Cualquiera que, como el que
firma, sea pasible de ser catalogado como un simpsonista ultramontano coincidirá
plenamente con que uno de los rasgos más entrañables de esta serie ya
largamente clásica, es el amplio y muy eficaz empleo de lo que se conoce como
“referencias culturales”. Es decir, aquellas alusiones o guiños que remiten
inequívocamente a eventos y personajes históricos, películas, canciones, obras
de teatro, novelas, leyendas o lo que fuere… A veces utilizadas de manera más
implícita y discreta, y en otras de modo más grueso e intencionado, pueden
provocar tanto la sonrisa cómplice como la carcajada sorprendida. Especialmente
en los episodios de aquellas viejas primeras temporadas, hoy tan extrañadas por
muchos. Sin mayor esfuerzo, comparecen en la memoria de cualquier fanático capítulos
con referencias que van desde Howard Hughes hasta el Che Guevara, desde Lucy in
the Sky with Diamonds hasta el Karate Kid, desde Rupert Murdoch hasta Pink
Floyd.
De lo arriba escrito se podría
llegar a pensar que la serie habría sido pensada y diseñada para agradar a un
público dotado de un bagaje intelectual amplio. Nada de eso. En Los Simpsons, las referencias culturales
le añaden un placer extra al espectador, son un ingrediente más del universo ideado
por el genial Matt Gröening, pero de ninguna manera el único. Allí está la
clave de su encanto: La posibilidad que la serie nos brinda para ser disfrutada
desde planos diferentes e independientes entre sí. De ahí la convivencia del
humor llano y más efectista que se alimenta de los vandalismos de Bart, las animaladas
de Homero, los eructos de Barney, los accidentes que se abaten despiadadamente
sobre la humanidad del pobre Juan Topo; con los subterfugios que se
desencadenan a partir de la neurosis, la ignorancia, el cinismo, la
deshonestidad sincera de los personajes… (“¿Recuerdas que te devolví el dinero
que me prestaste? Bueno, ahora quiero que tú
me hagas un favor a mí”). Para no
hablar del descarnado empleo de los más variados perfiles psicológicos -aunque
afortunadamente liberados de cualquier encorsetamiento en estereotipos clásicos,
sino más bien que redefinidos esmeradamente en mil rasgos personalísimos- en
muchos de los cuáles nos podemos reconocer, no sin cierta vergüenza al
admitirlo, con sus cosas buenas y malas. Porque, siendo sinceros, ¿quién de
nosotros no tiene –aunque sea a veces– un poco de la mediocridad utilitarista
de Moe y –en otras– un poco del idealismo generoso de Lisa; ayer la tacañería
de Monty Burns y mañana la dadivosidad de Ned Flanders; alguna vez el
servilismo eficiente de Smithers y otra la rebeldía inoperante de Jimbo? El que
esté libre de tanta esquizofrenia, que arroje la primera piedra (por cierto que
no seré yo, contradicción ambulante, quien lo haga).
Pero bueno, mi idea no era la de terminar
escribiendo un ensayo o un análisis sobre Los
Simpsons. Eso ya se ha hecho muchas veces antes, y mejor. De lo que tengo
ganas es de hablar, tomando como excusa precisamente una de estas mentadas
referencias culturales, sobre dos de los grandes artistas que conoció el siglo
XX. Sus nombres: Helmut Newton y Diane Arbus.
¿Quiénes son? Voy a dejar que sea
el mismo Bart quien los presente. Para ello, retrocederemos a aquella
entrañable primera temporada y volveremos a disfrutar del capítulo La correría de Homero. (Mierda, si hasta
parece que fue ayer). La cosa comienza con la adquisición por parte de Bart de
una cámara fotográfica en miniatura. (¿Hará falta aclarar que estamos en 1990 y
que todavía la fotografía no es digital ni enviable por correo electrónico ni
copiable en pendrive ni compartible en Facebook?). Continúa con Homero asistiendo
a una despedida de soltero. Y se descuaderna cuando Bart –con elusividad de espía– consigue capturar
una escena donde su papá, devenido en el alma de la jarana, baila
frenéticamente con un bombón de Springfield llamado Princesa Cachemira. El
resto es, aún por conocido y recordado, tan previsible ahora como entonces, y
como entonces tan delicioso de atestiguar: La imagen de la bella y la bestia se
convierte en un fenómeno popular desde que ve la luz en el laboratorio de la
Junta de Futuros Fotógrafos de América, se descontrola en la fotocopiadora de
la Escuela Primaria de Springfield, se expande por el pueblo a velocidad de
vértigo, consagra a Homero como fugaz playboy local y se estrella contra la
furia de Marge, derivando en una crisis matrimonial que, ya entonces, termina
resolviéndose de modo tan absurdo como los acontecimientos que la generan. Pero
volvamos a donde quería llevarlos. Es a aquel momento en el que Bart, de manera
feliz e involuntaria, logra el hallazgo de crear en una sola imagen un merecido
homenaje a dos fotógrafos tan geniales como diferentes.
