domingo, 25 de noviembre de 2012

Bestie, el de los laberintos invisibles


Lo llamaron The Belfast Boy, por su ciudad natal. Y lo llamaron también El Quinto Beatle, por su pelo largo, con flequillo incluido, además de su cara de nene rebelde que se quería hacer el malo y nunca le salía. Sí, seguramente que podría haber sido uno más de la banda de Liverpool (de la que era fanático) aunque según parece jamás en su vida tuvo una guitarra en la mano. Aún así, ¿quién me prohíbe imaginármelo a dúo con Ringo cantando With a little help from my friends

Pero George Best decidió ser otra cosa. Algo que por suerte no tengo que imaginar. Ahí están los videos para mostrarme a un genio suelto, compartiendo época con los Fab Four

Llegó a Inglaterra en 1964 desde la Irlanda del Norte, para jugar en el Manchester United, que había ido a buscar su talento y sus goles. Y si hubo algo que George le dio a los Reds fue talento y goles. Una vez escuché decir que se trataba de un típico exponente de los siete locos, esos wines que llenaban la derecha de la cancha de gambetas y locuras. Sin dudas, bien merecido tiene su lugar en la cofradía de Garrincha y del Hueso Houseman, porque al igual que ellos George jugaba de siete y estaba loco y, al igual que Mané y que René, hacía desparramos. Tan loco estaba, que de pronto se aburría de la raya de cal y se iba a jugar de cualquier otra cosa en cualquier parte del campo. Take it easy, los desparramos los seguía haciendo igual. Por derecha, por izquierda o por el medio, con los pies, con la cintura o con la cabeza. 

Nunca supe por qué al hermoso estadio de Old Trafford, donde los Reds juegan de locales, lo llaman El Teatro de los Sueños. Si alguien lo sabe, tenga la delicadeza de no informarme erudita e insensiblemente que esto no haya tenido que algo ver con Bestie. Sí, mejor déjenme pensar que ese nombre tiene su motivo en ese flacucho que usaba la camiseta fuera y las medias bajas, que encerraba a la pelota entre sus piernas delgadas y la llevaba a velocidad de relámpago, que enganchaba cortito quebrando las caderas y enloqueciendo zagueros mientras la pelota se dejaba acunar entre esos pies alados que de pronto la hacían correr por el pasto, feliz y enamorada a fuerza de caricias, para luego mandarla a volar, también feliz, también enamorada, en busca de la red. 

El Manchester United de 1968, que fue campeón de Europa, tenía en sus filas a un Lord, que era el gran Bobby Charlton; y tenía un criminal, que era el desdentado Nobby Stiles. Como en todo buen equipo, hacía falta este para destruir y aquel para pensar. Pero si querés que tu buen equipo sea una leyenda, entonces para eso tenés que tener uno como George Best, uno que haga de wing, de mago, de enganche, de artista, de goleador, de bailarín. De loco.

Y mientras en Old Trafford los sueños de todos los hinchas del United se hacían realidad al conjuro de los botines del irlandés más famoso, afuera la vida era una fiesta. Al winger melenudo le gustaba meter goles y ridiculizar defensas, pero también le gustaban mucho las chicas, y a las chicas les gustaba él. Y también le gustaban los bares. “Yo no salgo de casa con intención de emborracharme. Simplemente sucede”. Salía de jugar y se iba a chupar por ahí. Y no había más remedio que perdonarle esas patinadas, porque en la cancha seguía dibujando arabescos e inflando redes. Además, seamos justos, no toda la culpa era de él. “Cada vez que llego a un lugar, hay setenta personas que me invitan a beber”, explicaba. “Y yo no sé decir que no”. No iba a ser el gran George el que desairara a un colega de copas. Eso no lo hace un caballero, señores.

