lunes, 2 de enero de 2012

Pasado

- Me entraron ganas de cagar - dijo Manuel imprevistamente.
- ¿Justo ahora? - Paula estiró la mueca de sorpresa y disgusto. Nunca se había acostumbrado a las salidas de Manuel.

- ¿No podrías haber elegido otro momento? - Hugo no podía disimular su fastidio.

- Tiene que ser ahora, este momento uno no lo elige - contestó Manuel con un desenfado que molestó más aún a los otros, al tiempo que dejaba en el suelo del largo y estrecho pasillo la enorme caja embalada donde la tía Amelia había guardado sus colecciones de revistas Life y O Cruzeiro.

- Podrías haber aguantado, ahora nos complicás todo - se quejó Damián. Pero Manuel era sordo a protestas y obedecía a su par intestinal más que al sentido común. Volvió sobre sus pasos por el angosto corredor, obligando a quienes venían por detrás de él a pegarse incómodamente a las paredes para dejarlo pasar, sin dejar de sostener las cajas y bultos de distintos tamaños y pesos que estaban acarreando desde la habitación del fondo hasta la calle donde aguardaba la camioneta de Hugo. La fila quedaba ahora encabezada por Paula, que cargaba una caja conteniendo la vajilla y el menaje. Segundo había quedado Hugo, que llevaba tres bolsas rebosantes de accesorios y repuestos con los que había trabajado el primo Isidro, el inventor fracasado, antes de abandonarlo todo y exiliarse en Kapurthala. Luego estaba Damián, que había venido empujando incómodamente el arcón que la abuela Remigia le había comprado a un anticuario checo durante el gobierno de Agustín P. Justo.

 - ¿Qué carajo guardaba aquí la vieja? - preguntó de mal humor y sin acertar a explicarse cómo era que el arcón estaba tan pesado. Cerraba la fila Marcela, más enojada -si cabe- que los demás, puesto que Manuel, al apurar el paso en su carrera hacia el inodoro, la había atropellado involuntariamente, haciéndole caer al suelo la caja llena de adornos de feria, matrioshkas, pingüinos de terracota, bailarines de yeso y otros potiches y juguetes, que ella venía portando con esfuerzo y mucho cuidado.

- ¡Mirá lo que hacés, idiota! - gritó Marcela, antes de que se acallara el estrépito. Decenas de pelotitas saltarinas de goma, del tipo “Pulpito”, comenzaron a rebotar libremente por el corredor, añadiendo confusión y malhumor entre Marcela y los otros, y aumentando su encono con Manuel, que daba ágiles saltitos para esquivar los pedazos en que se había destrozado la enorme lámpara de pie decorada con motivos rococó que había sido el regalo de la prima Antonia el día de su presentación en sociedad. Manuel no dejaba de reírse del desorden que él mismo provocaba con su torpeza.

-¡Huy, perdoname, qué boludo! - se disculpó.

-¡Huy, perdoname, qué boludo! - remedó Paula deformando la voz, muy irritada. Manuel no alcanzó a oírla porque ya se había abalanzado sobre la puerta del baño gritando entre carcajadas: "¡Me cago, ya me cago!". Los demás se detuvieron, indignados, para tomar aliento.

- ¿Cuándo se volvió así de infra? Antes no era así - reflexionó Hugo, algo más calmado.

- No sé - Paula, que había dejado su carga en el piso, apoyó la espalda contra la pared y se deslizó hasta quedar sentada en el suelo - Desde hace un tiempo empezó a cambiar.
Damián también se había sentado, pero sobre el arcón, y permanecía en silencio mirando el piso y jugueteando distraídamente con un relicario de plata que, tras el involuntario empellón de Manuel, se había caído de la caja de Marcela.

