lunes, 11 de julio de 2022

El rostro revelado

Me he convertido en muerte, en destructor de mundos”
Bhagavad Gita


Estaba furioso.

Decidido a escupir a la cara a esos estúpidos y obsecuentes colegas que lo veneraban como maestro, prócer, referente; que aplaudían con extático fervor cada página y cada párrafo de sus novelas y que lo colmaban de alabanzas y vítores en cada ámbito y ocasión en que se veía obligado a alternar con ellos, que infortunadamente no eran pocas al año.

Decidido también a cerrarles la maldita boca a esos presuntuosos e ignorantes críticos que siempre creían ver en sus textos los más venturosos homenajes a Kanté, a Koscielny, a Verratti, a cuanto genio atormentado pudieran citar, además -por supuesto- de exaltar su brillo propio y extraordinario de manera tan paladina como ditirámbica en todos los medios existentes.

Decidido más que nunca a patear el culo a esos imbéciles lectores que, año tras año, asaltaban en masa las librerías cada vez que un nuevo libro suyo se presentaba para la venta y obligaban a la señora Soto, su editora, a lanzar hasta diez nuevas reimpresiones que invariablemente se agotaban como pan caliente.

Decidido, sin la menor vacilación, a destruir a esos funcionarios cretinos que, en lugar de dictar medidas para la mejora de la ciudad o para la prosperidad del país, perdían el tiempo disponiendo que sus frases consideradas como las más felices e inspiradoras brillaran en los frisos y las galerías de todos los edificios públicos.

Decidido, con adamantino rigor, a despreciar infinitamente a todas aquellas decadentes sociedades, fundaciones y círculos que se desvivían en homenajearlo y atiborrarlo de medallas, insignias y galardones a cual más grotesco y rebuscado, y de aburrirlo y exasperarlo con empalagosos y apologéticos discursos.

Estaba furioso, y no quería que esa furia se calmase.

Acometió entonces el trabajo sin demora, procurando no perder ni un ápice de ira, de malicia, de perversidad.

Confió a su resplandeciente inteligencia, a su inquebrantable disciplina y a su portentosa inspiración la escritura de una nueva novela que fuera perturbadora, que fuera disruptiva, que fuera un golpe como de piedra en la mandíbula de aquellos colegas, aquellos críticos, aquellos lectores, aquella editora, aquellos funcionarios, aquellas sociedades, fundaciones y círculos.

Una novela que llevara a todos su estentóreo alarido de venganza, su macabra noticia de iniquidad.

Se esforzó en dotar a cada una de sus frases de crueldad malévola. Procuró que cada palabra fuese una aguja, un cuchillo, un carbón encendido martirizando la piel.

Torturó despiadadamente a sus desventurados personajes, desde el más heroico al más insignificante. Les inventó destinos infamemente dolorosos. Los sometió a horrores descriptos con sobrecogedora maestría.

Narró desgracias terribles e injusticias indignantes con prístino deleite. Describió sufrimientos y enfermedades con la meticulosidad más morbosa.

Castigó sin distingos tanto al más noble como al más ruin. Explotó volcanes, hundió navíos, demolió ciudades, todo con la misma brutal omnipotencia. Desató vendavales horrísonos, lanzó fieras atroces, desbocó marejadas formidables, diseminó plagas terroríficas, asesinó a padres, madres e hijos en espeluznante y ciego genocidio.

Se permitió cada acto de absolutismo que le vino a la mente, y lo asentó en el papel con la más proterva minucia. Fue Dios y fue Lucifer en cada movimiento de su pluma.

Su novela fue una oda magnífica y perfecta a la peste y a la destrucción y a la desgracia y a la muerte desde la letra inicial hasta la postrimera. El triunfo final del infierno más abyecto y espantoso fue su epílogo.

Con febril dedicación, sin detenerse a descansar, ni a comer, ni a beber, y después de extenuantes y frenéticas semanas, le dio término.

Aquel esfuerzo colosal, sin embargo, terminó por encender un fuego fatal en su interior, que se ensañaría con su entraña y con su piel. Un día después de entregar el manuscrito a la editora, desmayó en fiebre y convulsiones.

Aunque los médicos llamados a atenderlo se prodigaron con la mayor solicitud, nada pudieron hacer.

