miércoles, 2 de junio de 2021

Última noticia

Los únicos ruidos en el departamento son el golpeteo sobre las teclas de la laptop y el silbido del microondas descongelando la comida. La mezcla de ambos sonidos -rítmica, regular- equivale al silencio. Natalia está concentrada, como siempre. Las paredes gruesas del edificio la aíslan del escenario caótico y discordante de la calle. Se acerca el mediodía y el comedor es cálido y luminoso. El paper -escrito en inglés- se va redondeando. Podrá presentarlo el mismo lunes.

Inesperadamente, sus oídos detectan un susurro corto y extraño, impertinente con su contracción. Sigue escribiendo y no pierde el hilo de su trabajo, aunque su mente ya haya registrado marginalmente la anomalía, de la cual se ocupará cuando lo considere correspondiente. Termina un párrafo esencial en el mismo momento en que el microondas se apaga. Entonces gira sobre su silla y sus ojos descubren -sin emoción, con mínima curiosidad- que hay un sobre en el piso, al lado mismo de la puerta. Se levanta con la agilidad correspondiente a sus veintitrés años y lo recoge. Al leer el dorso comprueba que allí consta su nombre completo, escrito en caracteres latinos. Experimenta una ligera sorpresa al comprobar que se trata de una carta personal, como las que se enviaban en la época de sus padres, absolutamente impropia del momento del Facebook, el Instagram y el Whatsapp. Sonríe levemente. Fugazmente.

Por otra parte, la intriga (y la inquieta, aunque aún no lo haya advertido) ese inusual "Natalia Isabel Céspedes Rengifo". Si bien así está anotado en su pasaporte uruguayo, ella siempre ha usado únicamente el primer nombre y el primer apellido, y así la han conocido todos quienes han pasado por su vida. Incluso, en los registros del Instituto de Física y Tecnología de Moscú, donde lleva tres años estudiando, está inscripta como "НАТАЛИЯ СЕСПЕДЕС". No se reconoce, nunca se reconoció, en ese "Isabel" -nombre de su madre- ni en el apellido de esta. Vuelve a girar el sobre y allí descubre, en la sección del remitente, el nombre de su hermano mayor. La carta viene de Arequipa, de Perú. Sus manos tiemblan apenas,  sin que ella lo advierta. Todo está inmóvil en el departamento. Hay silencio en la calle. Repentino silencio.

Ahora suspira. Camina hacia la ventana. Desde su quinto piso mira sin ver la desierta avenida Smolnaya, los altísimos árboles del parque Druzby, el cielo que de a poco se ha ido nublando. Maquinalmente golpetea la palma de su mano izquierda con el sobre. Vuelve a suspirar, se da vuelta y lo arroja sobre la mesa. Toma la campera que cuelga sobre el respaldo de la silla y sale del departamento.

...

Natalia está sentada sobre uno de los bancos del parque. Cualquiera la creería dormida al verla inmóvil y con los ojos cerrados. Pasan dos horas, tres horas, cuatro horas. Entonces las sombras de los árboles se funden en el anochecer repentino. Pronto todo es oscuridad. Oscuridad y frío.

...

De regreso, sentada a la mesa del comedor, ha abierto el sobre y ha encontrado un papel doblado. Lo despliega y lee. El texto es breve, no más de cuatro líneas. La caligrafía del hermano es burocrática. Las frases cortas, deliberadamente cortas, apenas suficientes, consignan una noticia y unas pocas explicaciones. No gritan odio, no desgranan reproches, no dicen desprecio. Apenas cumplen un impersonal cometido. Se cierran en apretados y formales renglones. Vuelve a guardar el papel en el sobre y entonces recuerda aquella otra carta, casi idéntica, recibida desde Montevideo tres años atrás. Igual de breve, igual de indiferente.

Natalia es apenas un cuerpo de cuyo ojo izquierdo cae esa lágrima única y lenta. No tiembla, no solloza, no se mueve. Tal vez apenas apriete los párpados durante un ínfimo instante. Solamente respira. Ahora sabe que ya no recibirá otra carta, nunca más. 