- Dámelo - pidió esta. Damián se lo arrojó, ella lo capturó en el aire, lo abrió, y pasó
suavemente los dedos sobre el vidrio que encerraba el rostro viril y decidido del bisabuelo Enrico, de cuyas hazañas en la Gran Guerra había oído hablar tanto. Resopló con fuerza y finalmente se sentó también en el suelo.

- Mirá cómo se hizo mierda la lámpara esa... - murmuró.

Hugo sonrió por primera vez en el día.

- Por un lado mejor - respondió - Esa lámpara era horrible, convengamos. Estéticamente, es una patada en las bolas. -

- Es el tipo de cosa que yo regalaría a alguien que odio. - apoyó Paula, y el tono con que lo dijo hizo sonreír a todos, aliviando el clima tenso y contrariado que había hasta ese momento. La incómoda mudanza y la complicación que suponían los arrebatos de Manuel los habían mantenido adustos todo el día, pero ahora parecían querer sacudirse ese estado de ánimo.

- Sí, - añadió Marcela, estirando la vocal de puro divertida - una cosa horrible, totalmente cursi, onda el almanaque del almacén de Manolito - y empezó a reírse francamente, acompañada por Hugo y Paula.

- ¿Cuál es, cuál chiste es? - preguntó Damián, sonriente y con deseo de compartir las risas con sus hermanos.

- Ese que Manolito le lleva a Mafalda un almanaque - aportó Paula durante una breve pausa entre las carcajadas. Estas la doblegaron y no pudo continuar.

- El almanaque tiene un cuadro hediondo, mezclando un paisaje de montaña con un cortinado - continuó Hugo - y cuando Mafalda lo ve, se le paran los pelos del asco. - debió interrumpir para seguir riéndose.

- Pero Manolito cree que es hermosísimo - reforzó Marcela, aunque ya no era necesario porque Damián finalmente había recordado la tira y se reía como loco, tirado en el piso.

- ¡... Pero la puta...! - chilló imprevistamente y se dio vuelta, poniéndose boca abajo. Los demás callaron un momento, hasta que al girar Damián quedó al descubierto un pedazo de uno de los pingüinos de terracota que se había clavado en su omóplato. El quejido de dolor de Damián y la imagen del pingüino semidestruido hicieron arreciar la hilaridad general.

- Ya te estás pareciendo a Manuel, por lo nabo - sentenció Hugo, al tiempo que su hermano menor se incorporaba, masajeándose la espalda con la mano izquierda y respondiendo a la burla extendiendo el dedo mayor de la derecha. Los otros fingieron escandalizarse por el gesto grosero del impulsivo benjamín y las bromas fueron aumentando de tono. Pero después de unos minutos, la risa fue mermando poco a poco y quedaron nuevamente en silencio, mirándose unos a otros. Paula seguía sonriente, pero su expresión había tomado el tinte melancólico de quien recuerda las vacaciones de verano de la escuela primaria.

- Qué linda época que fue esa - dijo entonces, con la mirada depositada lánguidamente sobre una pila de cinco portarretratos amarrados con hilo de plástico. Los habían hecho ellos mismos siendo muy chicos y en cada uno había una foto de quien lo había fabricado. Marcela tomó el paquete y lo desanudó, mientras los demás la miraban, pensativos.

- Sí. Fue una época bárbara - El primer portarretrato mostraba la foto de Manuel a los siete años de edad. En la base se leía: "Manu - 1987".

- Qué nene que era bonito - murmuró. - Siempre fue el más lindo de nosotros. - Después tomó el que correspondía a Paula, fechado en 1989, también a los siete años de edad.

- Mirá yo lo cachetona que era... - sonrió Paula. Ella era rubia, como Manuel.

- Después vinimos los negros - dijo Hugo. Marcela ya estaba mirando el portarretrato de aquél, que decía "Hugo - 1990". Era en él donde más se notaba la ascendencia del otro bisabuelo, Badouk el marroquí.

- ¡No... qué fea...! - Marcela mantenía apretado su propio portarretrato contra su pecho y permanecía con los ojos cerrados y agitando la cabeza gacha, negándose.