Murió un día antes de la publicación de su obra suprema.

La contemplación de su rostro en la última expiración llenó de espanto a la inmensa y descontrolada muchedumbre que acudió a su funeral.

Nadie, ni los colegas, ni los críticos, ni los lectores, ni los funcionarios, ni la editora, ni los representantes de las sociedades, fundaciones y círculos, se atrevió a describir lo que esa faz irradiaba.

Nadie soportó su contemplación más que unos pocos segundos.

Entonces, apartaban la vista turbada por un horror confuso, desconocido hasta entonces, que no sabían explicar, y que no hubieran podido entender. Y temblaban en lágrimas de un pánico inédito que, en ignorancia, atribuían al mero dolor que a todos arrasaba en aquel momento.

Cuando finalmente su Última Novela fue publicada, un fantasmagórico halo de escándalo, locura y desesperación estalló en la ciudad y el país.

Aquella desbocada e infernal parusía horripiló a todos.

La incredulidad, la indignación, la humillación póstumamente infligida, resultaron inacabables.

Y entonces, por primera vez, por última vez, los colegas lo maldijeron; los críticos lo condenaron; los lectores abjuraron de él; los funcionarios ordenaron borrar todo rastro de su obra y su existencia de los bronces y los mármoles; la editora mandó a quemar todo cuanto de él había publicado; las sociedades, fundaciones y círculos revocaron todas sus distinciones y abolieron de sus registros todos los discursos apoteósicos.

Entonces, en su tumba, su sangre bulló por un instante en marejada redentora.

Y luego tuvo paz.










domingo, 19 de junio de 2022

Una breve carrera

Llevaban una hora en el bar, sentadas a una mesa en la vereda, e iban por la tercera cerveza. El sol iba cayendo y no daban ganas de irse de allí.

—Tu amiga la Jimena... —El tono filoso y mordaz de Sonia, la frase deliberadamente inconclusa invitando al requerimiento de detalles, le anticipaban a Tamara que la amiga común se habría mandado otra de las suyas.

—¿Qué hizo ahora? —preguntó Tam, ya con la risa instalada y sabiendo que la Jime siempre daba material para el recuerdo, historias para repetirlas mil veces y que siempre sonarían como si se las contara por primera vez, sobre todo si era Sonia la que las pintaba.

—Te cuento. Fue el fin de semana este que pasó. En realidad, la cosa arranca durante la semana. Resulta que unos días antes, no sé qué le dio por hacerse la deportista, se anotó en la maratón esa que organiza todos los años Telesport, el canal ese de cable.

—Que no es una maratón, en realidad —precisó Tamara— Son dos categorías. La de los que son federados, que largan primero y hacen diez kilómetros, y la de los libres, que los largan después y son seis kilómetros nomás. Eso lo sé por mi primo, que le tocó varias veces cubrir el evento.

—Sí, bueno —concedió Sonia—. Igual es mucho, seis kilómetros. El tema es que a la mamerta esta, que como vos sabés tiene menos deporte que un cactus, se le dio por anotarse —Breve pausa, silencio venenoso, meneo de cabeza...

Tamara sonrió. Adoraba la pasamanería narrativa de Suni y se preguntaba en silencio por qué esa loca divina había optado por estudiar arquitectura en lugar de teatro.  O estandap.

—Me cuenta, chocha: "Me anoté en la maratón de Telesport y bla-bla-bla". Bárbaro. Ojalá te vaya bien, le dije. El tema es que el sábado, o sea la noche misma anterior a la carrera, tenían una fiesta en barrio Estación Flores, recontra lejos, no sé si ubicás. ¿Viste esas jodas que alguien te invita porque es amigo del amigo de un amigo del que la organiza? Bueno, allá fueron con la Andre, el Mateo, la Gringa, el Tomi, el Ramiro, qué se yo... eran como nueve en el Spazio de Mica. La cuestión es que caen, eran como mil personas en la casa, un quilombo, la música, qué se yo... Y estos que chuparon como bestias, empezando por la Jime, que me contó Mica que no mezquinó nada: cerveza, sangría, fernet... Y morfó como si fuera el último día de su vida, parece que se mandó tres choripanes tamaño vaca. Te imaginás.

Suni hizo una nueva pausa y miró a Tamara con gesto de institutriz.

