miércoles, 28 de mayo de 2025

Historia de una niña

 

Camila se levantó y salió del quincho hacia el patio, dejando atrás el coro de voces y carcajadas. Cruzó hacia la casa. En el camino, Melania y la hermana de Leticia admiraban la lavanda, las margaritas y las adelfas que Dani, la anfitriona, cuidaba con esmero. "Jardinera en todos los sentidos", solía bromear ella con la coincidencia entre su profesión y su hobby.

Atravesó el pequeño vestíbulo y entró al viejo estudio de Miguel Ángel, padre de Dani. Cuando ella y Fabián se mudaron a la casa, este lo reconvirtió en su oficina. Un escritorio antiguo, una silla ergonómica y, sobre todo, lo que Dani llamaba 'un auténtico cablerío': computadora, cargadores, dispositivos por todas partes. Del tiempo de Miguel Ángel —abogado y profesor de Historia— solo quedaba la biblioteca: una pared completa, ocho filas apiladas casi hasta el techo. Curioseando estaba Silvina, la flaca ruidosa y charlatana que había llegado con Walter y durante el asado no había parado de reírse. Pero ahora, extrañamente silenciosa, observaba absorta el apretuje de libros. Las zapatillas de Camila hicieron un poco de ruido, lo suficiente para que Silvina lanzara un ridículo gritito de sobresalto, se diera vuelta y empezara a reírse como una gallina fastidiosa e histérica.

-¡Ay, perdón, me asustaste...! -

Camila apretó una sonrisa y murmuró algo. No se caían bien. Siguió hacia el baño.

 

Al volver, Silvina seguía allí, en esa infrecuente introspección que la hacía menos insoportable de lo que era. Además, se había sumado una pareja a la que Camila no conocía. El muchacho tenía pinta —o ínfulas— de intelectual: anteojos, barba prolija, saco claro, camisa sin corbata, y esa postura sobrada de quien quiere parecer interesante. Recorría los lomos con el dedo y murmuraba observaciones. La chica, un paso detrás, asentía en silencio. Parecía admirada, o tal vez orgullosa. Camila dudó. Le gustaban las bibliotecas, y esta en particular. Era variada porque Miguel Ángel había sido un hombre de muchos intereses y por eso su biblioteca era un auténtico tesoro. A pocos pasos estaban el patio y el quincho. Tal vez quedara un resto de asado. Pero sabía que las mejores piezas ya habrían desaparecido.

Eligió demorarse. No tenía amigos allí —ni Silvina, ni el intelectual, ni su pareja— pero sentía cierta complicidad. Algo que no encontraba en el bullicio del quincho. Dejó vagar la vista por los estantes mientras Silvina comenzaba a parlotear con la pareja. Una melancolía vaga la llevó a comparar sus lecturas con las que Miguel Ángel habría alcanzado a su edad (Camila ya rozaba los cuarenta). "Para entonces, este tipo ya tenía un nivel cultural y de conocimientos que yo ni en pedo", concluyó un poco desalentada. "Me tendría que poner a leer un poco más. Que me gusten las bibliotecas no basta".

Divagaba, como siempre cuando la vencía la pereza mental disfrazada de reflexión. Entonces lo vio, inesperado: una mancha colorida entre tantos lomos grises, rojos y azul oscuro. Un librito de cubierta blanca, salpicada de azules, amarillos y verdes. Algo tembló dentro suyo. Extendió el brazo, despacio, como si temiera romper el equilibrio del lugar. Le pareció notar que Silvina se interrumpía y giraba, asombrada, quizás escandalizada de que alguien se atreviera a tocar así, sin ceremonia, un libro de ese santuario.

Silencio. Sonrió sin darse cuenta. Ese libro...

- "No lo puedo creer. Entonces..." - No notó que Silvina había interrumpido su charla y ahora la miraba asombrada y curiosa.

Fabián apareció con su andar largo y despreocupado.

- ¿Qué hacen acá, aburridos? - les gritó alegremente - ¡Vayan al quincho que ya se arma la guitarreada!

– ¿Vos me tenías este libro? - Camila respiraba, un poco agitada. Apretaba el libro con ambas manos. Se lo mostró a Fabián. Este se paralizó un instante, pero en seguida se reactivó.

- ¿Cuál? Ah, sí... Creo que era tuyo - contestó Fabián con suficiencia. Silvina los miró a los dos.

