sábado, 15 de febrero de 2014

De diosas, planetas, oscuridades y más...

El 24 de agosto de 2006 el establishment de la astronomía se cansó de Plutón, el renegado, y lo castigó quitándole el carnet que lo acreditaba como planeta. Desde aquel día, el chiquito rocoso pasó a revistar entre la morralla del Sistema Solar. Ahora se lo llama despectivamente "objeto transneptuniano", o si no "plutoide", o si no "plutino". La verdad es que nombres tan ridículos parecen más apropiados para clasificar tumores o cuerpos geométricos que no para referirse al rey del inframundo.

Muchos nos enojamos por esta arbitrariedad, tal vez porque una de las pocas cosas que siempre supimos recitar de memoria desde chicos era la lista de los nueve planetas: Primero Mercurio, segundo Venus, tercera la Tierra (que somos nosotros), después viene Marte, viene Júpiter, después Saturno, Urano, Neptuno y... Plutón. Hasta su nombre parecía pensado a propósito para cerrar la lista, rematado con un "tón" terminante. Pero a la Unión Astronómica Internacional poco le importó de la armonía recitativa y, como es la que corta el bacalao, sin más lo bajó de categoría. 

Pensándolo bien, es mejor que así haya sido. Al fin y al cabo, Plutón siempre se animó a ser diferente. Y entonces era lógico que tarde o temprano le hicieran pagar el precio. Para empezar, ni bien apareció rompió con la lógica del sistema. Desde siempre los astrónomos habían establecido que del cinturón de asteroides para acá los planetas eran pequeños y rocosos, y que del cinturón de asteroides para allá eran gaseosos y gigantes. Pero cuando en 1930 Clyde Tombaugh descubrió al pequeño rebelde que retozaba por los confines del sistema solar, pudo comprobar que Plutón no era ni gigante ni gaseoso, como hubiera correspondido de acuerdo al dogma. Más bien era chiquito y desconcertante. Para peor, ni siquiera giraba alrededor del Sol respetando el plano de la eclíptica, como sí lo hacen disciplinadamente los demás mastodontes planetarios, sino que revoloteaba por las alturas y profundidades espaciales, a veces metiéndose impertinentemente por delante de Neptuno, y a veces tomándoselas hasta distancias tan remotas que daban para creer que a lo mejor no pensaba volver nunca más, cosa que tal vez no hubiera disgustado a los otros planetas. Claro que Plutón, tal vez por puro gusto de joder, siempre volvía.

Por otra parte, siempre fue más simpático que los demás respecto de sus satélites. O más travieso. Cualquiera de los planetas serios permanece solemnemente quieto mientras las lunitas orbitan respetuosamente a su alrededor. Vean si no a Júpiter, el inmenso, con sus Ganímedes, sus Íos, sus Amalteas, sus Calistos y sus Europas adorándolo en silencio mientras él, indiferente y señorial, ni siquiera las ve pasar. En cambio, Plutón y su amigo Caronte, el barquero, comparten un centro de gravedad común y andan por ahí tironeándose mutuamente, como si bailaran el fideito o volvieran borrachos de una juerga. Un ítem más en la lista de extravagancias y una gota más en el vaso de la seriedad astronómica.



Y si faltaba algo para que se terminara de romper todo, al igual que un hijo adolescente que se trae a toda la patota de amigos a la casa de los aterrados padres, Plutón se vino con una comparsa alocada de planetitas tan desharrapados como él. Para empezar, en el 2005 aparecieron Nix (la oscuridad), Hidra (la serpiente), Cerbero (el perro) y Estigia (el río), chiquitos y cargosos, también bailando el fideito como Caronte. ¡Vaya joyitas las que el nene quería traer a casa! Pero a Plutón también le gustaban los amigos de otros barrios. Entonces decidió golpear la puerta de otras mitologías y así fue que se presentaron más planetoides como Haumea, la diosa hawaiana de la fertilidad; Makemake, el dios-pájaro creador que pintan los mitos de la isla de Pascua; Varuna, que no solo es el mar para los hindúes sino que, encima, tiene forma de huevo; y Eris, la discordia, que fue la que más horrorizó a los padres-astrónomos, al punto que a partir de ella resolvieron ver cómo hacían para echar de casa al hijo respondón. Y también Sedna, la dolorida Sedna, que de toda esa pandilla de impresentables es de la que más tengo ganas de escribir hoy.


