta nos había llegado medio de rebote, creo que de toda la gente que había, de pedo conocíamos -y más o menos- a uno solo. Medio rara la onda, había tipos grandotes, melenudos, de barba, traspirados, unas minas todas vestidas de cuero, con cadenas, con tachas, las mechas pintadas, todos tatuados, algunos eran onda medio hippie, otros medio punk, un zoológico... Claro, ahora es normal, pero yo te hablo de los años noventa, y más nosotros que veníamos más del ámbito medio cheto... Bué, la cuestión es que entramos, la entrada principal era como un garage, después venía una cocina larga y un patio con galpón al fondo, una música rara, una mezcla de cumbia y fiestera tipo Auténticos Decadentes, cuarteto no era... No sabés, al mangazo tenían la música, pero al mangazo mal, qué se yo... A qué no olía esa casa, a pachuli, a marihuana, a té de boldo... - 

Hubo carcajadas generales. Mateo continuó. 

- ... A todo olía esa casa. Al principio medio que nos costaba integrarnos, después nos fuimos enganchando, la Jime - que después hay otra historia tremenda con la Jime esa noche, háganme acordar - fue la primera que se animó, entró a bailar, a chupar... -

Ramiro, que escuchaba con los ojos bajos, no pudo contener una sonrisa. Cecilia lo advirtió.

-¡Ay, mirá cómo se ríe el hijo de puta! - gritó exaltada. Luego giró, demandante, hacia Mateo - ¿Qué pasó? ¡Contá! - 

- Bué, dejame contar. Resulta que arranca la joda, ahí estábamos, dándole... Y qué se yo, tipo... dos, dos y media... ¿Dos y media habrán sido? -

Mateo se volvió hacia el silencioso Ramiro solicitando tácitamente una confirmación.

- Sí, ponele...- murmuró este.

- Más o menos dos y media, che... la tragedia. Escuchamos que gritan: "¡Se terminó el fernet!" -

- ¡Huy, no... tragedia! ¡El fin del mundo! - exageró Cecilia juntando las manos, excitada por el rumbo de la historia.

- Huy, el drama... - siguió Mateo - Empezaron todos, que qué hacemos, que qué macana, que qué se yo... Claro, era tanta la gente, se ve que se les había ido la mano, habían invitado a todo el mundo, si nosotros mismos estábamos de rebote y no creo que fuéramos los únicos, y claro, tenían una sola botella y se había acabado... Estaban todos ahí discutiendo, que cagamos, que ahora dónde conseguimos, que por acá está todo cerrado, que a esta hora olvidate... Y por ahí se lo ve acá al ... -

Mateo dejó la frase inconclusa y en cambio extendió el brazo hacia Ramiro, como presentándolo a los demás. Cecilia abrió la boca, asombrada. Pablo ahogó un "¡No!". Ramiro bajaba la vista, tratando de evitar las miradas.

- El Ramiro que levanta el dedito y así, medio timidón, no va y dice..."Yo conozco un kioskito que abre toda la noche y que vende fernet, seguro". ¡Para qué! Se dan vuelta todos, lo miran, se le tiran encima, lo palmean, por poco no lo levantan en andas, le gritaban "¡Maestro!" y este que se reía como un boludo. Hasta que por ahí dicen "Dale, vamos, te llevamos, ¿adónde queda?" y este contesta... - pausa intencionada de Mateo... - "...En Nueva Italia", dice el Rami - 

Más risotadas de todos menos de Valeria, que preguntó en voz baja a Nico. Este, sin dejar de reírse, figuró con los dedos un rectángulo que representaba la ciudad de Córdoba. Con el índice izquierdo señaló la ubicación de Estación Flores -abajo a la izquierda- y con el derecho la de Nueva Italia, en el extremo opuesto del rectángulo. Entonces Valeria también se desplomó en carcajadas. Mateo miró a Ariel y le aclaró: "Vos, Ari, que sos de Buenos Aires... para que tengas una idea, imaginate que la fiesta era en Sarandí y el kiosco quedaba, ponele, en Monte Grande". Ariel se rió con ganas y abrió los brazos, como reprochando la exageración.

- ¿Y fueron? - preguntó Pablo, ansioso.

- ¿Que no? - replicó Mateo - No sabés, esas bestias era tal la desesperación, que si hacía falta se iban a Catamarca, a buscar el fernet... Salimos en una Renoleta que daba pena, que el Spazio de Mica era un Audi último modelo al lado de esa Renola. Eran dos de los flacos, que iban adelante, y el Rami y yo atrás... Bah, flacos... El que manejaba medía como dos metros y el otro uno noventa y cinco, parecían osos. No sé cómo entraban y no sé cómo aguantaba esa Renoleta, vos vieras cómo tosía, cómo chirriaba ese cascajo de auto... -

Sonó el timbre. Habían llegado las pizzas. Todos estaban entusiasmados con el relato de Mateo, así que Enrique se apresuró a pagar y a despachar al repartidor. Luego arreglarían.

- Bueno - continuó Mateo - Agarramos Fuerza Aérea, con el Rami que iba guiando. Fuerza Aérea, el Ala, Roca, Cañada, luego Colón, 24 de Setiembre, Roma... llegamos a la Bulnes, y a la altura del Deportivo cruzamos el paso a nivel y agarramos el bulevar Las Malvinas. Bueno, ahí íbamos, por ahí el que iba en el asiento del acompañante, cagándose de risa, se da vuelta y le dice al Rami "¿A dónde mierda nos estás llevando, flaco?". Y ahí nomás el Rami le dice al que manejaba: "Maestro, metete en el barrio, en la próxima doblá a la izquierda". 

- Ay, no me digás que se perdieron - anticipó Valeria, azorada.

- No, no, pará... - se rió Mateo alzando la mano izquierda - Peor. El grandote que manejaba pega el volantazo y ahí no sé por dónde nos metimos... Hicimos como dos, tres cuadras y de vuelta el Rami, "ahora doblá a la derecha". Y el flaco doblaba. Y de vuelta "ahora a la izquierda", "y ahora a la derecha", y así... hasta que de pronto... No sé, yo de pronto veía que la calle era de tierra, recontra estrecha, que de pedo pasaba la Renoleta, estaba todo oscuro... íbamos entre unas casas de chapa... ¡El hijo de puta nos había metido en una villa! - 

Ante el espanto general Mateo miró hacia Ramiro que, sonriente y con la vista baja, agitaba el dedo negando.

