sábado, 29 de mayo de 2021

Así funciona este mundo

Día complejo el que tuve. Para empezar, me costó muchísimo despegarme de las sábanas. Ya decía yo que mala idea había sido esa de untarme la piel con pegamento industrial antes de ir a dormir. Luego, mientras desayunaba, la radio anunció lúgubremente que había una lluvia de malas noticias. Así fue. Al salir de casa me consternó ver cómo desde las nubes caían miles y miles de trozos de papel de diario que iban cubriendo las calles, veredas y techos de la barriada, y en los que se consignaban las numerosas catástrofes ocurridas en la jornada precedente. Estas iban desde la aparición de una nueva cepa de virus totalmente inmune a cualquier vacuna hasta un nuevo estallido del volcán Pinatubo, que había lanzado lava por los cielos (de hecho, se reportaba que varios aviones que sobrevolaban la zona habían resultado calcinados). Procuré calmarme. 

- Todos estos problemas hay que tomárselos con soda - me aconsejó la chica de la verdulería que, uniendo la acción a la palabra, procedió a beberse íntegro el contenido de un sifón. 

Se veía muy sexy con ese chorro espumante en la boca y una ristra de ajos a guisa de echarpe. A ella, alegre y despreocupada, sí que no se le volaban los pájaros con facilidad. Todo lo contrario de lo que le ocurría al hombretón del taller mecánico, que aún lamentaba cómo en la última semana se habían fugado de las primorosas jaulas de su patio nada menos que doce canarios, tres curucuchas y un cardenal. 

- Es que no tengo tiempo para vigilarlos. Estoy todo el día con los autos. Ayer empecé a trabajar a las cero horas de la mañana y terminé a las once y cincuenta y nueve de la noche - se quejó, agotado.

- ¿Y su hijo? - le pregunté - Creo que ya tiene edad para ayudarlo.

- Olvídese. Ese imbécil vive en la Luna - 

Recordé entonces que hacía ya unos meses que Nicolás y su novia Selena se habían mudado a una pequeña casa ubicada en la zona del Mare Insularum, a corta distancia del cráter Hortensius. Me despedí del buen hombre aconsejándole que no trabajara tanto. Me respondió con un bufido fastidiado.

En casa del panadero las cosas no iban mucho mejor. Lo saludé con amabilidad pero me contestó, malhumorado, que el horno no estaba para bollos. Para demostrármelo, abrió la tapa y me invitó a comprobarlo por mí mismo. Y efectivamente, pude verificar como en aquel momento se estaban horneando medialunas y facturas de todo tipo, pero no bollos. Ni uno pequeñito siquiera. Lo lamenté, ya que los bollos de Joaquín eran muy famosos. Sin ir más lejos, uno de ellos había sido tapa de la revista "Hola" pocos números atrás. Concretamente, tres. 

- Perdoname que te trate tan mal - se disculpó - Es que estoy muy irritable. Ya no soporto las quejas y exigencias de mi mujer. Realmente me tiene los huevos al plato. ¿Querés que te muestre? - 

Salí de la panadería a toda prisa. Yo sabía que días atrás se los había mostrado a mi primo Boris, y este -aún en estado de conmoción- me había confesado que contemplar aquella imagen le había revuelto las tripas. Y aunque en la cirugía pudieron reacomodárselas con éxito, yo no estaba dispuesto a pasar por lo mismo.

Felizmente, en la lechería el ánimo era distinto. La señora Herminia era una persona generalmente alegre, pero hoy se la veía aún más contenta que de ordinario. 

- Es que pude solucionar un grave problema - me explicó. - Anteayer tuve una discusión con un proveedor y perdí los estribos. Estaba muy tranquila lustrándolos, cuando entró el muy sinvergüenza a reclamarme una diferencia inexistente. Me enfurecí tanto que lo eché del negocio, salí corriendo detrás de él y, enceguecida como estaba, se los revoleé. Cuando recuperé la vista, no podía encontrarlos por ninguna parte ¡Usted viera, Rafael! ¡Unos estribos de plata hermosos, herencia de tío Eleuterio! Pero afortunadamente aparecieron... -

Nuevamente en la calle, encontré a Camilo y Alejandro charlando despreocupadamente. Yo, por desgracia, venía con apuro. De modo que me limité a intercambiar unas pocas palabras con ellos. Ofrecí a Camilo los sustantivos "berrinche" y "estalactita" y él me retribuyó con "mustélido" y "foniatra". De Alejandro recibí "portantillo" y "enfiteusis". A cambio le obsequié "covezuela" y "tacañería". Todos quedamos satisfechos con la transacción.

Por fin en casa, me alegró tanto que aquel día arduo hubiera terminado de tan buenas maneras que ni siquiera me preocupé cuando leí el mensaje de texto de mi hermana en el que me informaba que Francisco, su marido, se había roto la cabeza tratando infructuosamente de resolver un sudoku. Al contrario. Con suficiencia, le contesté: "No te hagas problema. Juntá los pedazos, voy para allá y te ayudo a rearmarla". No pude evitar felicitarme. El pegamento industrial terminaría sirviendo para algo, al final del día.