—Te imaginás —retomó, muy seria y comenzando a levantar la temperatura de la indignación—. Termina la joda tipo siete de la mañana. Así como estaba, con todo lo que había chupado, morfado y bailado, con la remera, la campera puesta, con el vaquero, las bucaneras…

Al escuchar esta descripción, Tam pegó una carcajada que reprimió rápidamente. Su imaginación apuraba el desenlace pero prefería que fuera Sonia la que terminara la historia.

—Así como estaba, medio dormida, medio con resaca, se ve que ahí se acuerda de golpe de la carrera y empieza a hinchar para que la lleven en el Spazio hasta la plaza esa de donde arranca. Que a todo esto los otros no sabían si creerle o no, pero ella insistía que tenía que correr la carrera, insistía, insistía, “llévenme, llévenme”. Bueno, la cuestión que la llevan, llegan tipo ocho y media, lleno de gente, la carrera largaba a las nueve. Y ella va con la Gringa que la acompaña hasta la mesa de control, y ahí le dan el número ese para ponerse en la remera... La Gringa vuelve al auto y les dice a los otros que era cierto, que estaba anotada y que iba a correr nomás.

—¿Pero no le dijeron nada? ¿Que cómo iba a correr una carrera en ese estado? —se escandalizó Tam.

—¿Qué le iban a decir, si estaban todos peor que ella? Al contrario, se iban cagando de risa…

Por la calle pasaron unos cinco o seis motoqueros haciendo un ruido tremendo. Sonia hizo una pausa hasta que las motos se alejaron.

—Bueno, arranca la carrera de los federados y ahí nomás se ponen en línea de largada los otros, la Jime en medio de todos. Y largan, che. Y no sabés, me contaba Mica, que Jime salió a los pedos, como si fuera una carrera de velocidad. Vos sabés que en una carrera larga no tenés que ir corriendo, si no que tenés que ir trotando, cuidando el aire. Bueno, no, la enferma esta salió como si fuera la final olímpica de los cien metros, como si en la meta la estuviera esperando Brad Pitt en pelotas. Dice Mica que era —Tamara se agarraba la cabeza entre cortos alaridos— una cosa verla a aquella, con esas zancadas, corriendo con las bucaneras, el vaquero, la campera de jean abierta que le flameaba por detrás... Porque para colmo, no es que corría con estilo atlético, no… Corría toda descoordinada, agitando los brazos, a los gritos, como si se le fuera el ómnibus. La gente la miraba, no entendían un carajo. ¿Cuánto habrá corrido, una cuadra, dos cuadras? La cuestión es que en un momento la ven, porque a todo esto los chicos se habían parado en la vereda de la avenida para verla, la ven que se detiene, toda pálida, con los ojos así desorbitados, medio que se tambalea y...

Sonia cortó y, viendo al mozo que pasaba cerca, alzó la mano para pedirle que trajera otra cerveza. Tamara aprovechó para reírse unos segundos.

—Se tambalea —continuó Suni— y... ¿no va y se va de jeta al suelo?

—¡No...! —jadeó Tam, como si tal desenlace hubiese sido inverosímil.

—Tremendo. Encima, los cuatro o cinco que le venían detrás, se la llevan puesta, se tropiezan, se arma una montonera y la Jime ahí que queda aplastada debajo de todos los otros... ¡Un quilombo! Los que venían corriendo de más atrás, que estaban todos mezclados, minas, tipos, empiezan a pegar saltos para esquivarlos, otros que se abrían por el costado, había gritos, había quedado la montaña de tipos arriba de aquella otra... Y mientras tanto la Mica, la Gringa, el Mateo, todos que no podían parar de reírse, pero se reían de los nervios, porque la Jimena había quedado ahí debajo. Total, que en medio de todo el quilombo viene corriendo gente, los organizadores, los tipos de la ambulancia... al final los que estaban encima aplastándola se levantan y vuelven a la carrera, a las reputeadas, y a la Jime se la llevan arrastrando hasta la vereda, desmayada, toda con los pelos revueltos... Medio que logran ponerla de pie, pero no reaccionaba, estaba con la boca abierta, los ojos idos... la tenían uno de cada brazo, las piernas que le colgaban, parecía una marioneta. Por ahí le pegan una cachetada y reacciona... abre los ojos, estaba perdidísima y ahí mismo, me dice la Mica: “No sabés la vomitada que se mandó…”

Tamara se reía tanto, con la cara encerrada entre las palmas, que desde las otras mesas la miraban. Sonia, halagada con la eficacia de su historia, luchaba por mantener su impostada seriedad. Levantó la vista y, a espaldas de Tam, vio al mozo parado allí, también riéndose. Había llegado hacía dos minutos con la cerveza y no había querido interrumpir el final de la historia.