En 1974 su campaña en el United llegó al final. Habían sido años llenos de gloria, y también con algunos problemas. El chico de Belfast se fue en silencio a seguir fabricando sueños en otros países y con otras camisetas. Y como la vida tiene eso, llegó el momento en que la nostalgia empezó a llenarle la boca de ese sabor que es a la vez dulce y amargo, cuando se mira para atrás y se encuentra un pasado lleno de momentos que ya no van a volver. George tenía siempre una sonrisa para los recuerdos buenos, que eran muchos, pero también para los más duros. Por ejemplo: “En 1969 dejé de beber. Fueron los peores veinte minutos de mi vida”. 

La rueda continuó su camino algún tiempo más, por distintos países. El flaquito pelilargo que alguna vez había hecho hervir la sangre de todo Manchester anduvo jugando en Escocia, en la Irlanda católica, en Estados Unidos. La magia seguía estando, el físico empezaba a no acompañar. En 1984, diez años después de haber dejado a los Reds, Bestie decidió cerrar la fábrica de sueños para siempre. Vino una nueva vida, con su día después, con un par matrimonios, con hijos, con más problemas, con alguna entrada a la cárcel. Los años seguían llegando sin pedir permiso, George continuaba en las andadas y entonces vino un momento en que el hígado le pidió jubilación y reemplazo. Siguió adelante, su salud empeoró. El 3 de Octubre de 2005 ingresó al hospital Cromwell, en Londres, con una infección renal. Y cuando salió el sol del 25 de Noviembre, el Belfast Boy cerró los ojos y se llevó sus gambetas al cielo de los locos (que es el cielo al que me gustaría ir).

Bueno, espero que les haya gustado conocer a George Best. Alguna vez soñó con una selección de Irlanda unida. Alguna vez dijo “Gasté la mitad de mi dinero en alcohol y mujeres, el resto lo despilfarré”. Y alguna vez, hace mucho tiempo en Old Trafford, supo llenar el aire de laberintos invisibles.  





miércoles, 17 de octubre de 2012

La flor de Jinotepe

No se puede hacer una revolución sin mujeres.

Por eso, en aquellos años en Nicaragua vivieron y murieron Luisa Amanda Espinoza, Blanca Arauz, María Castil, Claudia Chamorro, Mildred Abaunza...

Por eso también vivió y murió Arlen Siu, saeta de mil colores, mariposa clandestina.

Fue ella la que les hizo entender a todos que sin mujeres no habría revolución. Y vaya si la entendieron.

Papá Siu Lau había venido de China, donde había peleado con el Ejército Comunista Revolucionario, y en Nicaragua había conocido a mamá Rubia Bermúdez, que se llamaba Rubia aunque era más bien morocha. Entonces, en 1955 nació Arlen, y desde el primer momento fue para siempre la chinita de Jinotepe, su pueblo natal.

Arlen era feliz cuando tenía en las manos su guitarra, su acordeón, o su flauta. También lo era cantando, escribiendo o pintando. Y más feliz aún era cuando dejaba todo para marchar en misiones de alfabetización a las localidades rurales de Carazo, su provincia. 

Fue entonces cuando conoció de cerca la pobreza y el desamparo, cuando vio de frente la cara impiadosa de la dictadura somocista. Y escribió María Rural, su inmortal poema hecho de palabras simples y de lágrimas. Después, tomó la guitarra y lo convirtió en canción.

En 1972 un terremoto se tragó a Managua. Devastados miles de hogares, desbordados los hospitales de todo el país, la provincia de Carazo acogió a una multitud de refugiados. La niña mitad china y mitad nicaragüense se instaló en el albergue y se dio a los heridos en cuerpo y alma. Como lo había hecho siempre, desde cuando para la Navidad o el día de las madres se iba por los barrios juntando ropa usada y alimentos para las familias más pobres, que eran siempre muchas.

