miércoles, 28 de mayo de 2025

El traje invisible

 

Por suerte ya habían pasado los días de calor. Marzo tenía esa costumbre de prolongar el verano. Pero llegando abril comenzaba su lento repliegue y entonces llegaban los primeros alientos del sur, limpiando el aire de la humedad y la opresión que nos embargaban desde hacía meses. Siempre, para mí, el verdadero comienzo del año había sido ese momento, esas brisas. Como si fuera el otoño, y no la primavera, la época en la que todos los impulsos se revigorizaban y en donde, de pronto, cualquier cosa podía suceder.

Caminaba por San Juan hacia el cruce con Vélez Sarsfield con esa sensación latiendo. Era sábado y la hora ambigua del anochecer de la ciudad de Córdoba. Andaba sin propósito y casi sin darme cuenta de por dónde pisaba. Todo era viejo y habitual y, al mismo tiempo, nuevo y sorprendente.

Estando a una cuadra ya lo pude percibir. En la explanada del Patio Olmos algo sucedía. Un ruido de tambores y silbatos. Alguna trompeta. Me acerqué... el caprichoso río de vehículos que eludían la fuente y se desviaban por las avenidas me dificultaba el paso.

Finalmente llegué a la explanada. Una muchedumbre curiosa y alegre formaba un semicírculo de espaldas a la calle. En línea, de espaldas al portal del centro comercial, una fila de músicos atronaba su ritmo de murga. Sonreían, disfrutaban. Y delante de ellos, de frente a la gente que acompañaba con palmas, un muchacho lleno de colores y risas bailaba, se contorsionaba... Sus piernas y sus brazos se desplegaban, su cuerpo volaba, giraba y caía para luego rebotar en el suelo y volver a elevarse... Una danza libre, caótica, tan absurda y bella que me obligó a sonreír.

Y entonces reconocí al muchacho. Era de mi barrio, había sido mi compañero de escuela primaria. Una de esas personas sobre cuya existencia y avatares uno se entera inevitablemente. "¿El Renato? Ahí anda"; "Ya se recibió"; "Está trabajando en el Bank of America"; "Sí, en la parte de créditos"; "Andaba de novio, no sé si se casó".

Me resultó de asombro verlo bailando en la explanada del Patio Olmos en ese momento en que las luces de la calle se mezclan con los violetas y rosas del cielo previo a la noche. Y esos colores... la camisa llena de colores, los pantalones amplios, dorados, adornados con flecos, el sombrero en forma de cúpula y las pelotitas que colgaban y bailaban... ¡Aquel no era en absoluto el estilo de Renato!

Claro que no. Renato, que yo supiera, siempre había sido un muchacho de pantalón de vestir, camisa o chomba, mocasines o gamuza. Correcto, amable. Enterado de lo que sucedía en el mundo, en el país, en la ciudad. Al tanto de las tasas de interés. Educado, ubicado.

Mi asombro dejó paso a una sonrisa enorme, una carcajada muda. Me pareció que Renato reconocía mi presencia en medio de su baile y que me dedicaba una sonrisa complacida y cómplice. Como diciéndome: ¿Qué te parece? ¿Te gusta? Como desafiándome: ¿Me tenías haciendo esto?

Todos lo veíamos, lo aplaudíamos, lo acompañábamos. Tal vez Renato nos estuviera diciendo algo.

 

No sé en qué momento el sonido de los músicos pareció ir apagándose. Las filas del público se fueron abriendo. Y entonces los vi. Como figuras que emergieran del recuerdo, atravesaron en silencio la multitud aún vibrante. Un hombre enorme, de pantalón de vestir y chomba; un paso atrás, una mujer menuda; y luego un muchacho pequeño y delgado. Los reconocí. Eran los padres y el hermano de Renato. Se hizo un silencio completo.

Solo Renato, ajeno a todo, seguía retorciéndose y volando sus largas piernas, sus largos brazos, alegre, enamorado, risueño.

Entonces el padre abrió levemente sus brazos, muda interrogación.

Renato se frenó en el aire. Se paralizó. Sus ojos se abrieron y su boca se congeló en una mueca azorada al advertirse de que su doble vida había sido descubierta. Apreté los labios, creí intuir lo que sucedería. El padre apoyó su mano izquierda en la cintura y extendió el índice. Invitando, ordenando.

Y entonces, el muchacho de los trapos de colores, el amigo insospechado de los tambores y la alegría, salió corriendo. Nadie, ni yo mismo, lo esperábamos. Solo lo vimos lanzarse, agilísimo y repentino, hacia la huida. Aún no reaccionábamos cuando lo vimos atravesar la avenida como un loco, esquivando autos y motos... Salí corriendo detrás de él, enloquecido, gritándole. Recuerdo haber pisado el capot de un Peugeot 205, haber obligado al freno chirriante de un Volkswagen Up, haber provocado el desvío agónico de un Renault Sandero... Siempre con la camisa y los pantalones de Renato delante mío, un enloquecido manchón de colores estallando en la noche en su escape desesperado y atroz... Lo vi precipitarse hacia el calicanto de la Cañada, lo vi saltar hacia la piedra, impulsarse, sus extremidades agitadas en un salto desesperado. Una acrobacia postrera, absurda, gloriosa, terminal...

(...)

Se escucha a lo lejos el ulular de la sirena. Los bomberos llegarán pronto. La policía busca desconcentrar a la multitud arremolinada. El tránsito está cortado.

(...)

Abajo, el cuerpo de Renato yace. Su cuello, sus piernas, sus brazos, están partidos en ángulos disparatados, formando un fractal absurdo. En sus ojos abiertos, el terror. O tal vez la libertad.

El agua de la Cañada, mansa y silenciosa, arrastra la sangre de Renato corriente abajo.




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