- ¡Dejá ver, dejá ver! - exigió Hugo y logró arrancárselo. - ¡Dejate de joder, si vos eras linda! ¿No es cierto que era linda? - y Paula y Damián asintieron ante la vista de la foto cuyo epígrafe decía "Marce - 1992".

- ¡Pero no me gusta como estoy en esa foto, salí con cara de boluda! - insistió Marcela,

- O sea que saliste normal – aguijoneó Paula.
Marcela se limitó a mostrar el portarretrato de Damián para desviar la atención de los demás. - Vos siempre fuiste el más lindo, vos y Manuel - dijo dirigiéndose a Damián.

- Por supuesto - Éste, lejos de incomodarse, sonrió con suficiencia. Nadie lo negó. Siempre lo habían creído así. La foto de Damián, de 1994, mostraba a un niño de sonrisa generosa, rizos oscuros y enormes ojos grises.

- Sos el más parecido al bisabuelo Enrico, él era de Calabria, bien morocho - hizo notar Marcela. - Y por lo que dicen también te parecés en el carácter. El tipo, en la guerra fue famoso por lo loco, por lo temerario. La Remigia siempre contaba que un día corrió a un batallón de austrohúngaros él solo.

- Seguro que exageraba - desestimó Hugo - viste como son. Capaz que el tipo simplemente tuvo algún acto más o menos valeroso, pero después al contarlo lo agrandó y lo magnificó. El resto lo fueron añadiendo la esposa, los hijos, al contárselo a sus descendientes.

- Claro - corroboró Paula - Si yo me acuerdo que la Remigia, cada vez que contaba de la batalla de Trieste, siempre le agregaba algo nuevo. Si la vieja vivía dos años más, el Enrico iba a terminar no sólo ganando la guerra él solo, sino que también hacía la revolución rusa. -

- Sí, el viejo era comunista. -

- No, socialista. Conoció a Trotski. -

- ¿No era monárquico? ¿De dónde salió ese retrato de Víctor Manuel? -

- Yo tenía entendido que había estado en la marcha sobre Roma, con los camisas negras de Mussolini. -

- Si seguimos así, el Enrico va a terminar siendo de la Gestapo y de la Weisse Rose al mismo tiempo. -

- Falangista y republicano... -

- Bueno, de hecho yo escuché decir que peleó en el Ebro, pero no te sabría decir para qué bando. -

- Yo tenía entendido que para los nacionalistas... -

- El tío abuelo Iñaki decía que para las Brigadas... -

- Qué sé yo... -

- Además - se rio Damián - yo puedo haber salido loco, pero lo que se dice temerario... En una guerra como esa sabés cómo rajo. Me declaro hemofílico, me finjo puto o loco, cualquier cosa con tal de no ir al frente...

- Cobarde... y encima confeso… -

- Al menos soy honesto... – se cubrió Damián.

- ¡El Enrico debe estar revolviéndose en la tumba, con bisnietos tan cagones! –
Nuevamente quedaron en silencio. Paula estiró el cuello en dirección del baño, esperando ver aparecer a Manuel. Habían asumido que esperarían a su hermano mayor para continuar el acarreo.

- Ya lo de papá lo golpeó bastante - analizó Paula - Pero con lo de mamá directamente cambió. Nunca más fue el mismo. -

- Ninguno de nosotros fue más el mismo. - Hugo permaneció unos instantes callado y luego exhaló suavemente. Todos habían caído en un mutismo reflexivo y miraban al techo, o a un arcón, o a las baldosas, o a un portalámparas.