¿Dónde está Arlen, donde está su hija? preguntaron un día los vecinos a mamá Rubia. Faltaban en las calles de Jinotepe la muchacha hermosa y muchos de los gorriones jóvenes. La chinita se había hecho una soldadera del Frente Sandinista, y con ella varios de sus amigos. Se había ido a la montaña llevando a la espalda su guitarra, para cantar las injusticias, los crímenes y el dolor sin edad de Nicaragua; y su fusil, para luchar contra el interminable Somoza y por una revolución a la que desde entonces pertenecería por siempre. 

Estaban en una escuela de entrenamiento en El Sauce, cuando supieron que se aproximaban los asesinos de la Guardia Nacional. Caen por sorpresa y no hay tiempo para nada, más que para resistir a balazos hasta donde se pueda. Arlen es herida y toma su última decisión. "Yo aquí me quedo cuidando la retaguardia, escapen ustedes". Y se quedó para siempre en la montaña donde, dicen, hoy nace un arroyo que viene cada tanto a cantarle. Me gusta imaginar que todos los días la niña y el manantial cantan juntos a la nueva Nicaragua nacida de tanto dolor.

Arlen tenía 20 años como los tenía Rugama, que la había antecedido como poeta y como soldado. Hoy es bandera y es memoria.

Arlen Siu. Saeta de mil colores, mariposa clandestina. 



martes, 5 de junio de 2012

El León del desierto


-No supliques, hijo-

Omar Mukhtar miró profundamente y sin odio a su joven captor. Este bajó la vista, sin palabras ante la majestuosidad del hombre de setenta y dos años que se había puesto en pie con enorme esfuerzo tras ser derribado de su caballo, cuando huía de las tropas italianas que habían emboscado y dispersado a su grupo de muyahidines. En seguida llegó el grueso de la fuerza de choque y el viejo guerrero fue desarmado y cargado de cadenas. Atrás quedaron veinte años de lucha inclaudicable.

Mucho antes, en 1911, mientras el mundo marchaba sin remedio hacia la primera gran tragedia del siglo veinte, el Reino de Italia -que se había quedado sin nada tras el reparto colonial de África establecido en la Conferencia de Berlín de 1884- comenzó a soñar con la restauración de las viejas glorias del Imperio Romano. Al mando del almirante Cappo Farafelli, la flota de la Regia Marina ocupó entonces las costas cercanas a Trípoli y a Bengasi, del otro lado del Mediterráneo. Los turcos otomanos, dueños de esos territorios, no reaccionaron. Y de este modo las regiones de Tripolitania y Cirenaica, que hoy conforman Libia, pasaron a manos italianas.

Pero el anhelo de reconstruir el imperio no se cumpliría jamás. El principal responsable de esto fue un hombre llamado Omar Mukhtar.

Había nacido en una pequeña aldea llamada Janzour, y era poeta y también maestro. Todas las tardes, los niños sentados en el suelo a su alrededor aprendían de sus lecturas del Corán y se imbuían del amor a su tierra y su cultura. Cuando llegaron los invasores, Omar se dedicó a organizar a los grupos de guerrilleros rebeldes que por veinte años le hicieron la vida imposible a los distintos gobernadores italianos que Roma despachaba año tras año. Ocurría que aquellos beduinos desharrapados estaban conducidos por un maestro de la estrategia. Planificaban y ejecutaban cuidadosamente los ataques a los puestos de avanzada, emboscaban a las tropas enemigas y destruían las líneas de abastecimiento. Cumplida la misión, se desvanecían como fantasmas en el desierto en el cual los enemigos no se atrevían a aventurarse. Tras la sensacional victoria en la batalla de Ghartabiyyah, en 1915, miles de libios se unieron a Omar dispuestos a vencer o morir por devolver la libertad a su país. Y muchos más, en las numerosas aldeas de las montañas, le brindaban refugio y alimento en el camino y a la vuelta de sus incursiones. El gobierno invasor decidió entonces castigar con rigor a los pueblos que colaboraran con el bandido incorregible. Las redadas y fusilamientos estaban a la orden del día, pero todo era en vano. Omar Mukhtar y sus soldados continuaron la lucha sin dar ni pedir tregua, rechazando cualquier propuesta de paz indigna. Era vencer o morir.