- Te imaginás el cagazo... - siguió Mateo - Yo pensaba "Bueno, acá nos roban, nos violan y nos descuartizan, no necesariamente en ese orden" - las carcajadas atronaron. Mateo aprovechó para tomar unos tragos de la cerveza artesanal que había traído Lucas y que estaba buenísima. Aún no se habían terminado de calmar las risas cuando Enrique urgió:

- Bueno, dale, seguí. ¿Qué pasó después? - Mateo terminó de beber y el vaso quedó vacío.

- Yo estaba con los huevos acá. - Mateo se tocó la garganta con el índice y el pulgar - Y los dos grandotes de adelante iban callados, seguro que también iban cagados. El Rami nomás era el único que estaba tranquilo. Ni luz había, la única forma de ver era con los faros de la Renola, mejor dicho con "el" faro, porque para colmo estaba tuerta... Che, en un momento veo que ya ni calle de tierra era, ahora era una huella que iba entre unos pajonales que medían la altura del auto más o menos. "¿Dónde mierda estamos?", me acuerdo que le grité al Rama. En un momento miro para adelante y veo que nos íbamos derecho a un paredón de esos de bloques de cemento, ahí medio sin terminar, en medio de la nada. El que manejaba pregunta "¿Flaco, y ahora qué hago?". Y el Rami le dice "Cuando llegues al paredón doblá a la derecha". Dobla a la derecha el gordo, seguimos por otra huella un poco más ancha, por ahí pasamos como un puentecito de madera sobre un canal, que eran dos tablas, no sabés cómo crujió cuando pasamos... Por ahí vuelta a doblar, agarramos otra calle de tierra, al costado había un descampado, y al fondo se veían unas luces. Bueno, no me acuerdo cómo, pero por fin llegamos a una calle con asfalto, algunas casas, por lo menos ahora estaba un poco más iluminado, pero igual daba miedo... -

A este punto Mateo se había puesto serio. El recuerdo de aquel recorrido en la tiniebla había revivido en su corazón con todo el dramatismo de entonces. Y así lo habían comprendido los demás, que ya no se reían tanto. 

- Bueno - se recompuso Mateo. - La cuestión es que de golpe el Rami dice "Ahí está, ahí está, frená". Y ahí estaba el kioskito, un antro que no sabés, en una esquina. Había unos cuatro o cinco especímenes chupando en la vereda que nos vieron llegar y nos miraban con una cara de ganas de asesinarnos... - Aquí todos volvieron a reírse, menos Enrique que parecía el más ansioso por conocer el desenlace.

- Bajamos a comprar el fernet con Rami - siguió Mateo - y con el otro grandote que iba de acompañante. Se acerca el Rami al kiosco, lo atiende un viejo que estaba ahí, con una cara de ex presidiario que no te cuento. Al Capone era Blancanieves, al lado de ese. "Maestro, ¿tiene fernet?", le dice el Rama. "¿Cuántos?", contesta el viejo. Nos miramos entre nosotros y decimos "¿Cuánto sale?". No me acuerdo cuánto sería en plata de entonces, pero era como si dijeras... cuatrocientos dólares... ¡Un huevo y la mitad del otro! - 

Carcajadas violentas de todos. 

- Carísimo, nos arrancó la cabeza. Y bué, no nos quedaba otra... Nos alcanza la botella, el viejo, y no sabés... - Entonces Mateo juntó las manos y levantó la mirada al techo, agitando la cabeza.

- ¡Me imagino! - casi aulló Cecilia - 

- Mirá: Una botella del año del pedo, de litro, marrón... La agarro, me pregunto "¿Qué mierda es esto? Quiero saber de qué me voy a morir"... Me fijo, etiqueta hecha con papel de cohete y dibujada con Sylvapen, yo creo... Ahí leemos: "Fernet marca", ponele, 'Carlitos González'...", qué Branca ni las pelotas - 

Más carcajadas violentas. "¡Ay, no, truchazo!" - ladró Cecilia, que no podía evitar el añadir explicaciones innecesarias.

- "... Ingredientes: Agua de deshecho de curtiembre..." - siguió Mateo.

- ¡Me estás jodiendo! - interrumpió Valeria, horrorizada.

- "... alcohol de quemar y jarabe para la tos vencido" - continuó Mateo, con inusitada seriedad.

- ¡Noooo! - gritaban todos y se retorcían de la risa.

- ¿Pero eran en serio esos ingredientes? - insistía Valeria, incrédula. Los demás seguían riendo, especialmente Cecilia. Sus carcajadas eran altísimas. Ramiro cerraba los ojos, como si le molestaran un poco esos agudos berridos cerca de su oreja.

- Es que con este hijo de puta nunca se sabe cuándo habla en serio y cuándo habla en joda - aclaró Nico, riéndose.

- ¡Seguí, seguí! ¿Qué pasó? -

- Volvemos al auto, le decimos al grandote que manejaba que habíamos conseguido el fernet, por suerte. Entonces el gordo le dice a Rami: "Bueno, flaco... espero que te acuerdes cómo volver, porque yo ya me perdí". Y entonces el pelotudo... - 

Mateo meneaba la cabeza, aún incrédulo... 

- ... Este pelotudazo... - señaló a Ramiro, que se había tentado por fin - ... le dice, con su vocecita: "No, para salir es fácil, la avenida está ahí adelante, a media cuadra" -

Todos rieron y gritaron. Entonces Mateo se apuró a pedir silencio.

- Vos sabés - retomó - que nos quedamos los tres duros, hasta que los dos grandotes se dieron vuelta, yo me giré... todos lo miramos como queriendo matarlo... Y le gritamos "¡Pero pedazo de hijo de mil putas! ¿¡Y entonces para qué mierda nos hiciste dar toda esa vuelta por la villa y el andurrial!?" - Mateo, teatral, crispaba sus manos y hasta mostraba un rostro desorbitado, como si en lugar de estar relatando la situación la estuviera viviendo. Finalmente dijo:

- Y contesta, el boludazo... "Es que esta cuadra es contramano" -

Mateo tuvo que esperar cinco largos minutos a que los demás se calmaran. Cecilia casi se ahogaba de la risa explicando: "¡Esta cuadra es contramano, decía! ¡Y eran las tres de la mañana!". Valeria, la única que permanecía seria, todavía no se convencía de la veracidad de los ingredientes del fernet y de la marca "Carlitos González". Enrique se había levantado y pegaba trompadas contra la pared del estar. Pablo repetía, con lágrimas en los ojos: "¡Qué hijo de puta! ¡Qué hijo de puta!". Rami sonreía, como aliviado de que la parte más dramática de la historia hubiera quedado atrás... 

Finalmente, Mateo cerró el relato contando cómo, ya más calmados, emprendieron el largo viaje de regreso en el que no faltaría accidente al terminarse la nafta de la Renoleta a la altura de Lagunilla, lo que los obligó a empujarla durante ocho largas cuadras. "Y acordate que en esa época no había celulares", explicó Mateo paternalmente a Facundo, el más joven de la reunión. 