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"Mi papá y la Princesa Cachemira" (Bart Simpson, 1990) |
“Los tonos grises recuerdan la obra
de Helmut Newton” opina entusiasmado uno de los chicos del club de jóvenes
chasiretes, observando a “la sensual chica” que se contonea ante el
entusiasmado Homero. Helmut Newton fue justamente eso: El fotógrafo de las
chicas sensuales y los tonos grises. Nació como Helmut Neustädter en 1920 en Berlín.
De origen judío, al comenzar las persecuciones contra estos por parte de la
maquinaria nazi, se marchó a Singapur, pasando luego a Australia, donde comenzó
su carrera como fotógrafo de modas. A partir de los 50, entre Londres primero y
París después, cuando trabajó para revistas como Vogue o Elle, se consagró
como el mago de la fotografía erótica. El glamour y la seducción conformaban el
background de su trabajo. Ante su
lente desfilaron muchos de los íconos sexuales del siglo pasado, como Paloma
Picasso, Naomi Campbell, Claudia Schiffer y Natassja Kinski. Ojos y labios
marcados, claroscuros, mujeres desnudas en ámbitos generalmente lujosos y
elementos fetichistas fueron algunos de los componentes que se combinaban magistralmente
en sus obras. Personal e irrepetible, la serie Big Nudes (1980) marcó el pináculo de su estilo y su técnica. Murió
en Los Angeles en 2004, dejando un inmenso legado perpetuado en su influencia sobre
discípulos tales como Mark Arbeit, Just Loomis y George Holz. Y, por supuesto,
Bart Simpson.
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"Cyberwomen 7" (Helmut Newton, 2000) |
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“Creo que evoca los personajes de
Diane Arbus”, comenta el mismo pibe colega de Bart al dirigir su mirada hacia
el segundo centro de gravedad de la foto, allí donde la camisa blanca de Homero
se muestra incapaz de contener esa panzota eternamente abultada y casi con vida
propia que se mueve de arriba abajo mientras su propietario desanda un frenesí
y una energía juveniles y solteros que pocas veces en su vida y en el resto de
la serie volverá a alcanzar. Digno ejemplar de haber posado para Diane Arbus,
por cierto. También fotógrafa como Newton, nacida casi al mismo tiempo que este
(1923) en Nueva York, con el nombre de Diane Nemerov. Hija de una familia
acomodada, su infancia en cuna de oro contrastó con el interés que, a partir de
su adolescencia, la empujó a adentrarse en los barrios de Nueva York, cuyos
personajes la fascinaban. Mendigos, artistas callejeros, prostitutas y
borrachos, especialmente. Casada muy
joven con el aspirante a actor Allan Arbus, inició junto con él su carrera como
fotógrafa. Curiosamente, también dedicándose a la moda y publicando en Vogue. Pero a partir del ’58, ya
divorciada y tras tomar clases con la fotógrafa austríaca Lissette Model,
encontraría el rumbo definitivo: Comenzó a poner delante de su cámara a
aquellos seres con quienes había compartido sus vagabundeos adolescentes, como
tratando de reflejar a través de ellos sus propios monstruos interiores. Así
retrató a travestis, linyeras, siameses, fenómenos de circo, locos, nudistas...
La muestra New Sensations, de 1967,
causó para muchos un profundo rechazo. Pero también sirvió para que muchos
otros la consagraran como una fotógrafa de culto. Su vida agitada y promiscua fue
apagándose hasta caer en una depresión que –finalmente- culminó en suicidio en
1971. Seguramente, la Springfield de Matt Gröenning y sus arbusianos
habitantes habría sido el escenario ideal para que Diane descubriera muchas más
de esas nuevas sensaciones.
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"Dominatrix embracing her client" (Diane Arbus, 1970) |
Pues bien, estas miradas tan
(aparentemente) distintas del mundo y de los seres que lo transitan, fueron unidas
por Bart en un díptico revelador: La Princesa Cachemira y Homero Simpson; sensual
ella, bizarro él; la seducción y el grotesco; Helmut Newton y Diane Arbus. Caras
opuestas que, de pronto, confrontan su asimetría convirtiéndola en una única máscara.
Y al fin de cuentas, ¿no es eso lo que todos nosotros somos? Seguro que es lo
que somos: Una imagen viviente donde convergen lo bueno y lo malo, lo bello
y lo deforme, lo verdadero y lo mentiroso. Gracias por recordárnoslo, Bart.