—¡Y no sabés! —le gritó Suni al mozo, ya que Tamara a esa altura no podía escucharla— ¡Los del canal grabaron todo y lo van a pasar ahora en el resumen! ¡Andá a poner Telesport! —y el tipo entró corriendo al bar, mientras Tam temblaba y Sonia bajaba la cerveza de un trago.

Días más tarde, Tamara lo pudo averiguar: aquel mismo domingo, cuando todo se hubo calmado, Jimena había anunciado oficialmente su retiro del atletismo. 




Caminos separados

Primer día

Esta mañana, muy temprano (aún de noche) nos concentramos frente al galpón, tal como habíamos acordado. Nadie se retrasó. Yo había temido que a muchos les costara levantarse tan temprano. No solo no sucedió así, sino que además ya todos tenían su equipaje listo. Había decidido que partiéramos a esa hora para evitar las miradas de burla, o reproche, o maledicencia de los de la aldea. Salimos en silencio, sin necesidad de una orden. Creo que nadie miró hacia atrás. Abel, el mayor, se ubicó a mi lado. Me gustó que hiciera eso. Sé que confía en mí, y si él confía en mí los demás también.

En poco más de una hora divisamos el cañadón. Algunos, evidentemente, estaban emocionados al llegar al punto que jamás en su vida habían sobrepasado. Qué digo: Yo misma, con mis treinta años, jamás había ido más allá tampoco. Con Abel estábamos listos para ayudar, pero tanto las chicas como los chicos nos sorprendieron descendiendo ágilmente hasta el fondo, cruzando el lecho pedregoso y luego trepando como ardillas, tomándose de las salientes, hasta alcanzar el borde opuesto, el prohibido. Al llegar yo por mi parte al borde (me costó un poco más que a ellos) los reagrupé para continuar. No sé por qué me dio por acariciar la cabeza de Victoria. Ella se sorprendió primero, pero luego sonrió.

Hasta el cañadón habíamos caminado en silencio, unos aún soñolientos, otro tal vez asustados. A partir de allí, en cambio, caminamos a pura charla y risa. Cada tanto yo pegaba algún grito, especialmente a ese azote de Jerónimo, para que no se alejaran demasiado.

Yo calculo que, caminando a buen paso unos tres o cuatro días, llegaremos a ese río famoso del que nos han hablado.

De noche nos quedamos hasta tarde alrededor del fuego contando chistes. Creo que por los nervios de la partida y la alegría de la marcha me va a costar dormir esta noche, pese al cansancio de la caminata.

Segundo día

Bastante antes del mediodía ya hacía mucho calor. Hicimos un par de paradas. Ya debíamos de estar a unos quince o veinte kilómetros al norte del cañadón, según yo calculaba. La huella sigue entre el pajonal, aunque a veces se nos pierde. Por momentos se diluye en el pasto alto. En estos casos, con Abel y Camila tenemos que buscarla entre los yuyos. Cuando la encontramos, hay alivio. Un par de veces nos ha llevado más de un largo minuto detectarla y entonces nos llegan las preguntas ansiosas de los demás chicos. Pero no he tenido que pedir calma ni gritarles. Camila se ha ocupado de eso. Ya es claro que le disputa el lugar a Abel, pero este no creo que se dé cuenta. Él es buenacho, tranquilo, calladito. Camila, al contrario, siempre fue mandona, agresiva, malhablada. Y no se siente menos por ser un año menor. Abel obedece siempre lo que yo digo, solo a veces cuestiona pero cuando lo hace es con tino y de buena manera. Camila, en cambio, se hace repetir las cosas como si lo que una le dijera fuera una estupidez. Luego desaprueba con su cabeza, su sonrisa y sus silencios. Me dan ganas de cachetearla.