Sedna, según cuentan los inuit del Ártico, era una muchacha que vivía con su padre en una isla en medio del océano. Era tan pero tan hermosa que no había cazador que no quisiera cazarla. Pero ella no quería saber nada con ninguno. El padre, siempre preocupado por la falta de comida, no sabía cómo hacer para convencerla de que se casara. Hasta que un día llegó un kayak trayendo a un hombre bello, vestido con las mejores pieles. El padre vio la gran oportunidad. Más aún cuando escuchó las palabras que el remador decía a Sedna:

-Ven conmigo a la isla de las aves. Nunca tendrás hambre, nunca tendrás frío, dormirás en los mejores edredones- 

El padre no necesito oír más y la sentó en el kayak. Así Sedna se marchó con su nuevo esposo, en busca de una vida cómoda y lujosa.

Pero al llegar a la tan alabada isla de las aves, descubrió que la casa no era más que un igloo cubierto de pieles raídas, que la comida se reducía a un poco de pescado viejo y que respecto de los edredones de plumas, bien, gracias. Pero faltaba lo peor. Cuando el cazador se quitó el abrigo para orinar, mostró un par de patas flacas, muy flacas. Cuando se quitó la capucha, mostró un par de ojos rojos, muy rojos. Y a continuación lanzó una carcajada espeluznante. Sedna se quiso morir, porque entendió que se había casado con un cuervo. Y su vida, desde entonces, fue la más desdichada.

Hasta que un día, harta de vivir en una roca dura cubierta de pelos y plumas, de comer pescado seco y de aguantar al pajarraco, caminó hasta la costa y entonces gritó con todas sus fuerzas llamando a su padre. El grito de Sedna atravesó el Ártico y el padre, arrepentido, la escuchó y fue en su kayak a buscarla. Sedna lo esperaba en la orilla y ni bien el padre llegó, ella se lanzó al bote. Comenzaron a huir. Remaron durante muchas horas. Pero cuando Sedna miró hacia atrás vio al cuervo terrible venir hacia ellos. El pájaro se lanzó enfurecido. Las heladas aguas del océano comenzaron a agitarse en horrible tempestad, y entonces el padre, muerto de miedo, arrojó a su hija fuera del bote.

-Aquí está tu esposa. Ahora vete y no me lastimes-le dijo al cuervo.

Pero Sedna no se iba a resignar, y entonces nadó con toda su fuerza hacia el kayak, asiéndose de la borda. El padre tomó el remo y lo descargó sobre los dedos entumecidos de su hija, que se partieron, cayeron al mar y se convirtieron en focas. Luego, el viejo golpeó con el remo sobre las manos de Sedna, que también se agrietaron, cayeron y se transformaron en ballenas. Entonces Sedna supo que no podía luchar más, y se hundió también en la inmensidad de aguas insondables. Desde entonces Sedna es la diosa del océano y vive sumergida en las profundidades. Es ella la que, según cuentan los inuits, provoca las tempestades cuando se enfurece. Pero también es quien provee generosamente los alimentos que les permiten vivir. Ella es la madre y la reina de todos los animales marinos.

Y por eso Sedna es, también, el planeta que más se aleja del Sol en su recorrido orbital, es quien más se sumerge en lo profundo y oscuro de los océanos espaciales, el que más se aleja en sus vagabundeos cósmicos. Y es, de toda la banda de irreverentes plutonianos que hacen de las suyas en los suburbios del sistema solar, el más frío, el más solitario, el más silencioso. Como la muchacha que un día se hundió para siempre en las aguas del Ártico.


jueves, 2 de enero de 2014

Tu voz seguirá viviendo

Él no entendía de miedos ni de silencios. Por eso andaba por las calles de Santiago, dele disparar su cámara, como un juego, con inocencia casi. Y no hacía caso de consejos ni prestaba atención a las miradas temerosas y a las voces preocupadas que le decían: Tené cuidado, no hables alto, no jodas tanto con esas fotos.

Rodrigo Rojas De Negri tenía 19 años. Y había vuelto a nacer en su Chile, después de una infancia de patria escamoteada por una dictadura cuyas cadenas ya chirriaban en aquel 1986. 