Volvió al libro. Lo miró. Lo recordó todo. Comenzó a revivir la historia, seguramente en voz alta. Probablemente a nadie le interesaría saberlo, aun así explicó:

- Me lo regaló una tía mía. La tía Pinocha. Le decíamos así porque... - Vaya, que no sabía por qué le decían así a la tía. Pero para confirmarlo abrió el libro y comprobó la dedicatoria escrita en el reverso de la tapa. "Para Cami de la tía Pinocha. 23 de noviembre de 1997".   

- Este libro me encantó - Silvina, el intelectual y la pareja del intelectual la oían. Tal vez la escucharan. Fabián había seguido hacia el baño.

"Se llama 'Historia de una niña que amaba a los animales'. Es un libro autobiográfico, lo escribió una autora rusa. Ella vivía con sus padres y tres hermanas en una granja. El padre era inspector forestal; la madre, bióloga... Y en el libro cuenta la historia de los animales con los que se crió... Ella y las hermanas los criaban y jugaban... Tuvieron un ciervo, un zorro, un caballo, una burrita que las mismas chicas la habían comprado ahorrando entre las cuatro...... y ya de adolescente ella crió dos cachorritos de lobo, una hembra y un macho... un libro hermoso... yo tendría diez, once años..."

El intelectual había vuelto a lo suyo. Silvina tal vez siguiera escuchando.

"La historia de los lobatos es triste, un vecino de la familia mata a uno de ellos porque le robaba las gallinas, y del disgusto la piba, se llamaba Olga, estuvo enferma dos meses. La del ciervo es divertidísima, era un bicho que las hacía todas pero la mamá de Olga siempre lo defendía. La de la burra es genial, las chicas la vestían y la adornaban hasta que un día la burra se hartó y las sacó corriendo. La del zorrito..."

Camila levantó la vista. La pareja se había retirado. Silvina la miraba, muda, los ojos abiertos. Absolutamente quieta.

"El capítulo del caballo que se enferma..."

Hojeó febrilmente. Fueron y volvieron páginas. Creyó encontrar, encontró, leyó... El caballo que las chicas amaban y que un mal día se enfermó y que no pudieron curar. En el papel amarillento aún parecía verse el manchón de una lágrima infantil.

Leyó aquella parte. Primero para ella misma. Luego la murmuró. La repitió entonces, ya en voz alta. Agitó la cabeza, cerró los ojos. Giró hacia Silvina, que seguía inmóvil, muda, los ojos abiertos. Cerró el libro y Dani apareció en la sala.

- Me dijo Fabián de ese libro, que decís que era tuyo... ¡Ay, capaz que alguna vez nos lo prestaste! Perdoname, ni sabíamos. Si era tuyo, llevátelo, eh... -

Camila abrió nuevamente los ojos. Miró a Silvina primero y luego a Dani y sonrió.

- No, no, nada que ver... Me debo haber confundido. Vamos al quincho, que la guitarreada seguro se pone buena -

Y salió hacia el patio, acompañada por la sonrisa bondadosa de Daniela y la risa incontenible de Silvina.




El traje invisible

 

Por suerte ya habían pasado los días de calor. Marzo tenía esa costumbre de prolongar el verano. Pero llegando abril comenzaba su lento repliegue y entonces llegaban los primeros alientos del sur, limpiando el aire de la humedad y la opresión que nos embargaban desde hacía meses. Siempre, para mí, el verdadero comienzo del año había sido ese momento, esas brisas. Como si fuera el otoño, y no la primavera, la época en la que todos los impulsos se revigorizaban y en donde, de pronto, cualquier cosa podía suceder.

Caminaba por San Juan hacia el cruce con Vélez Sarsfield con esa sensación latiendo. Era sábado y la hora ambigua del anochecer de la ciudad de Córdoba. Andaba sin propósito y casi sin darme cuenta de por dónde pisaba. Todo era viejo y habitual y, al mismo tiempo, nuevo y sorprendente.

Estando a una cuadra ya lo pude percibir. En la explanada del Patio Olmos algo sucedía. Un ruido de tambores y silbatos. Alguna trompeta. Me acerqué... el caprichoso río de vehículos que eludían la fuente y se desviaban por las avenidas me dificultaba el paso.

Finalmente llegué a la explanada. Una muchedumbre curiosa y alegre formaba un semicírculo de espaldas a la calle. En línea, de espaldas al portal del centro comercial, una fila de músicos atronaba su ritmo de murga. Sonreían, disfrutaban. Y delante de ellos, de frente a la gente que acompañaba con palmas, un muchacho lleno de colores y risas bailaba, se contorsionaba... Sus piernas y sus brazos se desplegaban, su cuerpo volaba, giraba y caía para luego rebotar en el suelo y volver a elevarse... Una danza libre, caótica, tan absurda y bella que me obligó a sonreír.