Por la tarde hubo que hacer una pausa bastante larga. Varios de los chicos y yo misma teníamos ampollas en los pies. El aire estaba húmedo y sofocante. La pausa fue silenciosa. Cuando dí la orden de reanudar la marcha, nadie se apuró demasiado a levantarse.

Por la noche hice el balance. Creo que hemos caminado menos de lo que yo esperaba. Bastante menos.

Tercer día

Marquitos se ha esguinzado un tobillo, pero por suerte fue algo leve. Fue bien temprano, recién salíamos. Se vé que habrá pisado mal. Le he hecho masajes y le he ajustado una tira de esa tela que traemos, a modo de venda. Me quedé arrodillada al lado de él consolándolo, esperando a que se sintiera bien para reanudar. Como se hacía rogar, finalmente, con Abel lo tuvimos que ayudar a pararse, y ahí recién se largó a caminar. Así seguimos por un rato. Más tarde se nubló y eso fue un alivio para nosotros, luego de dos días de sol muy fuerte. A Victoria y a Gabriel, que son muy blancos, se les ha ardido la piel en el cuello y la zona de las clavículas. Así que se quejan de lo lindo.

A eso del mediodía, encontramos un árbol bajo, coposo. Buen momento para almorzar a la sombra. Abel se puso a organizar la cocina sin que yo le tuviera que decir nada. Qué agradecida que estoy por eso. Ya estaba cansadísima. Cuando Camila empezó a servir, Marquitos dijo que no tenía hambre. Entonces ella lo agarró del mechón del flequillo, casi que se le pegó a la cara y le dijo: "¿Vas a comer o no?". Marquitos se asustó tanto que hizo que sí con la cabeza, aguantando las lágrimas. No me gustó que Camila hiciera eso. A Abel tampoco, y me miró como esperando a que yo interviniera. Pero preferí no decir nada para no echar más leña al fuego. Supongo que también tendrá que ver el cansancio.

Por la tarde, por momentos amagó con lluvia. Nos habría venido bien que refrescara un poco. Ya de noche hice de nuevo repaso. Camila se ha puesto bastante jodida. Tendría que hablar con ella, pero ¿en qué momento? Tal vez bien temprano, mientras los chicos aún duermen. Pero tendrá que ser en un momento en que ella esté menos agresiva. La otra que se me ocurre es pedirle a Abel que hable con ella. A lo mejor a él lo escucha más. A mí no creo que me haga caso. Son difíciles las chicas de catorce.

En cuanto al resto de los chicos... Abel, bueno, él está un poco más serio que lo habitual, pero lo entiendo. Es muy responsable y se siente un poco como yo, a cargo de esto. Gabriel y Victoria están callados, se pasan el día juntos, él tomándose en serio el papel de protector de su hermana. Jerónimo, como siempre, matoncito y provocador, hiriente y despectivo. Hartante. Marquitos, el más chico (siete años), anda mejor de su tobillo pero muy decaído de ánimo. Así se la ve también a Paulina. El resto (Leonardo, Guadalupe y Ana) están dentro de todo bien, aunque ya no bromean tanto. Es entendible, venimos muy cansados después de tres días de mucha caminata al rayo del sol.

Cuarto día

Estamos saliendo cada vez más tarde a la mañana. Me cuesta hacerlos levantar a todos. El camino se ha puesto peor. Seco, pedregoso, casi siempre en subida. La huella ya casi no se distingue. Por suerte lo tengo a Abel, que en seguida encuentra por dónde seguir. Me ha empezado a preocupar el tema del agua. He calculado varias veces hasta cuándo nos va a durar la que llevamos y que hemos empezado a racionar. Yo creo que tres o cuatro días.

Por la tarde comenzó a soplar un viento espantoso. Caliente, feroz, ululante, cargado de tierra. Se nos han llenado la cara, el pecho y el pelo de un polvo y mugriento, que se nos pega a la piel por el sudor. Por suerte, a los pocos minutos empezó a llover. Un aguacero descomunal. ¡Qué alivio! Seguimos caminando, a pesar de la lluvia, dejando a nuestro paso una estela barrosa y chapoteante. A los chicos les encanta caminar en estas condiciones. Viene muy bien que mejore el humor de todos.

