miércoles, 25 de abril de 2012

Claveles de Abril


Es la medianoche del 25 de abril de 1974 y Portugal comienza su despertar. En las radios suena un himno clandestino. Es Grândola, Vila Morena, una de las tantas canciones prohibidas por la dictadura más longeva de Europa.

    Grândola, vila morena
    Terra da fraternidade
    O povo é quem mais ordena
    Dentro de ti, ó cidade

El  Estado Novo lleva cincuenta años en el poder. Ya hace tiempo que ha muerto Antonio de Oliveira Salazar, el dictador eterno. Pero bajo el mandato de su sucesor, Marcelo Caetano, nada ha cambiado. Los interminables años del régimen han ido dejando un largo reguero de empobrecimiento y tristeza. Uno de cada siete portugueses ha sido arrojado al exilio. Y los esbirros de la terrible Policía Internacional e de Defesa do Estado se pasean a sus anchas por todo el país, desde Bragança a Tariva y desde Guarda a Coimbra persiguiendo y torturando, mientras en la lejana África las colonias de Angola, Mozambique y Cabo Verde, que sufren aún el expolio y la humillación de parte del carcomido imperio portugués, suspiran contemplando la reciente independencia de sus hermanos continentales.
 
    Em cada esquina um amigo
    Em cada rosto igualdade
    Grândola, vila morena
    Terra da fraternidade
 
Avanza la madrugada, y la señal convenida ha marcado el incio de la revolución. Los jóvenes capitanes del rebelde Movimento das Forças Armadas comienzan la marcha sobre Lisboa. Y a medida que van pasando las horas, Grândola, Vila Morena va sonando cada vez con más fuerza. El capitán Salgueiro Maia ha elegido esta canción como símbolo de un movimiento que quiere acabar con cinco décadas de tiranía. Suena también en la radio E depois do adeus, de Paulo Carvalho, la balada que ha obtenido el último puesto en el Festival de la Canción Europea de ese año, pero que tenía reservado un sitial épico en la Historia. Resuenan apenas como un murmullo al principio, y al poco tiempo todo Portugal está cantando, toda Lisboa se está poniendo de pie para recibir a los conjurados que marchan en busca del reducto del dictador.

    À sombra duma azinheira
    Que já não sabia a idade
    Jurei ter por companheira
    Grândola a tua vontade

A pesar del ruego expreso de los capitanes, preocupados por la seguridad del pueblo, las multitudes salen en torrente a las calles de la capital. Miles de claveles rojos son puestos en la boca de los fusiles, dando la bienvenida a los libertadores. Los portugueses están diciendo que no quieren matar, aunque estén dispuestos a morir. Y Zeca Afonso, el padre de la Grândola, sin sospechar siquiera que su canción se está convirtiendo en himno y leyenda, es uno más de aquella marea ardiente de heroísmo y borracha de libertad. Soldados y pueblo marchan codo a codo estrechando el cerco del Terreiro do Paço, último bastión del despotismo. Y entonces, Salgueiro Maia en persona presenta el ultimátum a Caetano. Durante el parlamento resuenan los únicos disparos de la jornada. Provienen de miembros de la PIDE acantonados junto con su jefe, y provocan la muerte de cuatro manifestantes, cuya sangre será la única que habrá de ser derramada durante la revolución. El Estado Novo, que termina su existencia sin gloria ni grandeza, acaba de cometer su último crimen.



Han pasado treinta y ocho años desde aquel 25 de Abril. El sueño quedó en el camino, cuando Portugal acabó ofreciendo mansamente su cuello a la guillotina del neoliberalismo. El enemigo ya no es un déspota envejecido. Ahora es un monstruo sin rostro ni nombre que arrasa con todo dejando a su paso sólo esperanzas rotas y países en ruinas. Y Portugal, como toda Europa, sufre en un silencio que duele pero que también preanuncia un clamor que no podrá ser acallado. Porque mientras en cualquier rincón de Porto, de Evora o de Castelo Branco haya alguien que entone Grândola, vila morena, los claveles de la revolución seguirán sin marchitarse.