En 1929 Mussolini perdió la paciencia. Era absurdo e inaceptable que después de casi dos décadas un ejército moderno no pudiera acabar con una banda de desesperados montados a caballo y mandados por un viejo. Llamó entonces al más sanguinario de sus generales, Rodolfo Graziani, el carnicero de Fezzan, y le dio carta blanca para que pusiera fin a tamaña insolencia. Este llegó a Bengasi dispuesto a romperle el cuello al elusivo e implacable enemigo. Su primera medida fue mandar al desierto una poderosa fuerza de choque a cargo del mayor Tomelli, que se lanzó a perseguir furiosamente a los rebeldes. Fue un desastre. Una emboscada magistralmente planificada por Omar acabó con Tomelli y todo su escuadrón motorizado cayendo a manos de los fusiles muyahidines. El teniente Sandrini, único sobreviviente del descalabro, aguardó resignadamente su destino. Sabía lo que le correspondía como enemigo. Pero Omar simplemente se acercó a él con la bandera italiana que sus hombres acababan de capturar como trofeo.

-Nosotros no matamos prisioneros. Toma tu bandera, para que se la lleves a tu general-

Y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:

-Ellos no son nuestros maestros-

Graziani no descansó desde entonces. Hizo venir de Italia miles de soldados y decenas de tanques y aviones para pulverizar a los jinetes guerrilleros de Omar. Cañoneó impiadosamente las aldeas y las montañas adonde sus enemigos pudieran refugiarse. Pero todo fue en vano. Los muyahidines se burlaban de toda lógica, atacando cuando y donde menos se los esperaba, emboscando de las maneras más insólitas, no repitiendo nunca sus tácticas, esfumándose sin dejar rastro. ¿Cómo se hacía para luchar contra un enemigo así?

Entonces, el Carnicero sembró el desierto con enormes campos de concentración adonde casi cien mil libios fueron confinados, condenados a morir de hambre y sed, fusilados o ahorcados. Allí fueron a parar pueblos enteros. Todo aquel que fuera sospechado de colaborar con los guerrilleros -hombre o mujer, niño o viejo- pagó con su vida el apoyo a la causa de la libertad y la independencia. Pero aún no alcanzaba para torcerle el brazo al duro guerrero, y entonces Graziani ordenó levantar un gigantesco muro de alambre de espino a lo largo de toda la frontera que unía Cirenaica con Egipto. De este modo logró frenar la asistencia material que los vecinos egipcios brindaban a Omar Mukhtar. Desprovistos de alimento y municiones, los beduinos desharrapados resistieron hasta el final. El 11 de setiembre de 1931 Omar, enfermo y debilitado, fue derribado de su caballo por una ráfaga enemiga mientras intentaba escapar de una emboscada cerca de la ciudad de Zaltan. Fue encadenado y llevado hasta Bengasi, donde Graziani decidiría su suerte. Y a pesar del maltrato y la humillación a que fue sometido, mantuvo hasta el final la serenidad de los que se hacen cargo de su destino. Un grotesco simulacro de juicio por alta traición acabó con la condena a morir ahorcado. Omar recibió la sentencia con la frente alta.

-De Dios venimos, y a Dios regresamos-

Finalmente, el 16 de setiembre de 1931 el maestro de Janzour, la pesadilla del ejército fascista, subió serenamente al cadalso. Allí pronunció sus últimas palabras.

-Gracias, Señor, por permitirme morir a manos de mis enemigos. Sobreviviré a mi verdugo-

Entonces le rodearon el cuello con la cuerda. Y el llanto del pueblo libio acunó la partida del viejo luchador.

Maestro, poeta, guerrero y héroe. Ese fue Omar Mukthar, el león del desierto. Y tal como él lo profetizó al pie de la horca, su recuerdo sobrevivió al de aquel que fuera su verdugo. Por eso aún hoy, en la noche profunda y misteriosa de Libia, el viento del Sahara parece murmurar sus palabras inmortales:

-No nos rendimos. Vencemos, o morimos-



viernes, 18 de mayo de 2012

Un olvido feliz de Galeano


Sobre mi mesa, mientras escribo, hay ahora varios libros. Soy portador malsano de esa extraña enfermedad que afecta a muchos adictos a la lectura y cuyo único síntoma es descripto como una necesidad absurda de llevar la cuenta de varios libros a la vez. Hasta cinco, en casos graves como el mío y, lo que empeora aún más el diagnóstico, en mixtura caótica de volúmenes que acometo por primera vez en mi vida con otros que vuelvo a repasar sin señales de hartazgo a la vista. Es que -admitamos- hay libros que tienen la virtud de convertirse, aún devorados una y otra vez, en una especie de insulina de la cual ya no se puede prescindir. Pasa con clásicos y pasa con best-sellers, con libros de cuentos y con historias de ciencia ficción, con recopilaciones de historietas y con novelas de autores dudosos. Y también con otros que no pueden clasficarse en ninguna categoría. Cada tanto, alguno de ellos me vuelve a invocar aunque sólo sea para invitarme a gozar una vez más con la lectura de un párrafo cualquiera que casi seguramente sé de memoria. Absolutamente ilógico, por supuesto, pero placenteramente inevitable. Descripta y explicada mi enfermedad, se entenderá por qué es que de vez en cuando siento la compulsión de bajar del estante “El fútbol a sol y sombra”, de Eduardo Galeano, libro que ya leí no menos de cinco veces en mi vida.

Un verdadero deleite, como pasa con todas las creaciones del maestro, que explica a la perfección la ideología futbolera de este uruguayo hincha de Nacional de Montevideo. La pasión por la estética, la debilidad por los jugadores talentosos, el amor por el sentido lúdico de la actividad, tan grande e incondicional como la repulsión por su degeneración en negocio millonario y corrupto. Galeano se solaza en mostrarnos la doble cara del éxtasis triunfal tras el cual aguarda la oscuridad de la derrota. El fútbol que rescata de la muerte y que lleva a ella. El que enseña de moral al joven arquero Albert Camus y el que monta la plataforma publicitaria de dictaduras atroces. Que desata guerras como la de Honduras y El Salvador, y las detiene como la de Nigeria y Biafra. Que tan pronto desdibuja las discordias raciales como luego vuelve a resaltarlas con cínica crueldad. Y durante ese mágico recorrido volvemos a ver jugar a Uwe Seeler, a Garrincha, a Johann Cruyff, al Charro Moreno, a un cebollita de doce años llamado Diego Maradona. Metemos un gol en la final del Mundial junto a Gerd Müller, y en la misma página o en otra el Che nos ataja un histórico penal en un potrero brasileño y amazónico. Nos rompemos la rodilla para hacernos escultores, como Eduardo Chillida, y morimos en silencio el olvido solitario de Moacyr Barbosa. 

Siempre me sorprendió que entre tantas maravillosas evocaciones de ese libro faltaran un par de nombres sobre los que sin dudas don Eduardo tendría mucha cosa linda para decir. Simple olvido, seguramente, pero que me brinda una magnífica excusa para escribir un par de artículos. Uno, que a lo mejor vendrá más adelante, para un bohemio increíblemente talentoso que encandiló en los sesenta: George Best, aquel de “Gasté la mitad de mi dinero en alcohol y mujeres, a la otra mitad la despilfarré”; y el otro, que viene ahora, para Mathias Sindelar, el bailarín de papel.