- ¡Bueno, bueno! - retomó Cecilia, ya recompuesta y siempre ansiosa - ¡Ahora contá la de la Jime que dijiste! -

- No, pará... - pidió Mateo - Dejame recuperarme un poco. Porque cada vez que me acuerdo de la que nos hizo este... - Miró nuevamente, con ojos asesinos, al sonriente Ramiro. Luego profirió un bufido y llenó su vaso hasta el borde con cerveza artesanal.



lunes, 11 de julio de 2022

El rostro revelado

Me he convertido en muerte, en destructor de mundos”
Bhagavad Gita


Estaba furioso.

Decidido a escupir a la cara a esos estúpidos y obsecuentes colegas que lo veneraban como maestro, prócer, referente; que aplaudían con extático fervor cada página y cada párrafo de sus novelas y que lo colmaban de alabanzas y vítores en cada ámbito y ocasión en que se veía obligado a alternar con ellos, que infortunadamente no eran pocas al año.

Decidido también a cerrarles la maldita boca a esos presuntuosos e ignorantes críticos que siempre creían ver en sus textos los más venturosos homenajes a Kanté, a Koscielny, a Verratti, a cuanto genio atormentado pudieran citar, además -por supuesto- de exaltar su brillo propio y extraordinario de manera tan paladina como ditirámbica en todos los medios existentes.

Decidido más que nunca a patear el culo a esos imbéciles lectores que, año tras año, asaltaban en masa las librerías cada vez que un nuevo libro suyo se presentaba para la venta y obligaban a la señora Soto, su editora, a lanzar hasta diez nuevas reimpresiones que invariablemente se agotaban como pan caliente.

Decidido, sin la menor vacilación, a destruir a esos funcionarios cretinos que, en lugar de dictar medidas para la mejora de la ciudad o para la prosperidad del país, perdían el tiempo disponiendo que sus frases consideradas como las más felices e inspiradoras brillaran en los frisos y las galerías de todos los edificios públicos.

Decidido, con adamantino rigor, a despreciar infinitamente a todas aquellas decadentes sociedades, fundaciones y círculos que se desvivían en homenajearlo y atiborrarlo de medallas, insignias y galardones a cual más grotesco y rebuscado, y de aburrirlo y exasperarlo con empalagosos y apologéticos discursos.

Estaba furioso, y no quería que esa furia se calmase.

Acometió entonces el trabajo sin demora, procurando no perder ni un ápice de ira, de malicia, de perversidad.

Confió a su resplandeciente inteligencia, a su inquebrantable disciplina y a su portentosa inspiración la escritura de una nueva novela que fuera perturbadora, que fuera disruptiva, que fuera un golpe como de piedra en la mandíbula de aquellos colegas, aquellos críticos, aquellos lectores, aquella editora, aquellos funcionarios, aquellas sociedades, fundaciones y círculos.

Una novela que llevara a todos su estentóreo alarido de venganza, su macabra noticia de iniquidad.

Se esforzó en dotar a cada una de sus frases de crueldad malévola. Procuró que cada palabra fuese una aguja, un cuchillo, un carbón encendido martirizando la piel.

Torturó despiadadamente a sus desventurados personajes, desde el más heroico al más insignificante. Les inventó destinos infamemente dolorosos. Los sometió a horrores descriptos con sobrecogedora maestría.

Narró desgracias terribles e injusticias indignantes con prístino deleite. Describió sufrimientos y enfermedades con la meticulosidad más morbosa.

Castigó sin distingos tanto al más noble como al más ruin. Explotó volcanes, hundió navíos, demolió ciudades, todo con la misma brutal omnipotencia. Desató vendavales horrísonos, lanzó fieras atroces, desbocó marejadas formidables, diseminó plagas terroríficas, asesinó a padres, madres e hijos en espeluznante y ciego genocidio.

Se permitió cada acto de absolutismo que le vino a la mente, y lo asentó en el papel con la más proterva minucia. Fue Dios y fue Lucifer en cada movimiento de su pluma.

Su novela fue una oda magnífica y perfecta a la peste y a la destrucción y a la desgracia y a la muerte desde la letra inicial hasta la postrimera. El triunfo final del infierno más abyecto y espantoso fue su epílogo.

Con febril dedicación, sin detenerse a descansar, ni a comer, ni a beber, y después de extenuantes y frenéticas semanas, le dio término.

Aquel esfuerzo colosal, sin embargo, terminó por encender un fuego fatal en su interior, que se ensañaría con su entraña y con su piel. Un día después de entregar el manuscrito a la editora, desmayó en fiebre y convulsiones.

Aunque los médicos llamados a atenderlo se prodigaron con la mayor solicitud, nada pudieron hacer.

Murió un día antes de la publicación de su obra suprema.

La contemplación de su rostro en la última expiración llenó de espanto a la inmensa y descontrolada muchedumbre que acudió a su funeral.

Nadie, ni los colegas, ni los críticos, ni los lectores, ni los funcionarios, ni la editora, ni los representantes de las sociedades, fundaciones y círculos, se atrevió a describir lo que esa faz irradiaba.

Nadie soportó su contemplación más que unos pocos segundos.

Entonces, apartaban la vista turbada por un horror confuso, desconocido hasta entonces, que no sabían explicar, y que no hubieran podido entender. Y temblaban en lágrimas de un pánico inédito que, en ignorancia, atribuían al mero dolor que a todos arrasaba en aquel momento.

Cuando finalmente su Última Novela fue publicada, un fantasmagórico halo de escándalo, locura y desesperación estalló en la ciudad y el país.

Aquella desbocada e infernal parusía horripiló a todos.

La incredulidad, la indignación, la humillación póstumamente infligida, resultaron inacabables.

Y entonces, por primera vez, por última vez, los colegas lo maldijeron; los críticos lo condenaron; los lectores abjuraron de él; los funcionarios ordenaron borrar todo rastro de su obra y su existencia de los bronces y los mármoles; la editora mandó a quemar todo cuanto de él había publicado; las sociedades, fundaciones y círculos revocaron todas sus distinciones y abolieron de sus registros todos los discursos apoteósicos.

Entonces, en su tumba, su sangre bulló por un instante en marejada redentora.

Y luego tuvo paz.










domingo, 19 de junio de 2022

Una breve carrera

Llevaban una hora en el bar, sentadas a una mesa en la vereda, e iban por la tercera cerveza. El sol iba cayendo y no daban ganas de irse de allí.