sábado, 14 de abril de 2012

El díptico revelador de Bart

Cualquiera que, como el que firma, sea pasible de ser catalogado como un simpsonista ultramontano coincidirá plenamente con que uno de los rasgos más entrañables de esta serie ya largamente clásica, es el amplio y muy eficaz empleo de lo que se conoce como “referencias culturales”. Es decir, aquellas alusiones o guiños que remiten inequívocamente a eventos y personajes históricos, películas, canciones, obras de teatro, novelas, leyendas o lo que fuere… A veces utilizadas de manera más implícita y discreta, y en otras de modo más grueso e intencionado, pueden provocar tanto la sonrisa cómplice como la carcajada sorprendida. Especialmente en los episodios de aquellas viejas primeras temporadas, hoy tan extrañadas por muchos. Sin mayor esfuerzo, comparecen en la memoria de cualquier fanático capítulos con referencias que van desde Howard Hughes hasta el Che Guevara, desde Lucy in the Sky with Diamonds hasta el Karate Kid, desde Rupert Murdoch hasta Pink Floyd. 

De lo arriba escrito se podría llegar a pensar que la serie habría sido pensada y diseñada para agradar a un público dotado de un bagaje intelectual amplio. Nada de eso. En Los Simpsons, las referencias culturales le añaden un placer extra al espectador, son un ingrediente más del universo ideado por el genial Matt Gröening, pero de ninguna manera el único. Allí está la clave de su encanto: La posibilidad que la serie nos brinda para ser disfrutada desde planos diferentes e independientes entre sí. De ahí la convivencia del humor llano y más efectista que se alimenta de los vandalismos de Bart, las animaladas de Homero, los eructos de Barney, los accidentes que se abaten despiadadamente sobre la humanidad del pobre Juan Topo; con los subterfugios que se desencadenan a partir de la neurosis, la ignorancia, el cinismo, la deshonestidad sincera de los personajes… (“¿Recuerdas que te devolví el dinero que me prestaste? Bueno, ahora quiero que me hagas un favor a ”). Para no hablar del descarnado empleo de los más variados perfiles psicológicos  -aunque afortunadamente liberados de cualquier encorsetamiento en estereotipos clásicos, sino más bien que redefinidos esmeradamente en mil rasgos personalísimos- en muchos de los cuáles nos podemos reconocer, no sin cierta vergüenza al admitirlo, con sus cosas buenas y malas. Porque, siendo sinceros, ¿quién de nosotros no tiene –aunque sea a veces– un poco de la mediocridad utilitarista de Moe y –en otras– un poco del idealismo generoso de Lisa; ayer la tacañería de Monty Burns y mañana la dadivosidad de Ned Flanders; alguna vez el servilismo eficiente de Smithers y otra la rebeldía inoperante de Jimbo? El que esté libre de tanta esquizofrenia, que arroje la primera piedra (por cierto que no seré yo, contradicción ambulante, quien lo haga).

Pero bueno, mi idea no era la de terminar escribiendo un ensayo o un análisis sobre Los Simpsons. Eso ya se ha hecho muchas veces antes, y mejor. De lo que tengo ganas es de hablar, tomando como excusa precisamente una de estas mentadas referencias culturales, sobre dos de los grandes artistas que conoció el siglo XX. Sus nombres: Helmut Newton y Diane Arbus.

¿Quiénes son? Voy a dejar que sea el mismo Bart quien los presente. Para ello, retrocederemos a aquella entrañable primera temporada y volveremos a disfrutar del capítulo La correría de Homero. (Mierda, si hasta parece que fue ayer). La cosa comienza con la adquisición por parte de Bart de una cámara fotográfica en miniatura. (¿Hará falta aclarar que estamos en 1990 y que todavía la fotografía no es digital ni enviable por correo electrónico ni copiable en pendrive ni compartible en Facebook?). Continúa con Homero asistiendo a una despedida de soltero. Y se descuaderna cuando Bart  –con elusividad de espía– consigue capturar una escena donde su papá, devenido en el alma de la jarana, baila frenéticamente con un bombón de Springfield llamado Princesa Cachemira. El resto es, aún por conocido y recordado, tan previsible ahora como entonces, y como entonces tan delicioso de atestiguar: La imagen de la bella y la bestia se convierte en un fenómeno popular desde que ve la luz en el laboratorio de la Junta de Futuros Fotógrafos de América, se descontrola en la fotocopiadora de la Escuela Primaria de Springfield, se expande por el pueblo a velocidad de vértigo, consagra a Homero como fugaz playboy local y se estrella contra la furia de Marge, derivando en una crisis matrimonial que, ya entonces, termina resolviéndose de modo tan absurdo como los acontecimientos que la generan. Pero volvamos a donde quería llevarlos. Es a aquel momento en el que Bart, de manera feliz e involuntaria, logra el hallazgo de crear en una sola imagen un merecido homenaje a dos fotógrafos tan geniales como diferentes.