Se hizo de noche. Al final no hablé con Camila.

Quinto día

Dormimos muy bien. La lluvia refrescó todo. Me sentía algo más aliviada, aunque aún no del todo tranquila. A esta altura, yo esperaba ya haber llegado al río. Pero bueno, confiaba en que en algún momento lo íbamos a encontrar. A partir de ahí, sería más fácil. El maestro nos decía: "Siempre siguiendo un río o arroyo cauce abajo van a encontrar civilización. El ser humano va a donde hay agua". Justamente, el agua que nos queda es para un día y medio, no más. Igual creo que deberíamos estar bien con eso.

La lluvia, como dije, fue un alivio. Pero también dejó el suelo hecho un barrial. Yo pensaba que un suelo tan seco lo iba a absorber todo. Pero fue al contrario. Al caminar se nos hundían los pies. Las sandalias y zapatillas se nos llenaban de barro y se pusieron pesadísimas. Agotador. Para empeorar, aparecieron unos bichos chiquitos, como jejenes, que nos empezaron a volver locos. ¡Eran un enjambre! Se pasaron el día zumbando y picando, insoportables. Y para completar, al mediodía salió el sol, que a esa hora era una cosa que nos empezó a abrasar.

Y entonces sucedió. Camila y Abel se agarraron. No sé qué fue lo que pasó. Ellos venían atrás, cuando de pronto sentí un par de murmullos, luego estalló un grito. Al darme vuelta la vi a ella que se le iba encima a él con las manos crispadas, queriendo arañarlo. Me asustó su expresión. Era la de una leona enfurecida. Se retorcía como una víbora, queriendo sacarle los ojos. Más me aterró verle la cara a él. Nunca, nunca, nunca en mi vida lo había visto a Abel así, con ese gesto. ¡Tenía la mirada de un asesino, de un pervertido! ¡Abel, precisamente! Le vi el pecho inflado, los brazos tensos. Lo enorme de sus puños. Si se le ocurría pegarle con esa manaza la podía matar, la podía triturar. Y para peor, veo aparecer a Jerónimo que venía lanzado como un búfalo a apoyar a su hermana. ¡Mocoso inconsciente! Me abalancé para evitar el desastre, y entonces la patada voladora de Jero me reventó la cadera derecha. Caí al barro sintiendo un dolor terrible, insoportable, en la cintura y en la pelvis. Intenté levantarme, pero me faltaba el aire. Creo que grité, veía las siluetas de los brazos, las piernas, los cuerpos que se pateaban. Escuché insultos, rugidos, ayes, el llanto angustioso, aterrado, suplicante de Victoria, de Marquitos, de Paulina. No sé, no sé cómo fue que logré levantarme y comencé a patear enceguecida, a gritar, a empujar, a separarlos. A los aullidos, a los insultos, a los rodillazos. No sé, no sé cómo hice. ¿Habrán sido unos tres minutos? ¿Cuatro? Cuando todo terminó, yo tosía, Victoria vomitaba, Marquitos lloraba, Guadalupe se había hecho un ovillo en el suelo, Paulina estaba pálida, con la mirada congelada... parecía un cadáver de pie. Camila, increíblemente, aparecía dominada, pero en actitud de recelo, mirando a su alrededor con los puños en guardia. Abel respiraba hondo, revolcado en la tierra, diez metros más allá, y la miraba con rostro perturbado, ansioso.

Es de noche. Estuve intentando dormir pero no pude. El dolor en la cadera es tremendo y se me cierra el pecho al respirar. Así que me levanté y me vine hasta acá, alejada, para estar sola. Estoy llorando desde hace un rato, diez, quince minutos. No sé, no puedo parar. No sé qué voy a hacer mañana. ¡Dios mío, me pregunto en qué momento... (ilegible) ...dentro de poco.

Sexto día

Antes de salir, los junté a todos. Quería reprenderlos y recomponer mi autoridad. Les dije con firmeza que una cosa como la de la tarde anterior no podía volver a pasar. Que hoy llegaríamos al río y que allí ya podríamos descansar. Que esperaba de ellos que actuaran con sensatez. No sé si me escucharon o me creyeron. Noté algunas miradas indiferentes. Otras, escépticas. Una que otra mueca burlona. En Abel creí ver un velado reproche, pero no sabía yo sobre qué. En cuanto a Camila, ni siquiera fingió prestar atención mientras yo hablaba. Con las manos a la espalda, miraba a la nada con calma helada, indiferente. Es obvio que no me escuchaba. Pero cuando pregunté a todos si mi mensaje se había entendido, giró hacia mí y asintió con una sonrisa encantadora. El resto solo devolvió murmullos.