—Tu amiga la Jimena... —El tono filoso y mordaz de Sonia, la frase deliberadamente inconclusa invitando al requerimiento de detalles, le anticipaban a Tamara que la amiga común se habría mandado otra de las suyas.

—¿Qué hizo ahora? —preguntó Tam, ya con la risa instalada y sabiendo que la Jime siempre daba material para el recuerdo, historias para repetirlas mil veces y que siempre sonarían como si se las contara por primera vez, sobre todo si era Sonia la que las pintaba.

—Te cuento. Fue el fin de semana este que pasó. En realidad, la cosa arranca durante la semana. Resulta que unos días antes, no sé qué le dio por hacerse la deportista, se anotó en la maratón esa que organiza todos los años Telesport, el canal ese de cable.

—Que no es una maratón, en realidad —precisó Tamara— Son dos categorías. La de los que son federados, que largan primero y hacen diez kilómetros, y la de los libres, que los largan después y son seis kilómetros nomás. Eso lo sé por mi primo, que le tocó varias veces cubrir el evento.

—Sí, bueno —concedió Sonia—. Igual es mucho, seis kilómetros. El tema es que a la mamerta esta, que como vos sabés tiene menos deporte que un cactus, se le dio por anotarse —Breve pausa, silencio venenoso, meneo de cabeza...

Tamara sonrió. Adoraba la pasamanería narrativa de Suni y se preguntaba en silencio por qué esa loca divina había optado por estudiar arquitectura en lugar de teatro.  O estandap.

—Me cuenta, chocha: "Me anoté en la maratón de Telesport y bla-bla-bla". Bárbaro. Ojalá te vaya bien, le dije. El tema es que el sábado, o sea la noche misma anterior a la carrera, tenían una fiesta en barrio Estación Flores, recontra lejos, no sé si ubicás. ¿Viste esas jodas que alguien te invita porque es amigo del amigo de un amigo del que la organiza? Bueno, allá fueron con la Andre, el Mateo, la Gringa, el Tomi, el Ramiro, qué se yo... eran como nueve en el Spazio de Mica. La cuestión es que caen, eran como mil personas en la casa, un quilombo, la música, qué se yo... Y estos que chuparon como bestias, empezando por la Jime, que me contó Mica que no mezquinó nada: cerveza, sangría, fernet... Y morfó como si fuera el último día de su vida, parece que se mandó tres choripanes tamaño vaca. Te imaginás.

Suni hizo una nueva pausa y miró a Tamara con gesto de institutriz.

—Te imaginás —retomó, muy seria y comenzando a levantar la temperatura de la indignación—. Termina la joda tipo siete de la mañana. Así como estaba, con todo lo que había chupado, morfado y bailado, con la remera, la campera puesta, con el vaquero, las bucaneras…

Al escuchar esta descripción, Tam pegó una carcajada que reprimió rápidamente. Su imaginación apuraba el desenlace pero prefería que fuera Sonia la que terminara la historia.

—Así como estaba, medio dormida, medio con resaca, se ve que ahí se acuerda de golpe de la carrera y empieza a hinchar para que la lleven en el Spazio hasta la plaza esa de donde arranca. Que a todo esto los otros no sabían si creerle o no, pero ella insistía que tenía que correr la carrera, insistía, insistía, “llévenme, llévenme”. Bueno, la cuestión que la llevan, llegan tipo ocho y media, lleno de gente, la carrera largaba a las nueve. Y ella va con la Gringa que la acompaña hasta la mesa de control, y ahí le dan el número ese para ponerse en la remera... La Gringa vuelve al auto y les dice a los otros que era cierto, que estaba anotada y que iba a correr nomás.

—¿Pero no le dijeron nada? ¿Que cómo iba a correr una carrera en ese estado? —se escandalizó Tam.

—¿Qué le iban a decir, si estaban todos peor que ella? Al contrario, se iban cagando de risa…

Por la calle pasaron unos cinco o seis motoqueros haciendo un ruido tremendo. Sonia hizo una pausa hasta que las motos se alejaron.

—Bueno, arranca la carrera de los federados y ahí nomás se ponen en línea de largada los otros, la Jime en medio de todos. Y largan, che. Y no sabés, me contaba Mica, que Jime salió a los pedos, como si fuera una carrera de velocidad. Vos sabés que en una carrera larga no tenés que ir corriendo, si no que tenés que ir trotando, cuidando el aire. Bueno, no, la enferma esta salió como si fuera la final olímpica de los cien metros, como si en la meta la estuviera esperando Brad Pitt en pelotas. Dice Mica que era —Tamara se agarraba la cabeza entre cortos alaridos— una cosa verla a aquella, con esas zancadas, corriendo con las bucaneras, el vaquero, la campera de jean abierta que le flameaba por detrás... Porque para colmo, no es que corría con estilo atlético, no… Corría toda descoordinada, agitando los brazos, a los gritos, como si se le fuera el ómnibus. La gente la miraba, no entendían un carajo. ¿Cuánto habrá corrido, una cuadra, dos cuadras? La cuestión es que en un momento la ven, porque a todo esto los chicos se habían parado en la vereda de la avenida para verla, la ven que se detiene, toda pálida, con los ojos así desorbitados, medio que se tambalea y...

Sonia cortó y, viendo al mozo que pasaba cerca, alzó la mano para pedirle que trajera otra cerveza. Tamara aprovechó para reírse unos segundos.

—Se tambalea —continuó Suni— y... ¿no va y se va de jeta al suelo?

—¡No...! —jadeó Tam, como si tal desenlace hubiese sido inverosímil.

—Tremendo. Encima, los cuatro o cinco que le venían detrás, se la llevan puesta, se tropiezan, se arma una montonera y la Jime ahí que queda aplastada debajo de todos los otros... ¡Un quilombo! Los que venían corriendo de más atrás, que estaban todos mezclados, minas, tipos, empiezan a pegar saltos para esquivarlos, otros que se abrían por el costado, había gritos, había quedado la montaña de tipos arriba de aquella otra... Y mientras tanto la Mica, la Gringa, el Mateo, todos que no podían parar de reírse, pero se reían de los nervios, porque la Jimena había quedado ahí debajo. Total, que en medio de todo el quilombo viene corriendo gente, los organizadores, los tipos de la ambulancia... al final los que estaban encima aplastándola se levantan y vuelven a la carrera, a las reputeadas, y a la Jime se la llevan arrastrando hasta la vereda, desmayada, toda con los pelos revueltos... Medio que logran ponerla de pie, pero no reaccionaba, estaba con la boca abierta, los ojos idos... la tenían uno de cada brazo, las piernas que le colgaban, parecía una marioneta. Por ahí le pegan una cachetada y reacciona... abre los ojos, estaba perdidísima y ahí mismo, me dice la Mica: “No sabés la vomitada que se mandó…”

Tamara se reía tanto, con la cara encerrada entre las palmas, que desde las otras mesas la miraban. Sonia, halagada con la eficacia de su historia, luchaba por mantener su impostada seriedad. Levantó la vista y, a espaldas de Tam, vio al mozo parado allí, también riéndose. Había llegado hacía dos minutos con la cerveza y no había querido interrumpir el final de la historia.