Manuel apareció de improviso por el corredor frotándose las manos y exhibiendo una sonrisa aparatosa. Damián se incorporó súbitamente, Paula y Hugo abrieron los ojos y luego se levantaron también. Marcela permaneció sentada, en silencio, y depositando una mirada neutra sobre su hermano mayor. La sonrisa de este aparecía prosaica, casi fuera de lugar, en medio del clima nostálgico y sosegado que habían logrado fabricar, como la irrupción de un indiscreto y ruidoso animador de televisión en mitad de un responso para anunciar una novedad banal.

- ¡Vamos, vamos, hay que seguir con la mudanza! – palmoteó varias veces y buscó con la vista la caja con las revistas de la tía Amelia.

- Manuel... – llamó Marcela con voz velada.

- ¡Todavía nos faltan un montón de bultos, hay que apurarse, si seguimos así no nos mudamos más! – se reía entre el silencio de sus hermanos.

- Manuel... – insistió Marcela con el mismo tono

Manuel levantó la pesada caja sin dejar de sonreír – Ahora que fui al baño me siento más relajado. – caminó tres pasos hacia la puerta de calle.

- Manu, yo no me voy. – La voz de Marcela fue firme. Paula abrió y cerró la boca, Hugo musitó algo, Damián miró fijamente la pared.

- ¡... La bolsa con las cosas de Isidro, fundamental, no olvidársela...!

- Andate vos, si querés. Yo me quedo. Ustedes, chicos, hagan como les parezca.

- ¡... Vamos, vamos, no se vayan a olvidar de las mamushkas y el arcón, todo eso lo tenemos que llevar al museo! ¿Se imaginan cuánto nos va a dar Tavares por ese fez del viejo Badouk? No pierdan de vista la bombonera de plata de la tía abuela Candelaria...

- Pelotudo, te estoy diciendo que no me voy, por mí llevate todas esas cosas al museo, vendelas, hacé lo que quieras, pero yo me quedo aquí. – murmuró Marcela.
Damián reinició morosamente el empuje del arcón. Paula y Hugo ya caminaban detrás de Manuel con sus cargas. Al cabo de dos horas y media, ya de noche, la camioneta de Hugo rebosaba de objetos suntuarios, alhajas y recuerdos. Mientras duró el acarreo, Marcela no se levantó ni dijo una palabra, y Manuel no dejó de hablar, sonreír y gesticular.


Damián descolgó cuatro juegos de llaves y se los entregó a Paula, que salía. Tomó un destornillador y desprendió el portallaveros de madera de la pared. Finalmente guardó todo en su mochila y miró hacia Marcela, que lo había observado en silencio mientras él dejaba la casa definitivamente vacía.

- ¿Qué vas a hacer? – dijo, entregando a Marcela el quinto llavero.

- Ya te lo dije: quedarme.

- En serio. ¿Qué vas a hacer?

- Hablo en serio. Me quedo.

Damián se sentó al lado de su hermana. Guardaron silencio mientras escuchaban como desde afuera, desde muy lejos, Manuel gritaba indicaciones a Hugo y Paula, y cómo Hugo y Paula respondían gritando cosas.

- No veo la hora de terminar... La verdad es que casi una semana dedicada a esto, con los nervios, las discusiones...

Marcela ya estaba más allá de eso. Tampoco sabía si la historia de la familia comenzaba a pertenecerle a ella sola, en la casa, o si dejaba de hacerlo, junto con los objetos mudados. Pero además no le importaba. Acaso intuía que esa historia ya no pertenecía a ninguno de ellos. Por eso, cuando Damián se arrodilló ante ella y la abrazó sin una palabra durante dos minutos, no hizo ningún movimiento y permaneció mirando hacia el techo sin decir una palabra, hasta que su hermano dejó de abrazarla y finalmente salió hacia la calle por el zaguán. Y tampoco le importó que Manuel no volviera a saludarla, y que Hugo y Paula sólo lo hicieran desde la puerta, atemorizada y furtivamente. Por fin, la puerta se cerró y sólo quedaron en el corredor Marcela, sentada en el suelo, y un pequeño pendiente tirado a su lado, junto a un zócalo. Lo recogió. "Aminah, la hermanita menor de Badouk, la que murió por el tifus en la peste de Ceuta", pensó. Cerró los ojos y un temblor acuciante sacudió su cuerpo. Cuando el temblor pasó y Marcela miró de nuevo, las lágrimas bajaban por su rostro.