...

Es la mañana del Lunes. Hay una taza de té caliente sobre el escritorio. Natalia está  escribiendo. Sus ojos están fijos en la pantalla, sus dedos teclean a toda velocidad. Por fin termina. Entonces toma la taza de té y, mientras bebe, repasa el paper. Lo examina línea por línea y va aprobando el texto con leves, imperceptibles movimientos de su cabeza. Al acabar la revisión sonríe levemente. Fugazmente. Entonces termina el té, cierra la laptop y la guarda en la mochila. Luego toma la campera y las llaves y sale hacia el instituto. Al cerrar la puerta, el departamento queda vacío y silencioso.





sábado, 29 de mayo de 2021

Así funciona este mundo

Día complejo el que tuve. Para empezar, me costó muchísimo despegarme de las sábanas. Ya decía yo que mala idea había sido esa de untarme la piel con pegamento industrial antes de ir a dormir. Luego, mientras desayunaba, la radio anunció lúgubremente que había una lluvia de malas noticias. Así fue. Al salir de casa me consternó ver cómo desde las nubes caían miles y miles de trozos de papel de diario que iban cubriendo las calles, veredas y techos de la barriada, y en los que se consignaban las numerosas catástrofes ocurridas en la jornada precedente. Estas iban desde la aparición de una nueva cepa de virus totalmente inmune a cualquier vacuna hasta un nuevo estallido del volcán Pinatubo, que había lanzado lava por los cielos (de hecho, se reportaba que varios aviones que sobrevolaban la zona habían resultado calcinados). Procuré calmarme. 

- Todos estos problemas hay que tomárselos con soda - me aconsejó la chica de la verdulería que, uniendo la acción a la palabra, procedió a beberse íntegro el contenido de un sifón. 

Se veía muy sexy con ese chorro espumante en la boca y una ristra de ajos a guisa de echarpe. A ella, alegre y despreocupada, sí que no se le volaban los pájaros con facilidad. Todo lo contrario de lo que le ocurría al hombretón del taller mecánico, que aún lamentaba cómo en la última semana se habían fugado de las primorosas jaulas de su patio nada menos que doce canarios, tres curucuchas y un cardenal. 

- Es que no tengo tiempo para vigilarlos. Estoy todo el día con los autos. Ayer empecé a trabajar a las cero horas de la mañana y terminé a las once y cincuenta y nueve de la noche - se quejó, agotado.

- ¿Y su hijo? - le pregunté - Creo que ya tiene edad para ayudarlo.

- Olvídese. Ese imbécil vive en la Luna - 

Recordé entonces que hacía ya unos meses que Nicolás y su novia Selena se habían mudado a una pequeña casa ubicada en la zona del Mare Insularum, a corta distancia del cráter Hortensius. Me despedí del buen hombre aconsejándole que no trabajara tanto. Me respondió con un bufido fastidiado.

En casa del panadero las cosas no iban mucho mejor. Lo saludé con amabilidad pero me contestó, malhumorado, que el horno no estaba para bollos. Para demostrármelo, abrió la tapa y me invitó a comprobarlo por mí mismo. Y efectivamente, pude verificar como en aquel momento se estaban horneando medialunas y facturas de todo tipo, pero no bollos. Ni uno pequeñito siquiera. Lo lamenté, ya que los bollos de Joaquín eran muy famosos. Sin ir más lejos, uno de ellos había sido tapa de la revista "Hola" pocos números atrás. Concretamente, tres. 

- Perdoname que te trate tan mal - se disculpó - Es que estoy muy irritable. Ya no soporto las quejas y exigencias de mi mujer. Realmente me tiene los huevos al plato. ¿Querés que te muestre? - 

Salí de la panadería a toda prisa. Yo sabía que días atrás se los había mostrado a mi primo Boris, y este -aún en estado de conmoción- me había confesado que contemplar aquella imagen le había revuelto las tripas. Y aunque en la cirugía pudieron reacomodárselas con éxito, yo no estaba dispuesto a pasar por lo mismo.