Y entonces reconocí al muchacho. Era de mi barrio, había sido mi compañero de escuela primaria. Una de esas personas sobre cuya existencia y avatares uno se entera inevitablemente. "¿El Renato? Ahí anda"; "Ya se recibió"; "Está trabajando en el Bank of America"; "Sí, en la parte de créditos"; "Andaba de novio, no sé si se casó".

Me resultó de asombro verlo bailando en la explanada del Patio Olmos en ese momento en que las luces de la calle se mezclan con los violetas y rosas del cielo previo a la noche. Y esos colores... la camisa llena de colores, los pantalones amplios, dorados, adornados con flecos, el sombrero en forma de cúpula y las pelotitas que colgaban y bailaban... ¡Aquel no era en absoluto el estilo de Renato!

Claro que no. Renato, que yo supiera, siempre había sido un muchacho de pantalón de vestir, camisa o chomba, mocasines o gamuza. Correcto, amable. Enterado de lo que sucedía en el mundo, en el país, en la ciudad. Al tanto de las tasas de interés. Educado, ubicado.

Mi asombro dejó paso a una sonrisa enorme, una carcajada muda. Me pareció que Renato reconocía mi presencia en medio de su baile y que me dedicaba una sonrisa complacida y cómplice. Como diciéndome: ¿Qué te parece? ¿Te gusta? Como desafiándome: ¿Me tenías haciendo esto?

Todos lo veíamos, lo aplaudíamos, lo acompañábamos. Tal vez Renato nos estuviera diciendo algo.

 

No sé en qué momento el sonido de los músicos pareció ir apagándose. Las filas del público se fueron abriendo. Y entonces los vi. Como figuras que emergieran del recuerdo, atravesaron en silencio la multitud aún vibrante. Un hombre enorme, de pantalón de vestir y chomba; un paso atrás, una mujer menuda; y luego un muchacho pequeño y delgado. Los reconocí. Eran los padres y el hermano de Renato. Se hizo un silencio completo.

Solo Renato, ajeno a todo, seguía retorciéndose y volando sus largas piernas, sus largos brazos, alegre, enamorado, risueño.

Entonces el padre abrió levemente sus brazos, muda interrogación.

Renato se frenó en el aire. Se paralizó. Sus ojos se abrieron y su boca se congeló en una mueca azorada al advertirse de que su doble vida había sido descubierta. Apreté los labios, creí intuir lo que sucedería. El padre apoyó su mano izquierda en la cintura y extendió el índice. Invitando, ordenando.

Y entonces, el muchacho de los trapos de colores, el amigo insospechado de los tambores y la alegría, salió corriendo. Nadie, ni yo mismo, lo esperábamos. Solo lo vimos lanzarse, agilísimo y repentino, hacia la huida. Aún no reaccionábamos cuando lo vimos atravesar la avenida como un loco, esquivando autos y motos... Salí corriendo detrás de él, enloquecido, gritándole. Recuerdo haber pisado el capot de un Peugeot 205, haber obligado al freno chirriante de un Volkswagen Up, haber provocado el desvío agónico de un Renault Sandero... Siempre con la camisa y los pantalones de Renato delante mío, un enloquecido manchón de colores estallando en la noche en su escape desesperado y atroz... Lo vi precipitarse hacia el calicanto de la Cañada, lo vi saltar hacia la piedra, impulsarse, sus extremidades agitadas en un salto desesperado. Una acrobacia postrera, absurda, gloriosa, terminal...

(...)

Se escucha a lo lejos el ulular de la sirena. Los bomberos llegarán pronto. La policía busca desconcentrar a la multitud arremolinada. El tránsito está cortado.

(...)

Abajo, el cuerpo de Renato yace. Su cuello, sus piernas, sus brazos, están partidos en ángulos disparatados, formando un fractal absurdo. En sus ojos abiertos, el terror. O tal vez la libertad.

El agua de la Cañada, mansa y silenciosa, arrastra la sangre de Renato corriente abajo.




sábado, 25 de enero de 2025

Polvo eres

No hay caso. Hay cosas que arrastro conmigo. Las pierdo de vista, a veces por mucho tiempo. Llego a olvidarlas. Pero fatalmente reaparecen.

