viernes, 7 de agosto de 2015

El recorrido

Hacía largo rato que caminaba. El cielo -oscurecido y otoñal- le iba a caer encima en cualquier momento, pero este no parecía ser el problema. Iba con la vista baja, las manos -dos puños duros y congelados- guardadas dentro de los bolsillos de la campera, el paso firme pero el rumbo extrañamente errático. Si alguien se hubiera ocupado de seguirlo, sin dudas se habría extrañado de verlo doblar a la derecha en una calle y a la izquierda en la otra y luego dos veces seguidas a la derecha y luego dos veces seguidas a la izquierda, de cortar camino por una plaza, de lanzarse a través de una diagonal o de andar largo rato la calle costanera para luego torcer repentinamente en algún puente, sin que se pudiera anticipar jamás el próximo viraje, el siguiente cambio de dirección. Incluso, al cabo de un tiempo indeterminado, si ese alguien hubiera persistido en tal tarea de persecución (aún habiendo abandonado ya por vano el esfuerzo de imaginar un patrón capaz de justificar un camino tan caprichoso y de predecir la próxima modificación del itinerario), podría haberlo visto desembocar en algún momento en una esquina por la que ya había pasado (largo rato) antes, aunque viniendo desde cualquier otra calle. Y si ese mismo alguien hubiera podido seguir sus pasos, acercársele, ponerse a su lado y mirarle la cara, se habría encontrado con un rostro pavorosamente inmutable: Dos ojos vacíos y oscuros que miraban sin ver, y que negaban revelar cualquier emoción; una nariz cuyas fosas se ensanchaban y contraían de manera imperceptible en cada inspiración y exhalación; una boca de labios pálidos y apretados, como si hubieran discontinuado sus funciones (la de comer, la de beber, la de hablar, la de besar, la de reír). Ese rostro había llegado al cero absoluto, a su estado definitivo. Parecía configurar el anticipo de una muerte en vida, solo desmentida por los pasos incesantes y caóticos de aquellas piernas que seguían caminando animadas por una voluntad que no residía dentro de ellas.

Pasaron varias horas. El cielo -oscurecido y otoñal- continuaba allá arriba como una amenaza muda e indiferente. Siguió caminando. ¿Se detendría alguna vez? En todo caso, en esa máscara mortuoria que era su rostro no se habría visto la acusación de la mínima señal de alguna intención en tal sentido. Ni un resoplido, ninguna queja, cada inspiración ni más lenta ni más rápida que todas las demás, ninguna exhalación soltando más aire que la anterior y que la siguiente. Apenas un parpadeo, que demoraba largos minutos en repetirse, como único e imperceptible signo de actividad. Sin traza de vacilación en las zancadas que, ahora habría podido descubrirse, se repetían con precisión metronómica en ritmo y longitud, a pesar de los giros que seguían sucediéndose en forma disparatada, a intervalos impredecibles de tan irregulares y que seguían sin insinuar ningún atisbo de un rumbo a alguna parte.

Seguramente pasaron muchas horas más. Para entonces, aquel alguien habría podido asegurar que ese rostro no sólo no percibía el cansancio, sino que tampoco notaba el paso del tiempo. Esa mente no llevaba la cuenta de los interminables minutos que se encadenaban uno tras otro, ni la enumeración de los pasos que iban, volvían, giraban, seguían, pero jamás dudaban ni se detenían. El cielo -oscurecido y otoñal- seguía atestiguando con apatía aquel derrotero fractal y perseverante.

Aquel alguien que lo hubiera perseguido durante horas y más horas a lo largo de ese laberinto inmaterial que parecía ir en procura de una meta elusiva y acaso inexistente, sin dudas habría terminado por rendirse a aquella ilógica y dar por normal aquello que en un principio se le hubiera antojado como anormal. Ese ir y venir, en principio sin sentido aparente, habría cobrado finalmente sentido (al menos dentro de su arbitrariedad), y a partir de entonces habría sido precisamente la interrupción de la caminata lo irracional e inexplicable. Pero no había ese alguien. Nadie vio, entonces, cómo después de haber derivado sus pasos hacia cierta calle apartada y de haber traspuesto cierto enorme portal abierto, frenaba sus pasos de forma tajante, repentina (absurda, tan absurda como la forma en que había caminado durante un número inexplicable de horas), como allí acababa el alocado serpenteo clavando sus pies en ese punto del enorme jardín que se extendía ante su mirada inescrutable, en el centro exacto de la circunferencia que disponían los álamos desnudos por el otoño ya en agonía, con los pies hundiéndose en un mar de hojas rojas y amarillentas, crujientes y quebradizas, que bailaban a su alrededor, arremolinadas por el viento húmedo y pegajoso que anunciaba un invierno acerado y ya inminente.

Aquel que lo hubiera perseguido habría podido verlo mientras el cuerpo se le desmoronaba, se derrumbaba, se dejaba caer de rodillas sobre la hojarasca al tiempo que bajaba la cabeza y cerraba los ojos durante un tiempo ahora mucho mayor que el de un parpadeo, mientras sacaba por fin las manos de los bolsillos de la campera y comenzaba a revolver furiosamente, a batir hojas y ramas y piedras, a despejar finalmente un área terrosa y endurecida para descubrir -con dedos ahora eléctricos- una piedra rectangular, donde se habían grabado ese nombre y esos dos números, y a acariciarla con la fiebre de un dolor que, en el pináculo de la crueldad, le permitía (le obligaba) soñar aún, con obstinación, la dolorosa utopía de aquello que sabía imposible.

Nadie lo había seguido. Ahora sus oídos sólo percibían el viento impiadoso y lúgubre; su cara y cuello comenzaron a percibir las gotas de lluvia como un millón de agujas heladas, sus ojos empezaron a morir en la oscuridad que se iba tragando, implacable, el cielo y los árboles. Su mano derecha se movió con torpeza buscando el bolsillo de la campera y tanteando el arma, mientras sus labios decidían abrirse para poder susurrar el nombre grabado en la piedra, y luego gritarlo dos, tres, cuatro veces más. Desde la garganta, desde los pulmones, desde las vísceras.

Nadie lo había seguido. Nadie vio entonces como el relámpago iluminaba durante una terrible fracción de segundo su rostro pavoroso y salvaje, de ojos extraviados y brillantes, de labios pálidos y temblorosos, un rostro hirviente y caótico. Y nadie escuchó tampoco el trueno que hizo temblar los álamos.

Pasaron algunos minutos. El viento amainó y se detuvo. Las gotas siguieron cayendo un rato más y lentamente se fueron transformando en llovizna, mientras alrededor de la piedra la hojarasca se iba tiñendo de rojo.




No hay comentarios: