Camila se levantó
y salió del quincho hacia el patio, dejando atrás el coro de voces y
carcajadas. Cruzó hacia la casa. En el camino, Melania y la hermana de Leticia
admiraban la lavanda, las margaritas y las adelfas que Dani, la anfitriona,
cuidaba con esmero. "Jardinera en todos los sentidos", solía bromear
ella con la coincidencia entre su profesión y su hobby.
Atravesó el
pequeño vestíbulo y entró al viejo estudio de Miguel Ángel, padre de Dani.
Cuando ella y Fabián se mudaron a la casa, este lo reconvirtió en su oficina.
Un escritorio antiguo, una silla ergonómica y, sobre todo, lo que Dani llamaba
'un auténtico cablerío': computadora, cargadores, dispositivos por todas
partes. Del tiempo de Miguel Ángel —abogado y profesor de Historia— solo
quedaba la biblioteca: una pared completa, ocho filas apiladas casi hasta el
techo. Curioseando estaba Silvina, la flaca ruidosa y charlatana que había
llegado con Walter y durante el asado no había parado de reírse. Pero ahora,
extrañamente silenciosa, observaba absorta el apretuje de libros. Las
zapatillas de Camila hicieron un poco de ruido, lo suficiente para que Silvina
lanzara un ridículo gritito de sobresalto, se diera vuelta y empezara a reírse
como una gallina fastidiosa e histérica.
-¡Ay, perdón, me
asustaste...! -
Camila apretó una
sonrisa y murmuró algo. No se caían bien. Siguió hacia el baño.
Al volver,
Silvina seguía allí, en esa infrecuente introspección que la hacía menos
insoportable de lo que era. Además, se había sumado una pareja a la que Camila
no conocía. El muchacho tenía pinta —o ínfulas— de intelectual: anteojos, barba
prolija, saco claro, camisa sin corbata, y esa postura sobrada de quien quiere
parecer interesante. Recorría los lomos con el dedo y murmuraba observaciones.
La chica, un paso detrás, asentía en silencio. Parecía admirada, o tal vez
orgullosa. Camila dudó. Le gustaban las bibliotecas, y esta en particular. Era
variada porque Miguel Ángel había sido un hombre de muchos intereses y por eso
su biblioteca era un auténtico tesoro. A pocos pasos estaban el patio y el
quincho. Tal vez quedara un resto de asado. Pero sabía que las mejores piezas
ya habrían desaparecido.
Eligió demorarse.
No tenía amigos allí —ni Silvina, ni el intelectual, ni su pareja— pero sentía
cierta complicidad. Algo que no encontraba en el bullicio del quincho. Dejó
vagar la vista por los estantes mientras Silvina comenzaba a parlotear con la
pareja. Una melancolía vaga la llevó a comparar sus lecturas con las que Miguel
Ángel habría alcanzado a su edad (Camila ya rozaba los cuarenta). "Para
entonces, este tipo ya tenía un nivel cultural y de conocimientos que yo ni en
pedo", concluyó un poco desalentada. "Me tendría que poner a leer un
poco más. Que me gusten las bibliotecas no basta".
Divagaba, como siempre
cuando la vencía la pereza mental disfrazada de reflexión. Entonces lo vio,
inesperado: una mancha colorida entre tantos lomos grises, rojos y azul oscuro.
Un librito de cubierta blanca, salpicada de azules, amarillos y verdes. Algo
tembló dentro suyo. Extendió el brazo, despacio, como si temiera romper el
equilibrio del lugar. Le pareció notar que Silvina se interrumpía y giraba,
asombrada, quizás escandalizada de que alguien se atreviera a tocar así, sin
ceremonia, un libro de ese santuario.
Silencio. Sonrió
sin darse cuenta. Ese libro...
- "No lo
puedo creer. Entonces..." - No notó que Silvina había interrumpido su
charla y ahora la miraba asombrada y curiosa.
Fabián apareció
con su andar largo y despreocupado.
- ¿Qué hacen acá,
aburridos? - les gritó alegremente - ¡Vayan al quincho que ya se arma la
guitarreada!
– ¿Vos me tenías
este libro? - Camila respiraba, un poco agitada. Apretaba el libro con ambas
manos. Se lo mostró a Fabián. Este se paralizó un instante, pero en seguida se
reactivó.
- ¿Cuál? Ah,
sí... Creo que era tuyo - contestó Fabián con suficiencia. Silvina los miró a
los dos.
Volvió al libro.
Lo miró. Lo recordó todo. Comenzó a revivir la historia, seguramente en voz
alta. Probablemente a nadie le interesaría saberlo, aun así explicó:
- Me lo regaló
una tía mía. La tía Pinocha. Le decíamos así porque... - Vaya, que no sabía por
qué le decían así a la tía. Pero para confirmarlo abrió el libro y comprobó la
dedicatoria escrita en el reverso de la tapa. "Para Cami de la tía
Pinocha. 23 de noviembre de 1997".
- Este libro me
encantó - Silvina, el intelectual y la pareja del intelectual la oían. Tal vez
la escucharan. Fabián había seguido hacia el baño.
"Se llama
'Historia de una niña que amaba a los animales'. Es un libro autobiográfico, lo
escribió una autora rusa. Ella vivía con sus padres y tres hermanas en una
granja. El padre era inspector forestal; la madre, bióloga... Y en el libro
cuenta la historia de los animales con los que se crió... Ella y las hermanas
los criaban y jugaban... Tuvieron un ciervo, un zorro, un caballo, una burrita
que las mismas chicas la habían comprado ahorrando entre las cuatro...... y ya
de adolescente ella crió dos cachorritos de lobo, una hembra y un macho... un
libro hermoso... yo tendría diez, once años..."
El intelectual había
vuelto a lo suyo. Silvina tal vez siguiera escuchando.
"La historia
de los lobatos es triste, un vecino de la familia mata a uno de ellos porque le
robaba las gallinas, y del disgusto la piba, se llamaba Olga, estuvo enferma
dos meses. La del ciervo es divertidísima, era un bicho que las hacía todas
pero la mamá de Olga siempre lo defendía. La de la burra es genial, las chicas
la vestían y la adornaban hasta que un día la burra se hartó y las sacó
corriendo. La del zorrito..."
Camila levantó la
vista. La pareja se había retirado. Silvina la miraba, muda, los ojos abiertos.
Absolutamente quieta.
"El capítulo
del caballo que se enferma..."
Hojeó
febrilmente. Fueron y volvieron páginas. Creyó encontrar, encontró, leyó... El
caballo que las chicas amaban y que un mal día se enfermó y que no pudieron
curar. En el papel amarillento aún parecía verse el manchón de una lágrima
infantil.
Leyó aquella
parte. Primero para ella misma. Luego la murmuró. La repitió entonces, ya en
voz alta. Agitó la cabeza, cerró los ojos. Giró hacia Silvina, que seguía
inmóvil, muda, los ojos abiertos. Cerró el libro y Dani apareció en la sala.
- Me dijo Fabián
de ese libro, que decís que era tuyo... ¡Ay, capaz que alguna vez nos lo
prestaste! Perdoname, ni sabíamos. Si era tuyo, llevátelo, eh... -
Camila abrió
nuevamente los ojos. Miró a Silvina primero y luego a Dani y sonrió.
- No, no, nada
que ver... Me debo haber confundido. Vamos al quincho, que la guitarreada
seguro se pone buena -
Y salió hacia el
patio, acompañada por la sonrisa bondadosa de Daniela y la risa incontenible de
Silvina.
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