—¡Y no sabés! —le gritó Suni al mozo, ya que Tamara a esa altura no podía escucharla— ¡Los del canal grabaron todo y lo van a pasar ahora en el resumen! ¡Andá a poner Telesport! —y el tipo entró corriendo al bar, mientras Tam temblaba y Sonia bajaba la cerveza de un trago.

Días más tarde, Tamara lo pudo averiguar: aquel mismo domingo, cuando todo se hubo calmado, Jimena había anunciado oficialmente su retiro del atletismo. 




Caminos separados

Primer día

Esta mañana, muy temprano (aún de noche) nos concentramos frente al galpón, tal como habíamos acordado. Nadie se retrasó. Yo había temido que a muchos les costara levantarse tan temprano. No solo no sucedió así, sino que además ya todos tenían su equipaje listo. Había decidido que partiéramos a esa hora para evitar las miradas de burla, o reproche, o maledicencia de los de la aldea. Salimos en silencio, sin necesidad de una orden. Creo que nadie miró hacia atrás. Abel, el mayor, se ubicó a mi lado. Me gustó que hiciera eso. Sé que confía en mí, y si él confía en mí los demás también.

En poco más de una hora divisamos el cañadón. Algunos, evidentemente, estaban emocionados al llegar al punto que jamás en su vida habían sobrepasado. Qué digo: Yo misma, con mis treinta años, jamás había ido más allá tampoco. Con Abel estábamos listos para ayudar, pero tanto las chicas como los chicos nos sorprendieron descendiendo ágilmente hasta el fondo, cruzando el lecho pedregoso y luego trepando como ardillas, tomándose de las salientes, hasta alcanzar el borde opuesto, el prohibido. Al llegar yo por mi parte al borde (me costó un poco más que a ellos) los reagrupé para continuar. No sé por qué me dio por acariciar la cabeza de Victoria. Ella se sorprendió primero, pero luego sonrió.

Hasta el cañadón habíamos caminado en silencio, unos aún soñolientos, otro tal vez asustados. A partir de allí, en cambio, caminamos a pura charla y risa. Cada tanto yo pegaba algún grito, especialmente a ese azote de Jerónimo, para que no se alejaran demasiado.

Yo calculo que, caminando a buen paso unos tres o cuatro días, llegaremos a ese río famoso del que nos han hablado.

De noche nos quedamos hasta tarde alrededor del fuego contando chistes. Creo que por los nervios de la partida y la alegría de la marcha me va a costar dormir esta noche, pese al cansancio de la caminata.

Segundo día

Bastante antes del mediodía ya hacía mucho calor. Hicimos un par de paradas. Ya debíamos de estar a unos quince o veinte kilómetros al norte del cañadón, según yo calculaba. La huella sigue entre el pajonal, aunque a veces se nos pierde. Por momentos se diluye en el pasto alto. En estos casos, con Abel y Camila tenemos que buscarla entre los yuyos. Cuando la encontramos, hay alivio. Un par de veces nos ha llevado más de un largo minuto detectarla y entonces nos llegan las preguntas ansiosas de los demás chicos. Pero no he tenido que pedir calma ni gritarles. Camila se ha ocupado de eso. Ya es claro que le disputa el lugar a Abel, pero este no creo que se dé cuenta. Él es buenacho, tranquilo, calladito. Camila, al contrario, siempre fue mandona, agresiva, malhablada. Y no se siente menos por ser un año menor. Abel obedece siempre lo que yo digo, solo a veces cuestiona pero cuando lo hace es con tino y de buena manera. Camila, en cambio, se hace repetir las cosas como si lo que una le dijera fuera una estupidez. Luego desaprueba con su cabeza, su sonrisa y sus silencios. Me dan ganas de cachetearla.

Por la tarde hubo que hacer una pausa bastante larga. Varios de los chicos y yo misma teníamos ampollas en los pies. El aire estaba húmedo y sofocante. La pausa fue silenciosa. Cuando dí la orden de reanudar la marcha, nadie se apuró demasiado a levantarse.

Por la noche hice el balance. Creo que hemos caminado menos de lo que yo esperaba. Bastante menos.

Tercer día

Marquitos se ha esguinzado un tobillo, pero por suerte fue algo leve. Fue bien temprano, recién salíamos. Se vé que habrá pisado mal. Le he hecho masajes y le he ajustado una tira de esa tela que traemos, a modo de venda. Me quedé arrodillada al lado de él consolándolo, esperando a que se sintiera bien para reanudar. Como se hacía rogar, finalmente, con Abel lo tuvimos que ayudar a pararse, y ahí recién se largó a caminar. Así seguimos por un rato. Más tarde se nubló y eso fue un alivio para nosotros, luego de dos días de sol muy fuerte. A Victoria y a Gabriel, que son muy blancos, se les ha ardido la piel en el cuello y la zona de las clavículas. Así que se quejan de lo lindo.

A eso del mediodía, encontramos un árbol bajo, coposo. Buen momento para almorzar a la sombra. Abel se puso a organizar la cocina sin que yo le tuviera que decir nada. Qué agradecida que estoy por eso. Ya estaba cansadísima. Cuando Camila empezó a servir, Marquitos dijo que no tenía hambre. Entonces ella lo agarró del mechón del flequillo, casi que se le pegó a la cara y le dijo: "¿Vas a comer o no?". Marquitos se asustó tanto que hizo que sí con la cabeza, aguantando las lágrimas. No me gustó que Camila hiciera eso. A Abel tampoco, y me miró como esperando a que yo interviniera. Pero preferí no decir nada para no echar más leña al fuego. Supongo que también tendrá que ver el cansancio.

Por la tarde, por momentos amagó con lluvia. Nos habría venido bien que refrescara un poco. Ya de noche hice de nuevo repaso. Camila se ha puesto bastante jodida. Tendría que hablar con ella, pero ¿en qué momento? Tal vez bien temprano, mientras los chicos aún duermen. Pero tendrá que ser en un momento en que ella esté menos agresiva. La otra que se me ocurre es pedirle a Abel que hable con ella. A lo mejor a él lo escucha más. A mí no creo que me haga caso. Son difíciles las chicas de catorce.