Felizmente, en la lechería el ánimo era distinto. La señora Herminia era una persona generalmente alegre, pero hoy se la veía aún más contenta que de ordinario. 

- Es que pude solucionar un grave problema - me explicó. - Anteayer tuve una discusión con un proveedor y perdí los estribos. Estaba muy tranquila lustrándolos, cuando entró el muy sinvergüenza a reclamarme una diferencia inexistente. Me enfurecí tanto que lo eché del negocio, salí corriendo detrás de él y, enceguecida como estaba, se los revoleé. Cuando recuperé la vista, no podía encontrarlos por ninguna parte ¡Usted viera, Rafael! ¡Unos estribos de plata hermosos, herencia de tío Eleuterio! Pero afortunadamente aparecieron... -

Nuevamente en la calle, encontré a Camilo y Alejandro charlando despreocupadamente. Yo, por desgracia, venía con apuro. De modo que me limité a intercambiar unas pocas palabras con ellos. Ofrecí a Camilo los sustantivos "berrinche" y "estalactita" y él me retribuyó con "mustélido" y "foniatra". De Alejandro recibí "portantillo" y "enfiteusis". A cambio le obsequié "covezuela" y "tacañería". Todos quedamos satisfechos con la transacción.

Por fin en casa, me alegró tanto que aquel día arduo hubiera terminado de tan buenas maneras que ni siquiera me preocupé cuando leí el mensaje de texto de mi hermana en el que me informaba que Francisco, su marido, se había roto la cabeza tratando infructuosamente de resolver un sudoku. Al contrario. Con suficiencia, le contesté: "No te hagas problema. Juntá los pedazos, voy para allá y te ayudo a rearmarla". No pude evitar felicitarme. El pegamento industrial terminaría sirviendo para algo, al final del día.




miércoles, 28 de abril de 2021

Turning Point

"La candente mañana de febrero en que Beatriz Viterbo murió, noté que las carteleras de fierro de la Plaza Constitución habían renovado no sé qué aviso de cigarrillos rubios; el hecho me dolió, pues comprendí que el incesante y vasto universo ya se apartaba de ella y que ese cambio era el primero de una serie infinita..."

Así empezaba el cuento. Se llamaba "El Aleph" y le había costado días y esfuerzo leerlo. Al acabar, lo juzgó monótono, complicado, absurdo. La idea de un sótano y una bola luminosa que mostrara tantas cosas juntas lo hizo reír con condescendencia. Era una idea demasiado estúpida. El cuento era una cagada. Y sobre todo ese párrafo del comienzo... ¿Qué carajo tendría que ver la muerte de la mina con el cambio de un aviso de cigarrillos? Si se muere alguien que conocés, lo que te jode es la muerte en sí, y las otras cosas pasan porque pasan. ¿O no? No tiene nada que ver. En conclusión, tiempo perdido leyendo esa pelotudez. El autor era un tal Borges. Sabía que era alguien famoso (en casa lo habían nombrado tres o cuatro veces) y que se había muerto hacía bastante.

Dejó el libro y bajó al comedor. La cena ya estaba lista y comió con rutinario placer. Se habló como era habitual: la breve revista diaria del pequeño mundo circundante. El informe tedioso. La vecina insistente. El jefe detallista. La cuñada amargada. Finalizado el repaso se hizo un silencio de pocos segundos. Luego se oyó una voz que aportaba, repentino, el último dato rezagado.

- El que me enteré que murió es Saravia, el señor ese de la camioneta -

La novedad le provocó un brevísimo impacto. Indagó con módica curiosidad sobre circunstancias y detalles (un infarto, esa misma mañana). Consultó la edad y condición médica previa del señor Saravia. Elaboró una rápida conclusión sin pretensión filosófica y siguió comiendo. Así concluyó el día.