"Mi papá y la Princesa Cachemira" (Bart Simpson, 1990)

 
“Los tonos grises recuerdan la obra de Helmut Newton” opina entusiasmado uno de los chicos del club de jóvenes chasiretes, observando a “la sensual chica” que se contonea ante el entusiasmado Homero. Helmut Newton fue justamente eso: El fotógrafo de las chicas sensuales y los tonos grises. Nació como Helmut Neustädter en 1920 en Berlín. De origen judío, al comenzar las persecuciones contra estos por parte de la maquinaria nazi, se marchó a Singapur, pasando luego a Australia, donde comenzó su carrera como fotógrafo de modas. A partir de los 50, entre Londres primero y París después, cuando trabajó para revistas como Vogue o Elle, se consagró como el mago de la fotografía erótica. El glamour y la seducción conformaban el background de su trabajo. Ante su lente desfilaron muchos de los íconos sexuales del siglo pasado, como Paloma Picasso, Naomi Campbell, Claudia Schiffer y Natassja Kinski. Ojos y labios marcados, claroscuros, mujeres desnudas en ámbitos generalmente lujosos y elementos fetichistas fueron algunos de los componentes que se combinaban magistralmente en sus obras. Personal e irrepetible, la serie Big Nudes (1980) marcó el pináculo de su estilo y su técnica. Murió en Los Angeles en 2004, dejando un inmenso legado perpetuado en su influencia sobre discípulos tales como Mark Arbeit, Just Loomis y George Holz. Y, por supuesto, Bart Simpson.

"Cyberwomen 7" (Helmut Newton, 2000)



“Creo que evoca los personajes de Diane Arbus”, comenta el mismo pibe colega de Bart al dirigir su mirada hacia el segundo centro de gravedad de la foto, allí donde la camisa blanca de Homero se muestra incapaz de contener esa panzota eternamente abultada y casi con vida propia que se mueve de arriba abajo mientras su propietario desanda un frenesí y una energía juveniles y solteros que pocas veces en su vida y en el resto de la serie volverá a alcanzar. Digno ejemplar de haber posado para Diane Arbus, por cierto. También fotógrafa como Newton, nacida casi al mismo tiempo que este (1923) en Nueva York, con el nombre de Diane Nemerov. Hija de una familia acomodada, su infancia en cuna de oro contrastó con el interés que, a partir de su adolescencia, la empujó a adentrarse en los barrios de Nueva York, cuyos personajes la fascinaban. Mendigos, artistas callejeros, prostitutas y borrachos, especialmente.  Casada muy joven con el aspirante a actor Allan Arbus, inició junto con él su carrera como fotógrafa. Curiosamente, también dedicándose a la moda y publicando en Vogue. Pero a partir del ’58, ya divorciada y tras tomar clases con la fotógrafa austríaca Lissette Model, encontraría el rumbo definitivo: Comenzó a poner delante de su cámara a aquellos seres con quienes había compartido sus vagabundeos adolescentes, como tratando de reflejar a través de ellos sus propios monstruos interiores. Así retrató a travestis, linyeras, siameses, fenómenos de circo, locos, nudistas... La muestra New Sensations, de 1967, causó para muchos un profundo rechazo. Pero también sirvió para que muchos otros la consagraran como una fotógrafa de culto. Su vida agitada y promiscua fue apagándose hasta caer en una depresión que –finalmente- culminó en suicidio en 1971. Seguramente, la Springfield de Matt Gröenning y sus arbusianos habitantes habría sido el escenario ideal para que Diane descubriera muchas más de esas nuevas sensaciones.

"Dominatrix embracing her client" (Diane Arbus, 1970)

Pues bien, estas miradas tan (aparentemente) distintas del mundo y de los seres que lo transitan, fueron unidas por Bart en un díptico revelador: La Princesa Cachemira y Homero Simpson; sensual ella, bizarro él; la seducción y el grotesco; Helmut Newton y Diane Arbus. Caras opuestas que, de pronto, confrontan su asimetría convirtiéndola en una única máscara. Y al fin de cuentas, ¿no es eso lo que todos nosotros somos? Seguro que es lo que somos: Una imagen viviente donde convergen lo bueno y lo malo, lo bello y lo deforme, lo verdadero y lo mentiroso. Gracias por recordárnoslo, Bart.