Reordenar la biblioteca, quitar el polvo de los libros (eterna e inútil lucha contra la más basta de las entropías) es uno de los tantos modos en que estos reencuentros se producen. Así aparece un pequeño libro para preadolescentes. El gesto maquinal de acariciar la tapa dura es reflejo, inevitable. 

El título es “Al Sahara en globo”. Lo reviso y descubro que se trata de uno de esos libros que son al mismo tiempo un juego. Al final de cada página se me formulan dos o tres alternativas. La alternativa que yo elija me envía a determinada página. La cadena de elecciones lleva a uno de varios finales posibles. 

Decido volver a vivir aquella aventura. 

Todo comienza en el sur de Francia. El protagonista (soy yo) alquila un globo aerostático. Previsiblemente, el viento me arrebata el control, me cruza por sobre el Mediterráneo y me abandona en el Sahara. 

Si decides esperar ayuda, ve a la página X… 

Si decides buscar el camino de regreso, ve a la página Y… 

Este libro es defectuoso, según redescubro. El universo en el que funciona es inconsistente. El tono es exageradamente infantil. Las alternativas que se me brindan son arbitrarias. No importa. 

Caprichosamente, a tono con este libro tan mal construido, al cabo de varias decisiones encuentro una cueva en pleno desierto. ¿Cómo? De nuevo, no importa. Todo lo que pasó antes, todo lo que comenzó, todas las alternativas que elegí. El caso es que aquí estoy, en una cueva que tras una hostil entrada me arroja a un pasillo, que imagino oscuro, tal vez tenebroso. 

Al cabo de una caminata indeterminada llego a una explanada vagamente circular. La escasa luz que llega desde la entrada de la cueva apenas permite distinguir los contornos. Bajo las suelas de mis zapatillas el suelo se percibe rocoso, duro, hostil. Los sonidos han desaparecido. El aire que respiro me remite a cosas que no puedo discernir. Recuerdo de pronto un texto que hablaba de olores abstractos, no alusivos… ¿En qué mundo estoy? 

Empotradas en la pared que cierra la caverna hay tres puertas. Una azul, una blanca, una roja. Estoy ante una decisión y tres destinos. 

- ¡Esto se pone filosófico! – me río. Hay un leve eco que figura que la cueva se ríe conmigo. ¿O de mí? 

Conozco los trucos de este tipo de juegos. Los destinos que me aguardan detrás de cada una de las puertas son desconocidos. No solo eso. Son inimaginables. Al fin de cuentas estoy, como tantas otras veces, en el interior de un libro. Para peor, un libro preadolescente. No tengo aún (o he extraviado momentáneamente) la sensatez adulta que me permita trazar la línea entre lo posible y lo imposible.

Repito mi reflexión. No tengo ningún indicio, ni el más mínimo, que me permita si quiera imaginar lo que me aguarda detrás de la puerta azul, de la puerta roja, de la puerta blanca. 

La cueva, con su silencio, se torna amenazante. Parece urgirme mudamente a decidir. 

Detrás de cada una de esas tres puertas pueden agazaparse la mayor delicia, el pavor infinito, el dolor insoportable, el vacío, la brisa suave, el llanto permanente, el desafío, la recompensa, la muerte. ¿El renacimiento? 

También puede estar esperándome, por qué no, un nuevo eslabón de la cadena infinita de alternativas. 

En algún momento me he sentado en el suelo. Pienso, pero no en ideas concretas. Miro a las tres puertas como pidiéndoles que me brinden una señal, una pista. Me responden con su quietud, su mutismo, su indiferencia. 

La cueva se ha vuelto un universo en miniatura abandonado por su demiurgo. No hay cambios y por lo tanto no hay tiempo. La cueva me observa. Las puertas no saben que yo estoy allí. 

¿Es posible salir de aquí? 

De pronto surge un rumor. Crece. Las paredes tiemblan. El piso se agrieta. El techo de la cueva comienza a derrumbarse. Las piedras caen en cascada, el polvo… Los ecos del derrumbe retumban como una risa cavernosa. Tal vez sea su última broma, el último truco del demiurgo antes de abandonar para siempre su creación… 

Si deseas arriesgarte a lo desconocido, elige una de las tres puertas y enfrenta el destino incierto que te aguarda detrás de ella. 

Si deseas, en cambio, regresar al mundo del que provienes, corre hacia la boca de la cueva y vuelve al polvo de tus libros.