En cuanto al resto de los chicos... Abel, bueno, él está un poco más serio que lo habitual, pero lo entiendo. Es muy responsable y se siente un poco como yo, a cargo de esto. Gabriel y Victoria están callados, se pasan el día juntos, él tomándose en serio el papel de protector de su hermana. Jerónimo, como siempre, matoncito y provocador, hiriente y despectivo. Hartante. Marquitos, el más chico (siete años), anda mejor de su tobillo pero muy decaído de ánimo. Así se la ve también a Paulina. El resto (Leonardo, Guadalupe y Ana) están dentro de todo bien, aunque ya no bromean tanto. Es entendible, venimos muy cansados después de tres días de mucha caminata al rayo del sol.

Cuarto día

Estamos saliendo cada vez más tarde a la mañana. Me cuesta hacerlos levantar a todos. El camino se ha puesto peor. Seco, pedregoso, casi siempre en subida. La huella ya casi no se distingue. Por suerte lo tengo a Abel, que en seguida encuentra por dónde seguir. Me ha empezado a preocupar el tema del agua. He calculado varias veces hasta cuándo nos va a durar la que llevamos y que hemos empezado a racionar. Yo creo que tres o cuatro días.

Por la tarde comenzó a soplar un viento espantoso. Caliente, feroz, ululante, cargado de tierra. Se nos han llenado la cara, el pecho y el pelo de un polvo y mugriento, que se nos pega a la piel por el sudor. Por suerte, a los pocos minutos empezó a llover. Un aguacero descomunal. ¡Qué alivio! Seguimos caminando, a pesar de la lluvia, dejando a nuestro paso una estela barrosa y chapoteante. A los chicos les encanta caminar en estas condiciones. Viene muy bien que mejore el humor de todos.

Se hizo de noche. Al final no hablé con Camila.

Quinto día

Dormimos muy bien. La lluvia refrescó todo. Me sentía algo más aliviada, aunque aún no del todo tranquila. A esta altura, yo esperaba ya haber llegado al río. Pero bueno, confiaba en que en algún momento lo íbamos a encontrar. A partir de ahí, sería más fácil. El maestro nos decía: "Siempre siguiendo un río o arroyo cauce abajo van a encontrar civilización. El ser humano va a donde hay agua". Justamente, el agua que nos queda es para un día y medio, no más. Igual creo que deberíamos estar bien con eso.

La lluvia, como dije, fue un alivio. Pero también dejó el suelo hecho un barrial. Yo pensaba que un suelo tan seco lo iba a absorber todo. Pero fue al contrario. Al caminar se nos hundían los pies. Las sandalias y zapatillas se nos llenaban de barro y se pusieron pesadísimas. Agotador. Para empeorar, aparecieron unos bichos chiquitos, como jejenes, que nos empezaron a volver locos. ¡Eran un enjambre! Se pasaron el día zumbando y picando, insoportables. Y para completar, al mediodía salió el sol, que a esa hora era una cosa que nos empezó a abrasar.

Y entonces sucedió. Camila y Abel se agarraron. No sé qué fue lo que pasó. Ellos venían atrás, cuando de pronto sentí un par de murmullos, luego estalló un grito. Al darme vuelta la vi a ella que se le iba encima a él con las manos crispadas, queriendo arañarlo. Me asustó su expresión. Era la de una leona enfurecida. Se retorcía como una víbora, queriendo sacarle los ojos. Más me aterró verle la cara a él. Nunca, nunca, nunca en mi vida lo había visto a Abel así, con ese gesto. ¡Tenía la mirada de un asesino, de un pervertido! ¡Abel, precisamente! Le vi el pecho inflado, los brazos tensos. Lo enorme de sus puños. Si se le ocurría pegarle con esa manaza la podía matar, la podía triturar. Y para peor, veo aparecer a Jerónimo que venía lanzado como un búfalo a apoyar a su hermana. ¡Mocoso inconsciente! Me abalancé para evitar el desastre, y entonces la patada voladora de Jero me reventó la cadera derecha. Caí al barro sintiendo un dolor terrible, insoportable, en la cintura y en la pelvis. Intenté levantarme, pero me faltaba el aire. Creo que grité, veía las siluetas de los brazos, las piernas, los cuerpos que se pateaban. Escuché insultos, rugidos, ayes, el llanto angustioso, aterrado, suplicante de Victoria, de Marquitos, de Paulina. No sé, no sé cómo fue que logré levantarme y comencé a patear enceguecida, a gritar, a empujar, a separarlos. A los aullidos, a los insultos, a los rodillazos. No sé, no sé cómo hice. ¿Habrán sido unos tres minutos? ¿Cuatro? Cuando todo terminó, yo tosía, Victoria vomitaba, Marquitos lloraba, Guadalupe se había hecho un ovillo en el suelo, Paulina estaba pálida, con la mirada congelada... parecía un cadáver de pie. Camila, increíblemente, aparecía dominada, pero en actitud de recelo, mirando a su alrededor con los puños en guardia. Abel respiraba hondo, revolcado en la tierra, diez metros más allá, y la miraba con rostro perturbado, ansioso.

Es de noche. Estuve intentando dormir pero no pude. El dolor en la cadera es tremendo y se me cierra el pecho al respirar. Así que me levanté y me vine hasta acá, alejada, para estar sola. Estoy llorando desde hace un rato, diez, quince minutos. No sé, no puedo parar. No sé qué voy a hacer mañana. ¡Dios mío, me pregunto en qué momento... (ilegible) ...dentro de poco.

Sexto día

Antes de salir, los junté a todos. Quería reprenderlos y recomponer mi autoridad. Les dije con firmeza que una cosa como la de la tarde anterior no podía volver a pasar. Que hoy llegaríamos al río y que allí ya podríamos descansar. Que esperaba de ellos que actuaran con sensatez. No sé si me escucharon o me creyeron. Noté algunas miradas indiferentes. Otras, escépticas. Una que otra mueca burlona. En Abel creí ver un velado reproche, pero no sabía yo sobre qué. En cuanto a Camila, ni siquiera fingió prestar atención mientras yo hablaba. Con las manos a la espalda, miraba a la nada con calma helada, indiferente. Es obvio que no me escuchaba. Pero cuando pregunté a todos si mi mensaje se había entendido, giró hacia mí y asintió con una sonrisa encantadora. El resto solo devolvió murmullos.

Empezamos a caminar sin que nadie hablara. En un momento, Victoria se me acercó y me preguntó en voz baja si realmente creía que llegaríamos hoy al río. Le sonreí y le dije que sí, que estaba segura. Entonces se volvió corriendo hacia Gabriel y le dijo algo al oído. Este lanzó una risotada y luego escupió.