La historia del exilio venía de diez años atrás, cuando le tocó partir hacia Canadá, a vivir su cumpleaños número diez lejos de su mamá, Verónica, que mientras tanto se la aguantaba como podía en el campo de concentración de Tres Álamos, una de las tantas sucursales del espanto diseminadas por todo el territorio chileno durante el tiempo de la pesadilla. Un año (se dice pronto) estuvo Verónica De Negri allí dentro. Pero logró salir andando, y entonces se fue para el Norte a buscar a los hijos que la habían precedido en el camino del destierro. 

Después llegó para Rodrigo el tiempo de la adolescencia, en una tierra extraña a la que sentía no pertenecer. Es muy difícil, en esa edad de las inseguridades, saber que tu pasado es una semilla, hundida en una tierra lejana e inaccesible, que nunca llegó a germinar. Y es más difícil aún llevar atragantado el nombre de una patria cercado por nostalgias que no tienen forma de nada. Pero Rodrigo fue buscando respuestas en palabras simples que definían aquello tan querido, tan propio, tan lejano: Chile, Latinoamérica. Y encontró que la música y la poesía de su tierra y de otras tierras hermanas lo ayudaban a restañar su identidad herida.

En casa de otro exiliado chileno, Marcelo Montecino, aprendió a mezclar luces y sombras y a capturarlas adentro de una cámara. Y entre compañeros de Patria Grande aprendió a darle forma a sueños de libertad y justicia. Y con la suya, el alma de todos vibrando con cada triunfo, no importaba donde fuera: Una victoria sandinista en Nicaragua. Una hazaña más del Farabundo Martí en El Salvador. Y, sobre todo, la resistencia que crecía sin pausa en el Chile querido y remoto, la resistencia cada vez más grande, cada vez con menos miedo. Entonces decidió que tenía que volver. (Tal vez entendió que quedaba poco tiempo y que había que apurarse antes de que las ideologías comenzaran a morir).

Y un día, sus ojos de diecinueve años pudieron, por fin, reencontrar las imágenes que el exilio le había robado a su infancia. Su Chile, ese Chile que tanto le había faltado durante toda la vida, se le apareció como una tierra hermosa que debajo de su dolor escondía la fe que nadie había podido prohibir, que detrás de cada suspiro por la libertad perdida dejaba oír el murmullo alegre de la esperanza que no se había dejado encarcelar, que dentro de cada lágrima derramada guardaba sueños que habían escapado a los fusilamientos y a las torturas.

Y en seguida, Rodrigo comenzó su trabajo. Tomó la cámara y empezó a sacar fotos y más fotos. Clic, un policía. Clic, un carabinero. Clic, muchos manifestantes. Clic, barrios, paredes, niños, madres, mendigos, calles. Todo Santiago era capturado por el ojo mágico de Rodrigo, todo un país que latía en su lucha y en su espera que cada vez eran menos silenciosas. Tené cuidado, no hables alto, no jodas tanto con esas fotos. Pero él sabía que tenía que apurarse, y que no tenía tiempo para hablar en voz baja.


El 2 de Julio era día de protesta nacional. Él iba allí, con un grupo, por una calle comunal. Querían armar una barricada y cortar el tránsito. Una patrulla de soldados salió a su encuentro y comenzó la persecución. Escaparon todos, menos dos. Uno era Rodrigo, la otra era Carmen Gloria Quintana, de 18 años. Los redujeron, los rociaron de combustible y los hicieron arder. Luego, a las órdenes del jefe, teniente Sergio Fernández Dittus, los envolvieron en frazadas y los subieron a una camioneta. Después de dar vueltas un rato decidieron dejarlos tirados en una acequia de las afueras de Santiago. 

Rodrigo murió cuatro días más tarde. Carmen Gloria, tenaz, emperrada, no les dio el gusto y resolvió vivir para contar el horror a todos. 

Aún quedaba un largo tiempo de lucha, pero Rodrigo ya había dado lo suyo. Finalmente, en 1990 se terminó el tiempo de la infamia. Pero no todas las deudas se saldaron como se debía. Y aún hoy, ya con más de veinte años de democracia recorridos, queda mucha, muchísima injusticia sin reparar en un Chile que, acaso por eso mismo, tantas veces se nos propone como modelo. Por algo será. La memoria de Rodrigo sigue esperando.

Rodrigo, pequeño bandido cazador de imágenes, fantasma de cámara al hombro y mirada en el horizonte. No te dieron tiempo para nada pero vos, no sé cómo hiciste, tuviste tiempo para todo.