Hacía largo rato
que caminaba. El cielo -oscurecido y otoñal- le iba a caer encima en cualquier
momento, pero este no parecía ser el problema. Iba con la vista baja, las manos
-dos puños duros y congelados- guardadas dentro de los bolsillos de la campera,
el paso firme pero el rumbo extrañamente errático. Si alguien se hubiera
ocupado de seguirlo, sin dudas se habría extrañado de verlo doblar a la derecha
en una calle y a la izquierda en la otra y luego dos veces seguidas a la
derecha y luego dos veces seguidas a la izquierda, de cortar camino por una
plaza, de lanzarse a través de una diagonal o de andar largo rato la calle costanera
para luego torcer repentinamente en algún puente, sin que se pudiera anticipar
jamás el próximo viraje, el siguiente cambio de dirección. Incluso, al cabo de
un tiempo indeterminado, si ese alguien hubiera persistido en tal tarea de
persecución (aún habiendo abandonado ya por vano el esfuerzo de imaginar un
patrón capaz de justificar un camino tan caprichoso y de predecir la próxima
modificación del itinerario), podría haberlo visto desembocar en algún momento
en una esquina por la que ya había pasado (largo rato) antes, aunque viniendo
desde cualquier otra calle. Y si ese mismo alguien hubiera podido seguir sus
pasos, acercársele, ponerse a su lado y mirarle la cara, se habría encontrado
con un rostro pavorosamente inmutable: Dos ojos vacíos y oscuros que miraban sin ver, y que
negaban revelar cualquier emoción; una nariz cuyas fosas se ensanchaban y
contraían de manera imperceptible en cada inspiración y exhalación; una boca de
labios pálidos y apretados, como si hubieran discontinuado sus funciones (la de
comer, la de beber, la de hablar, la de besar, la de reír). Ese rostro había
llegado al cero absoluto, a su estado definitivo. Parecía configurar el
anticipo de una muerte en vida, solo desmentida por los pasos incesantes y
caóticos de aquellas piernas que seguían caminando animadas por una voluntad
que no residía dentro de ellas.
Pasaron varias
horas. El cielo -oscurecido y otoñal- continuaba allá arriba como una amenaza
muda e indiferente. Siguió caminando. ¿Se detendría alguna vez? En todo caso,
en esa máscara mortuoria que era su rostro no se habría visto la acusación de
la mínima señal de alguna intención en tal sentido. Ni un resoplido, ninguna
queja, cada inspiración ni más lenta ni más rápida que todas las demás, ninguna
exhalación soltando más aire que la anterior y que la siguiente. Apenas un
parpadeo, que demoraba largos minutos en repetirse, como único e imperceptible
signo de actividad. Sin traza de vacilación en las zancadas que, ahora habría
podido descubrirse, se repetían con precisión metronómica en ritmo y longitud,
a pesar de los giros que seguían sucediéndose en forma disparatada, a
intervalos impredecibles de tan irregulares y que seguían sin insinuar ningún
atisbo de un rumbo a alguna parte.
Seguramente
pasaron muchas horas más. Para entonces, aquel alguien habría podido asegurar
que ese rostro no sólo no percibía el cansancio, sino que tampoco notaba el
paso del tiempo. Esa mente no llevaba la cuenta de los interminables minutos
que se encadenaban uno tras otro, ni la enumeración de los pasos que iban,
volvían, giraban, seguían, pero jamás dudaban ni se detenían. El cielo
-oscurecido y otoñal- seguía atestiguando con apatía aquel derrotero fractal y
perseverante.
Aquel alguien
que lo hubiera perseguido durante horas y más horas a lo largo de ese laberinto
inmaterial que parecía ir en procura de una meta elusiva y acaso inexistente, sin
dudas habría terminado por rendirse a aquella ilógica y dar por normal aquello
que en un principio se le hubiera antojado como anormal. Ese ir y venir, en
principio sin sentido aparente, habría cobrado finalmente sentido (al menos
dentro de su arbitrariedad), y a partir de entonces habría sido precisamente la
interrupción de la caminata lo irracional e inexplicable. Pero no había ese
alguien. Nadie vio, entonces, cómo después de haber derivado sus pasos hacia cierta
calle apartada y de haber traspuesto cierto enorme portal abierto, frenaba sus
pasos de forma tajante, repentina (absurda, tan absurda como la forma en que había
caminado durante un número inexplicable de horas), como allí acababa el alocado
serpenteo clavando sus pies en ese
punto del enorme jardín que se extendía ante su mirada inescrutable, en el
centro exacto de la circunferencia que disponían los álamos desnudos por el
otoño ya en agonía, con los pies hundiéndose en un mar de hojas rojas y amarillentas,
crujientes y quebradizas, que bailaban a su alrededor, arremolinadas por el
viento húmedo y pegajoso que anunciaba un invierno acerado y ya inminente.
Aquel que lo
hubiera perseguido habría podido verlo mientras el cuerpo se le desmoronaba, se
derrumbaba, se dejaba caer de rodillas sobre la hojarasca al tiempo que bajaba
la cabeza y cerraba los ojos durante un tiempo ahora mucho mayor que el de un
parpadeo, mientras sacaba por fin las manos de los bolsillos de la campera y
comenzaba a revolver furiosamente, a batir hojas y ramas y piedras, a despejar finalmente
un área terrosa y endurecida para descubrir -con dedos ahora eléctricos- una piedra
rectangular, donde se habían grabado ese
nombre y esos dos números, y a
acariciarla con la fiebre de un dolor que, en el pináculo de la crueldad, le
permitía (le obligaba) soñar aún, con obstinación, la dolorosa utopía de aquello
que sabía imposible.
Nadie lo había
seguido. Ahora sus oídos sólo percibían el viento impiadoso y lúgubre; su cara
y cuello comenzaron a percibir las gotas de lluvia como un millón de agujas
heladas, sus ojos empezaron a morir en la oscuridad que se iba tragando, implacable,
el cielo y los árboles. Su mano derecha se movió con torpeza buscando el
bolsillo de la campera y tanteando el arma, mientras sus labios decidían
abrirse para poder susurrar el nombre grabado en la piedra, y luego gritarlo dos,
tres, cuatro veces más. Desde la garganta, desde los pulmones, desde las
vísceras.
Nadie lo había
seguido. Nadie vio entonces como el relámpago iluminaba durante una terrible fracción
de segundo su rostro pavoroso y salvaje, de ojos extraviados y brillantes, de
labios pálidos y temblorosos, un rostro hirviente y caótico. Y nadie escuchó tampoco
el trueno que hizo temblar los álamos.
Pasaron algunos
minutos. El viento amainó y se detuvo. Las gotas siguieron cayendo un rato más
y lentamente se fueron transformando en llovizna, mientras alrededor de la
piedra la hojarasca se iba tiñendo de rojo.
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