Empezamos a caminar sin que nadie hablara. En un momento, Victoria se me acercó y me preguntó en voz baja si realmente creía que llegaríamos hoy al río. Le sonreí y le dije que sí, que estaba segura. Entonces se volvió corriendo hacia Gabriel y le dijo algo al oído. Este lanzó una risotada y luego escupió.

Pasó un rato. El aire se había detenido, el sol abrasaba, el silencio era total, el cansancio se tornaba cruel. Entonces escuché que cuchicheaban a mis espaldas. Era Jerónimo, que le contaba algo a Gabriel y a Victoria. Capté algunos fragmentos.

- ... el Abel se la quiere coger a mi hermana, pero... -

- ... la boba de la Marta, no, ni cuenta se da, ella cree que... -

- ... si hoy no llegamos al río, lo... -

No pude evitar un estremecimiento. Instintivamente, con torpeza, con sobresalto, giré buscando a Abel, a Camila. En ese momento ambos caminaban, cada uno por su lado, sin mirarse. Camila, seria, llevaba de la mano a Marcos. Abel iba solo, del otro lado. El mismo rostro sereno y cálido de siempre. Pero al cruzarse con mi mirada me pareció verlo sonreír de una manera que me inquietó. Preferí entonces volver la vista hacia adelante y no obsesionarme con lo que había escuchado.

Ha anochecido. La oscuridad llegó antes que el río. No lo entiendo. Yo estaba segura de que hoy lo íbamos a encontrar.

No puedo más. Estoy agotada. He dado la orden de detenernos y todos han obedecido sin hacer ningún comentario. Nadie me reclama por el elusivo río. Me siento a descansar, lo necesito más que nunca. Miro a Abel y a Camila. Se han puesto a charlar. Los veo empujarse en broma, entre risas. Luego él le toma la mano. Sonríen y...

¡Qué estúpida que fui! Ahora me doy cuenta de todo. Yo sacrificándome, arriesgándome para liberarlos de esa aldea de mierda y llevarlos a una vida mejor, como si fueran mis hijos... Y ellos... Camila con su imagen de chica mala, Abel con su disfraz de chico bueno. Me volvieron loca todo el viaje, hicieron todo el circo y resulta que me estaban conspirando ¡Qué hijos de puta los dos! 

Ya sé lo que voy a hacer. Ya que tienen tantas ganas de coger, los voy a llamar y les voy a decir que mañana temprano salgan de avanzada a encontrar el río que, les aseguraré, no estará a más de cinco kilómetros. ¡Seguro que van a aceptar! Y ya sé por dónde los voy a mandar. Recuerdo bien lo que he leído e investigado sobre esta zona ¡Qué hermoso final van a tener estos dos mañana cuando lleguen a la ciénaga! Cuando se metan ahí no van a tener cómo salir. Ahora los veo charlar con el resto del grupo, a unos quince o veinte metros de donde estoy yo. Primero Camila los convocó, ahora Abel les está hablando. Y mientras él les habla, Marcos, Paulina, Guadalupe se dan vuelta un par de veces y me miran con los ojos enormemente abiertos. Yo les contesto con mi mejor sonrisa y un gesto que ellos no pueden entender.

Estoy furiosa, pero también deshecha de cansancio. Necesito dormir unas horas. Mañana, bien temprano, los llamo a los dos. Me parece que... (ilegible)... antes de que sea demasiado tarde. Pero no ahora. Ya no tengo fuerzas. Mañana...

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Notas del compilador:

1) El diario se interrumpe al terminar la crónica del sexto día.

2) La libreta en la que fue escrito fue hallada en una riñonera ajustada a la cintura de la autora.

3) El cuerpo de Marta fue encontrado a seis kilómetros del río.

4) No parece haber indicios de muerte violenta, pero tampoco se la puede descartar.

5) No se encontraron rastros de los niños y jóvenes mencionados en el diario.