En el interior de la camioneta, Hugo manejaba en silencio. Algo incómodos, apretados, los demás se dejaban llevar hacia una nueva casa. Sin historia, pasado ni fantasmas y acaso, por ello mismo, sin desencuentros y ausencias a los que enfrentarse. Manuel hablaba y contaba nuevos proyectos. La vida iba a ser buena. Paula asentía y apretaba los labios. Damián escuchaba. Abrió su puño y vio un pequeño pendiente. "Aminah. La piba que murió de tifus. Seis años, creo. O siete". Bajó la ventanilla y arrojó el pendiente hacia fuera con fuerza al tiempo que la camioneta aceleraba. Volvió a levantar el vidrio.

- ¿Qué tiraste? - preguntó Paula sin dejar de mirar hacia adelante.

- Nada. - contestó él.








La balanza de la injusticia (contrapunto de sonetos)

Primero los hechos. Se produjeron hace algunos años, cuando nos juntamos a comer Luis (el hermano del Oso), Marce (la hermana de la Vero) y yo (el hermano de Mariana). Cocinamos de todo lo que nos gustaba -calidad- en volúmenes calculados mediante el uso de los mismos parámetros numéricos empleados por la FAO para sus estimaciones anuales sobre índices de obesidad en el mundo -cantidad- consiguiendo preparar (bastante) más de la comida suficiente para satisfacernos -eficacia- y logrando en el proceso el milagro de haber dejado limpios heladera, freezer y alacena mediante el aprovechamiento de hasta el último diente de ajo encontrado, solito su alma, en una taza rebelde escondida al fondo -eficiencia- .

Comimos al más puro estilo nuestro, es decir que lo hicimos con todo esmero. A conciencia. Con tesón. ¡Con alma de gordos! Porque se pueden cumplir al dedillo mil dietas lunares y disociadas, trotarse con sudadera las veinticuatro mil cuadras que componen la ciudad, viajar en bicicleta a Oruro y volver a Córdoba cortando camino por Recife, y pulverizar el récord mundial Guinness de abdominales invertidos, todos estos nobles lances que nos permitirían coronar con éxito el propósito de tallarnos un cuerpo digno del mejor atleta del mundo. Pero el alma..., el alma de gordo, esa sí no se talla con nada, no adelgaza, no se muere, no muta ni reencarna. Está allí, gritando sin palabras nuestra esencia, aquello que somos (los gordos de alma) que es ni más ni menos alguien que sonríe con beatitud de sólo pensar en un lomito completo, que se inspira poéticamente evocando la imagen de una pizza calabresa y que vibra en todas sus células al pasar frente a una obra en construcción, donde los muchachos se empecinan en sobrecargar de trabajo a nuestras glándulas salivales mediante el desconsiderado recurso de tirar sobre la vereda unas brasas, una parrilla y varios cachos de falda cuyo diabólico efluvio se nos mete por la nariz y se nos graba en el área de los recuerdos felices para quedarse allí, en torturante latencia, durante las cinco cuadras siguientes de nuestro camino.

Y así fue que, habiendo terminado de comer de tal guisa, fue que nos miramos entre nosotros. Y alguno tuvo que murmurarlo:

- Somos unos gordos.-

De alma, claro. De cuerpo, también y más. Apuremos el mal trago de recordar todo el proceso que consistió en levantarnos de la mesa, buscar la balanza y el centímetro, pesarnos (lo que arrojó resultados preocupantes) y de tomarnos medidas de pecho, cintura y cadera (lo que arrojó resultados terroríficos).

