Lo despertó el timbre. Alguien apretaba el botón de manera corta, perentoria, cada cinco segundos. Se levantó y entró al baño. Se lavó la cara a toda velocidad, se vistió, se peinó. Todo el proceso no le llevó más de noventa segundos. Durante ese lapso sonaron quince timbrazos más. Recordó que era Domingo y estimó que ya serían las nueve de la mañana.
-¡Voy! ¡Voy!-
Corrió desde el baño. Atravesó el pasillo, el comedor y el living eludiendo sillas y saltando por sobre los cuerpos caídos, desnudos y roncantes. El humo ya se había disipado, pero persistía el olor dulzón y pegajoso. Llegó a la puerta y la abrió ansiosamente. Tal como imaginaba, eran los Predicadores. Los saludó con tanta efusión y alegría que ni el muchacho de camisa blanca y corbata negra ni la chica de blusa cerrada y pollera larga atinaron a nada más que apenas sonreír.
-¡Llegaron justo! ¡Pasen, pasen!-
Los empujó hacia dentro. Aún desconcertados, se dejaron meter a la casa. Entonces él dio un salto hacia afuera, cerró de un portazo y echó llave. Y se fue corriendo calle abajo, feliz.
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