La mañana siguiente, camino de la oficina, pasó manejando frente a lo de Saravia. Notó que la camioneta, que habitualmente estaba estacionada allí a esa hora, había desaparecido. Alguno de los hijos ya se la habría apropincuado. Recordó el comienzo de "El Aleph" y se rió con ganas, pensando que la ausencia de la camioneta equivalía al aviso de cigarrillos rubios de la Plaza Constitución. "Lo único que falta" - se dijo – "es que crea que a partir de la muerte del tipo y la ausencia de la camioneta se me ocurra que el mundo empieza a cambiar. Qué pelotudez". Siguió viaje pensando ahora en la reunión de revisión de las nueve y media...

Al entrar al centro por la avenida Vístula le llamó la atención un tumulto de vehículos atascados. Eso lo retrasaría. Pensó en bajar la ventanilla y preguntarle al pibito que tocaba el violín en la esquina de Nosferatu y que siempre estaba al tanto de todo, pero no lo encontró. En su lugar había un flaco que hacía malabares y que tenía cara de boludo. Se sintió desasosegado. Consultó el celular y entonces supo que la municipalidad había cambiado el sentido de varias calles y no lo había informado. Tomó nota mental de que a partir del día siguiente debería entrar a la playa por Felipe Cuevas en vez de por Ollejos, como hasta entonces. El atasco lo hizo llegar tarde a la oficina y a la reunión de revisión de las nueve y media. Entró a la sala, jadeante y nervioso, a las diez menos cinco. Para entonces, Mayón, Peretti y Stagnaro se habían llevado el crédito por la presentación del informe.

A la hora del almuerzo notó que la piba que vendía las viandas no había venido. Le explicaron que la habían contratado como cheff en un restaurante en la zona de Santa Tecla. Esto se lo contó Alcaraz, que por otra parte se había afeitado la barba de años y ahora parecía otra persona. El día siguió. El kiosco bar de la planta baja había emprendido refacciones; la gente del quinto piso había sido trasladada al segundo; el dispensador de agua había sido movido hacia el ventanal que daba al parque; los juegos del parque habían sido quitados y en su lugar se empezaba a construir un playón para patinaje... Se asustó. Aquella locura de cambios se había salido de control.


Llegó a casa a eso de las siete. Subió en silencio al dormitorio, se descalzó los zapatos y se recostó. Cerró los ojos e intentó dormitar. Tres segundos después dio un respingo. Giró hacia la mesa de luz. Desde la tapa del libro, la imagen de Borges parecía mirarlo con desdén. Dejó caer nuevamente la cabeza sobre la almohada y suspiró con fuerza. Entonces entró la esposa, ansiosa por contarle la inesperada y excitante decisión que había tomado el sobrino más grande. La interrumpió.

- Esperá un poco. Dame tiempo para ordenarme la cabeza. Es que... creo que la muerte de Saravia cambió todo el Universo -




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Liberación

Lo despertó el timbre. Alguien apretaba el botón de manera corta, perentoria, cada cinco segundos. Se levantó y entró al baño. Se lavó la cara a toda velocidad, se vistió, se peinó. Todo el proceso no le llevó más de noventa segundos. Durante ese lapso sonaron quince timbrazos más. Recordó que era Domingo y estimó que ya serían las nueve de la mañana.

-¡Voy! ¡Voy!-

Corrió desde el baño. Atravesó el pasillo, el comedor y el living eludiendo sillas y saltando por sobre los cuerpos caídos, desnudos y roncantes. El humo ya se había disipado, pero persistía el olor dulzón y pegajoso. Llegó a la puerta y la abrió ansiosamente. Tal como imaginaba, eran los Predicadores. Los saludó con tanta efusión y alegría que ni el muchacho de camisa blanca y corbata negra ni la chica de blusa cerrada y pollera larga atinaron a nada más que apenas sonreír.

-¡Llegaron justo! ¡Pasen, pasen!-

Los empujó hacia dentro. Aún desconcertados, se dejaron meter a la casa. Entonces él dio un salto hacia afuera, cerró de un portazo y echó llave. Y se fue corriendo calle abajo, feliz.