- ¡No podés tener TANTO de cadera! -

- ¡Chuy! ¡Miren quién habla! ¿Querés que te recuerde cuanto diste vos de cintura? -

- ¡Cállense! ¿No se dan cuenta de mi drama? ¿De que nunca había visto que una balanza me diera el peso que me acaba de dar? Esto es mi debacle... ¿Estás seguro de que ese aparato funciona bien? -

- ¡Esto no puede ser! Tenemos que hacer algo... -


Y lo hicimos. Discutimos largo rato sobre cómo solucionar el estropicio que habíamos hecho de nuestros físicos y logramos acordar un plan de racionalización alimentaria y ejercitación física. Labramos  entonces un acta donde dejamos constancia de los trágicos parámetros corporales registrados en la fecha. Y sobre esa acta firmamos con sangre el juramento de cumplir el plan con disciplina nórdica durante el mes siguiente para, una vez cumplido dicho lapso, volver a juntarnos a verificar nuestros progresos. Los mismos deberían evaluarse de acuerdo a la evolución que mostraran aquellos indicadores que habían disparado la bengala de la vergüenza: Peso, pecho, cintura, cadera.

Y pasó el mes. Nos juntamos en lo de Luis. Tanto él como yo rezumábamos optimismo, ya que -tras sortear las lógicas dificultades del comienzo- habíamos terminado por seguir con minucia sendos regímenes alimenticios provistos por las mejores nutricionistas de la ciudad. Y ambos -esclavos del gimnasio desde una hora después de rubricada el acta de compromiso- habíamos rivalizado en romper registros en cuanta disciplina física acometimos: Carrera, resistencia, bicicleta, abdominales... Marcela, en cambio, acudió a la cita mostrando un rostro avergonzado y una voz quebrada por el remordimiento.

- ¡Ay...! Voy a andar mal... No me puse las pilas con el ejercicio ni me cuidé mucho con las comidas. Apenas sí rebajé un poco mi consumo de Coca-Cola de dos litros diarios a uno, además de reemplazar los cuatro alfajores de la merienda por medio paquete de galletitas "Oreo". - 

Y nos pesamos. Resultó que Luis había perdido cuatrocientos gramos. Yo, me había deshecho de otros trescientos cincuenta. Marcela, en cambio, había rebajado en tres quilos y medio. Y, lo peor de todo, ¡a la muy guacha se le notaba!

Hay cosas en la vida que son difíciles de explicar y, si además de inexplicables resultan dolorosas, aquella condición las torna decididamente inaceptables. La tal angustia tuvo que ser exorcizada del modo más noble y trágico: Convirtiéndola en doliente poesía. Aquí pues, con ustedes, los sonetos que intercambiamos Luis y yo como medio de mitigar tamaña desilusión.


Soneto de Luis

Después de analizar los resultados,
finalizado que hubo la reunión,
es mi deber decir, de corazón,
que realmente estoy muy decepcionado.

Entré a la competencia relajado,
actitud que devino en perdición,
comencé con una mala nutrición
y al fracaso acabé, entonces, condenado.

En consecuencia estoy muy deprimido.
Mi desconsuelo no conoce cota
ante la magnitud de lo ocurrido.

No es solamente mi triste derrota
sino tomar consciencia de que ha sido,
quien me ha ganado, esta negra chota.


Soneto de Rodrigo

Ciertamente, yo comparto el sentimiento
de sorpresa, tan ingrato como atroz.
Fue saber los resultados y sin voz
ni palabras quedar en tal momento

Mas no puedo conformarme en el lamento
porque golpe tan artero y tan feroz
nos exige una respuesta muy veloz
por lo cuál no hay que perder ya ni un momento

Redoblemos pues fatigas y cuidados
y a nuestro físico guardemos con esmero
y todo esfuerzo será recompensado

En esta lucha no hay cuartel y espero
que a la larga nuestro honor será lavado
de esta afrenta de la hermana de la Vero