Por suerte ya
habían pasado los días de calor. Marzo tenía esa costumbre de prolongar el
verano. Pero llegando abril comenzaba su lento repliegue y entonces llegaban
los primeros alientos del sur, limpiando el aire de la humedad y la opresión
que nos embargaban desde hacía meses. Siempre, para mí, el verdadero comienzo
del año había sido ese momento, esas brisas. Como si fuera el otoño, y no la
primavera, la época en la que todos los impulsos se revigorizaban y en donde,
de pronto, cualquier cosa podía suceder.
Caminaba por San
Juan hacia el cruce con Vélez Sarsfield con esa sensación latiendo. Era sábado
y la hora ambigua del anochecer de la ciudad de Córdoba. Andaba sin propósito y
casi sin darme cuenta de por dónde pisaba. Todo era viejo y habitual y, al
mismo tiempo, nuevo y sorprendente.
Estando a una
cuadra ya lo pude percibir. En la explanada del Patio Olmos algo sucedía. Un
ruido de tambores y silbatos. Alguna trompeta. Me acerqué... el caprichoso río
de vehículos que eludían la fuente y se desviaban por las avenidas me
dificultaba el paso.
Finalmente llegué
a la explanada. Una muchedumbre curiosa y alegre formaba un semicírculo de
espaldas a la calle. En línea, de espaldas al portal del centro comercial, una
fila de músicos atronaba su ritmo de murga. Sonreían, disfrutaban. Y delante de
ellos, de frente a la gente que acompañaba con palmas, un muchacho lleno de colores
y risas bailaba, se contorsionaba... Sus piernas y sus brazos se desplegaban,
su cuerpo volaba, giraba y caía para luego rebotar en el suelo y volver a
elevarse... Una danza libre, caótica, tan absurda y bella que me obligó a
sonreír.
Y entonces reconocí
al muchacho. Era de mi barrio, había sido mi compañero de escuela primaria. Una
de esas personas sobre cuya existencia y avatares uno se entera
inevitablemente. "¿El Renato? Ahí anda"; "Ya se recibió";
"Está trabajando en el Bank of America"; "Sí, en la parte de
créditos"; "Andaba de novio, no sé si se casó".
Me resultó de
asombro verlo bailando en la explanada del Patio Olmos en ese momento en que
las luces de la calle se mezclan con los violetas y rosas del cielo previo a la
noche. Y esos colores... la camisa llena de colores, los pantalones amplios,
dorados, adornados con flecos, el sombrero en forma de cúpula y las pelotitas
que colgaban y bailaban... ¡Aquel no era en absoluto el estilo de Renato!
Claro que no.
Renato, que yo supiera, siempre había sido un muchacho de pantalón de vestir,
camisa o chomba, mocasines o gamuza. Correcto, amable. Enterado de lo que
sucedía en el mundo, en el país, en la ciudad. Al tanto de las tasas de
interés. Educado, ubicado.
Mi asombro dejó
paso a una sonrisa enorme, una carcajada muda. Me pareció que Renato reconocía
mi presencia en medio de su baile y que me dedicaba una sonrisa complacida y
cómplice. Como diciéndome: ¿Qué te parece? ¿Te gusta? Como desafiándome: ¿Me
tenías haciendo esto?
Todos lo veíamos,
lo aplaudíamos, lo acompañábamos. Tal vez Renato nos estuviera diciendo algo.
No sé en qué
momento el sonido de los músicos pareció ir apagándose. Las filas del público
se fueron abriendo. Y entonces los vi. Como figuras que emergieran del
recuerdo, atravesaron en silencio la multitud aún vibrante. Un hombre enorme,
de pantalón de vestir y chomba; un paso atrás, una mujer menuda; y luego un
muchacho pequeño y delgado. Los reconocí. Eran los padres y el hermano de
Renato. Se hizo un silencio completo.
Solo Renato, ajeno
a todo, seguía retorciéndose y volando sus largas piernas, sus largos brazos,
alegre, enamorado, risueño.
Entonces el padre
abrió levemente sus brazos, muda interrogación.
Renato se frenó
en el aire. Se paralizó. Sus ojos se abrieron y su boca se congeló en una mueca
azorada al advertirse de que su doble vida había sido descubierta. Apreté los
labios, creí intuir lo que sucedería. El padre apoyó su mano izquierda en la
cintura y extendió el índice. Invitando, ordenando.
Y entonces, el
muchacho de los trapos de colores, el amigo insospechado de los tambores y la
alegría, salió corriendo. Nadie, ni yo mismo, lo esperábamos. Solo lo vimos
lanzarse, agilísimo y repentino, hacia la huida. Aún no reaccionábamos cuando
lo vimos atravesar la avenida como un loco, esquivando autos y motos... Salí
corriendo detrás de él, enloquecido, gritándole. Recuerdo haber pisado el capot
de un Peugeot 205, haber obligado al freno chirriante de un Volkswagen Up,
haber provocado el desvío agónico de un Renault Sandero... Siempre con la
camisa y los pantalones de Renato delante mío, un enloquecido manchón de
colores estallando en la noche en su escape desesperado y atroz... Lo vi
precipitarse hacia el calicanto de la Cañada, lo vi saltar hacia la piedra,
impulsarse, sus extremidades agitadas en un salto desesperado. Una acrobacia
postrera, absurda, gloriosa, terminal...
(...)
Se escucha a lo
lejos el ulular de la sirena. Los bomberos llegarán pronto. La policía busca
desconcentrar a la multitud arremolinada. El tránsito está cortado.
(...)
Abajo, el cuerpo
de Renato yace. Su cuello, sus piernas, sus brazos, están partidos en ángulos
disparatados, formando un fractal absurdo. En sus ojos abiertos, el terror. O
tal vez la libertad.
El agua de la
Cañada, mansa y silenciosa, arrastra la sangre de Renato corriente abajo.
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