Pasó un rato. El aire se había detenido, el sol abrasaba, el silencio era total, el cansancio se tornaba cruel. Entonces escuché que cuchicheaban a mis espaldas. Era Jerónimo, que le contaba algo a Gabriel y a Victoria. Capté algunos fragmentos.

- ... el Abel se la quiere coger a mi hermana, pero... -

- ... la boba de la Marta, no, ni cuenta se da, ella cree que... -

- ... si hoy no llegamos al río, lo... -

No pude evitar un estremecimiento. Instintivamente, con torpeza, con sobresalto, giré buscando a Abel, a Camila. En ese momento ambos caminaban, cada uno por su lado, sin mirarse. Camila, seria, llevaba de la mano a Marcos. Abel iba solo, del otro lado. El mismo rostro sereno y cálido de siempre. Pero al cruzarse con mi mirada me pareció verlo sonreír de una manera que me inquietó. Preferí entonces volver la vista hacia adelante y no obsesionarme con lo que había escuchado.

Ha anochecido. La oscuridad llegó antes que el río. No lo entiendo. Yo estaba segura de que hoy lo íbamos a encontrar.

No puedo más. Estoy agotada. He dado la orden de detenernos y todos han obedecido sin hacer ningún comentario. Nadie me reclama por el elusivo río. Me siento a descansar, lo necesito más que nunca. Miro a Abel y a Camila. Se han puesto a charlar. Los veo empujarse en broma, entre risas. Luego él le toma la mano. Sonríen y...

¡Qué estúpida que fui! Ahora me doy cuenta de todo. Yo sacrificándome, arriesgándome para liberarlos de esa aldea de mierda y llevarlos a una vida mejor, como si fueran mis hijos... Y ellos... Camila con su imagen de chica mala, Abel con su disfraz de chico bueno. Me volvieron loca todo el viaje, hicieron todo el circo y resulta que me estaban conspirando ¡Qué hijos de puta los dos! 

Ya sé lo que voy a hacer. Ya que tienen tantas ganas de coger, los voy a llamar y les voy a decir que mañana temprano salgan de avanzada a encontrar el río que, les aseguraré, no estará a más de cinco kilómetros. ¡Seguro que van a aceptar! Y ya sé por dónde los voy a mandar. Recuerdo bien lo que he leído e investigado sobre esta zona ¡Qué hermoso final van a tener estos dos mañana cuando lleguen a la ciénaga! Cuando se metan ahí no van a tener cómo salir. Ahora los veo charlar con el resto del grupo, a unos quince o veinte metros de donde estoy yo. Primero Camila los convocó, ahora Abel les está hablando. Y mientras él les habla, Marcos, Paulina, Guadalupe se dan vuelta un par de veces y me miran con los ojos enormemente abiertos. Yo les contesto con mi mejor sonrisa y un gesto que ellos no pueden entender.

Estoy furiosa, pero también deshecha de cansancio. Necesito dormir unas horas. Mañana, bien temprano, los llamo a los dos. Me parece que... (ilegible)... antes de que sea demasiado tarde. Pero no ahora. Ya no tengo fuerzas. Mañana...

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Notas del compilador:

1) El diario se interrumpe al terminar la crónica del sexto día.

2) La libreta en la que fue escrito fue hallada en una riñonera ajustada a la cintura de la autora.

3) El cuerpo de Marta fue encontrado a seis kilómetros del río.

4) No parece haber indicios de muerte violenta, pero tampoco se la puede descartar.

5) No se encontraron rastros de los niños y jóvenes mencionados en el diario.




miércoles, 2 de junio de 2021

Última noticia

Los únicos ruidos en el departamento son el golpeteo sobre las teclas de la laptop y el silbido del microondas descongelando la comida. La mezcla de ambos sonidos -rítmica, regular- equivale al silencio. Natalia está concentrada, como siempre. Las paredes gruesas del edificio la aíslan del escenario caótico y discordante de la calle. Se acerca el mediodía y el comedor es cálido y luminoso. El paper -escrito en inglés- se va redondeando. Podrá presentarlo el mismo lunes.

Inesperadamente, sus oídos detectan un susurro corto y extraño, impertinente con su contracción. Sigue escribiendo y no pierde el hilo de su trabajo, aunque su mente ya haya registrado marginalmente la anomalía, de la cual se ocupará cuando lo considere correspondiente. Termina un párrafo esencial en el mismo momento en que el microondas se apaga. Entonces gira sobre su silla y sus ojos descubren -sin emoción, con mínima curiosidad- que hay un sobre en el piso, al lado mismo de la puerta. Se levanta con la agilidad correspondiente a sus veintitrés años y lo recoge. Al leer el dorso comprueba que allí consta su nombre completo, escrito en caracteres latinos. Experimenta una ligera sorpresa al comprobar que se trata de una carta personal, como las que se enviaban en la época de sus padres, absolutamente impropia del momento del Facebook, el Instagram y el Whatsapp. Sonríe levemente. Fugazmente.

Por otra parte, la intriga (y la inquieta, aunque aún no lo haya advertido) ese inusual "Natalia Isabel Céspedes Rengifo". Si bien así está anotado en su pasaporte uruguayo, ella siempre ha usado únicamente el primer nombre y el primer apellido, y así la han conocido todos quienes han pasado por su vida. Incluso, en los registros del Instituto de Física y Tecnología de Moscú, donde lleva tres años estudiando, está inscripta como "НАТАЛИЯ СЕСПЕДЕС". No se reconoce, nunca se reconoció, en ese "Isabel" -nombre de su madre- ni en el apellido de esta. Vuelve a girar el sobre y allí descubre, en la sección del remitente, el nombre de su hermano mayor. La carta viene de Arequipa, de Perú. Sus manos tiemblan apenas,  sin que ella lo advierta. Todo está inmóvil en el departamento. Hay silencio en la calle. Repentino silencio.

Ahora suspira. Camina hacia la ventana. Desde su quinto piso mira sin ver la desierta avenida Smolnaya, los altísimos árboles del parque Druzby, el cielo que de a poco se ha ido nublando. Maquinalmente golpetea la palma de su mano izquierda con el sobre. Vuelve a suspirar, se da vuelta y lo arroja sobre la mesa. Toma la campera que cuelga sobre el respaldo de la silla y sale del departamento.

...

Natalia está sentada sobre uno de los bancos del parque. Cualquiera la creería dormida al verla inmóvil y con los ojos cerrados. Pasan dos horas, tres horas, cuatro horas. Entonces las sombras de los árboles se funden en el anochecer repentino. Pronto todo es oscuridad. Oscuridad y frío.

...

De regreso, sentada a la mesa del comedor, ha abierto el sobre y ha encontrado un papel doblado. Lo despliega y lee. El texto es breve, no más de cuatro líneas. La caligrafía del hermano es burocrática. Las frases cortas, deliberadamente cortas, apenas suficientes, consignan una noticia y unas pocas explicaciones. No gritan odio, no desgranan reproches, no dicen desprecio. Apenas cumplen un impersonal cometido. Se cierran en apretados y formales renglones. Vuelve a guardar el papel en el sobre y entonces recuerda aquella otra carta, casi idéntica, recibida desde Montevideo tres años atrás. Igual de breve, igual de indiferente.

Natalia es apenas un cuerpo de cuyo ojo izquierdo cae esa lágrima única y lenta. No tiembla, no solloza, no se mueve. Tal vez apenas apriete los párpados durante un ínfimo instante. Solamente respira. Ahora sabe que ya no recibirá otra carta, nunca más. 

...

Es la mañana del Lunes. Hay una taza de té caliente sobre el escritorio. Natalia está  escribiendo. Sus ojos están fijos en la pantalla, sus dedos teclean a toda velocidad. Por fin termina. Entonces toma la taza de té y, mientras bebe, repasa el paper. Lo examina línea por línea y va aprobando el texto con leves, imperceptibles movimientos de su cabeza. Al acabar la revisión sonríe levemente. Fugazmente. Entonces termina el té, cierra la laptop y la guarda en la mochila. Luego toma la campera y las llaves y sale hacia el instituto. Al cerrar la puerta, el departamento queda vacío y silencioso.





sábado, 29 de mayo de 2021

Así funciona este mundo

Día complejo el que tuve. Para empezar, me costó muchísimo despegarme de las sábanas. Ya decía yo que mala idea había sido esa de untarme la piel con pegamento industrial antes de ir a dormir. Luego, mientras desayunaba, la radio anunció lúgubremente que había una lluvia de malas noticias. Así fue. Al salir de casa me consternó ver cómo desde las nubes caían miles y miles de trozos de papel de diario que iban cubriendo las calles, veredas y techos de la barriada, y en los que se consignaban las numerosas catástrofes ocurridas en la jornada precedente. Estas iban desde la aparición de una nueva cepa de virus totalmente inmune a cualquier vacuna hasta un nuevo estallido del volcán Pinatubo, que había lanzado lava por los cielos (de hecho, se reportaba que varios aviones que sobrevolaban la zona habían resultado calcinados). Procuré calmarme. 

- Todos estos problemas hay que tomárselos con soda - me aconsejó la chica de la verdulería que, uniendo la acción a la palabra, procedió a beberse íntegro el contenido de un sifón. 

Se veía muy sexy con ese chorro espumante en la boca y una ristra de ajos a guisa de echarpe. A ella, alegre y despreocupada, sí que no se le volaban los pájaros con facilidad. Todo lo contrario de lo que le ocurría al hombretón del taller mecánico, que aún lamentaba cómo en la última semana se habían fugado de las primorosas jaulas de su patio nada menos que doce canarios, tres curucuchas y un cardenal. 

- Es que no tengo tiempo para vigilarlos. Estoy todo el día con los autos. Ayer empecé a trabajar a las cero horas de la mañana y terminé a las once y cincuenta y nueve de la noche - se quejó, agotado.

- ¿Y su hijo? - le pregunté - Creo que ya tiene edad para ayudarlo.

- Olvídese. Ese imbécil vive en la Luna - 

Recordé entonces que hacía ya unos meses que Nicolás y su novia Selena se habían mudado a una pequeña casa ubicada en la zona del Mare Insularum, a corta distancia del cráter Hortensius. Me despedí del buen hombre aconsejándole que no trabajara tanto. Me respondió con un bufido fastidiado.

En casa del panadero las cosas no iban mucho mejor. Lo saludé con amabilidad pero me contestó, malhumorado, que el horno no estaba para bollos. Para demostrármelo, abrió la tapa y me invitó a comprobarlo por mí mismo. Y efectivamente, pude verificar como en aquel momento se estaban horneando medialunas y facturas de todo tipo, pero no bollos. Ni uno pequeñito siquiera. Lo lamenté, ya que los bollos de Joaquín eran muy famosos. Sin ir más lejos, uno de ellos había sido tapa de la revista "Hola" pocos números atrás. Concretamente, tres. 

- Perdoname que te trate tan mal - se disculpó - Es que estoy muy irritable. Ya no soporto las quejas y exigencias de mi mujer. Realmente me tiene los huevos al plato. ¿Querés que te muestre? - 

Salí de la panadería a toda prisa. Yo sabía que días atrás se los había mostrado a mi primo Boris, y este -aún en estado de conmoción- me había confesado que contemplar aquella imagen le había revuelto las tripas. Y aunque en la cirugía pudieron reacomodárselas con éxito, yo no estaba dispuesto a pasar por lo mismo.

Felizmente, en la lechería el ánimo era distinto. La señora Herminia era una persona generalmente alegre, pero hoy se la veía aún más contenta que de ordinario. 

- Es que pude solucionar un grave problema - me explicó. - Anteayer tuve una discusión con un proveedor y perdí los estribos. Estaba muy tranquila lustrándolos, cuando entró el muy sinvergüenza a reclamarme una diferencia inexistente. Me enfurecí tanto que lo eché del negocio, salí corriendo detrás de él y, enceguecida como estaba, se los revoleé. Cuando recuperé la vista, no podía encontrarlos por ninguna parte ¡Usted viera, Rafael! ¡Unos estribos de plata hermosos, herencia de tío Eleuterio! Pero afortunadamente aparecieron... -

Nuevamente en la calle, encontré a Camilo y Alejandro charlando despreocupadamente. Yo, por desgracia, venía con apuro. De modo que me limité a intercambiar unas pocas palabras con ellos. Ofrecí a Camilo los sustantivos "berrinche" y "estalactita" y él me retribuyó con "mustélido" y "foniatra". De Alejandro recibí "portantillo" y "enfiteusis". A cambio le obsequié "covezuela" y "tacañería". Todos quedamos satisfechos con la transacción.

Por fin en casa, me alegró tanto que aquel día arduo hubiera terminado de tan buenas maneras que ni siquiera me preocupé cuando leí el mensaje de texto de mi hermana en el que me informaba que Francisco, su marido, se había roto la cabeza tratando infructuosamente de resolver un sudoku. Al contrario. Con suficiencia, le contesté: "No te hagas problema. Juntá los pedazos, voy para allá y te ayudo a rearmarla". No pude evitar felicitarme. El pegamento industrial terminaría sirviendo para algo, al final del día.