Para ello, volvamos atrás. Época difícil la de los treinta, con Europa a punto de romper el hervor del caldero puesto al fuego en Versailles. Y el fútbol, claro, dando vueltas por ahí. Mussolini se propone organizar un Mundial, lo consigue y da una orden simple: Italia, su Italia fascista, deberá ser campeona, como sea. Es posible, desde ya. El equipo italiano es potente y será local. Pero saben que no será fácil. Y una de las razones para tener dudas se llama Wunderteam, el Equipo Maravilla. Es la selección austríaca forjada por Hugo Meisl, aquel entrenador que hacía del buen juego una premisa fundamental, al punto de decir que “antes que incluir a un torpe en el equipo, prefiero jugar con diez”. No había lugar para picapiedras ni para rústicos en aquel conjunto glorioso. Mientras en la mayoría de los países se había impuesto desde siempre la escuela inglesa fundamentada en el pelotazo y la carga, Meisl había sido educado por el técnico escocés Jimmy Hogan, quien le había inculcado la impronta de su tierra, basada en la habilidad, el toque y el pase corto. Esta influencia se extendería luego desde Austria a los países cercanos, como Hungría y Checoslovaquia, surgiendo así la escuela del “exquisito fútbol del Danubio”. De aquellos míticos equipos de los treinta, la Austria de Meisl fue la mejor, logrando su pico de éxitos entre el 31 y el 35, período durante el cual hicieron hocicar a todas las potencias europeas de entonces. Aquellos hombres que flotaban sobre el césped y trenzaban combinaciones de perfección geométrica no pudieron, sin embargo, ser campeones. En las semifinales del Mundial del 34 chocaron contra Italia, la dueña de casa, el equipo que no podía perder de ningún modo. Un gol del argentino Enrique Guaita, el piso embarrado del San Siro, que conspiró contra la filigrana austríaca, y la permisividad del árbitro para con la rudeza peninsular acabaron con el sueño. Sin embargo, el recuerdo del Wunderteam habría de sobrevivir a esta caída. Y muy especialemente, el de quien fuera el alma de aquel equipo.


 
Así es, no sería el olvido lo que la historia le reservaría a quien, conocido como “El Mozart del fútbol”, era entonces el mejor del mundo en su puesto, que era el de delantero central. Alto y extremadamente delgado, su figura parecía quebradiza a simple vista y recordaba a un hombre de papel, de allí el primero de sus apodos. Eso era, un papel al que el viento llevaba y que con gracia de bailarín se escabullía de los defensores más recios y no se detenía sino hasta el gol. Era el cerebro, el violín prinicipal de la orquesta de Meisl, que lo amaba como toda Austria. Fue él quien guió a sus compañeros a aquellos triunfos que hicieron historia. La madurez lo encontró talentoso como siempre, brillante como nunca. Y tras la decepción del Mundial 1934, a la vuelta del tiempo le aguardaban dos golpes durísimos: La muerte de su maestro Hugo Meisl en 1937; y el Anschluss, la anexión de su patria por parte del III Reich en 1938. Austria dejó de existir como país y el seleccionado nacional perdió el derecho de participar en el Mundial previsto para ese año en Francia. Pero aquella sinfónica aún tenía un último concierto para ofrecer, y lo hizo precisamente en un encuentro ante la selección de Alemania, organizado para celebrar la anexión. Austria venció por dos a cero; y fue Mathias -no podía ser otro- el encargado de anotar el segundo gol, el último de su vida, y de festejarlo en las mismas narices de los jerarcas nazis que ocupaban el palco. Los jugadores austríacos fueron, más tarde, forzados a incorporarse a la escuadra nacional alemana. Era eso o abandonar el país. Pero Mozart, que fue un campeón dentro de las canchas y más campeón aún fuera de ellas, no hizo ni lo uno ni lo otro, y entonces fue el fin. La persecución se abatió sobre él, acusado por la Gestapo de no acudir a las manifestaciones del Partido y de tener simpatía por los judíos. De hecho, Camila -su novia de toda la vida- lo era. El 22 de enero del 39, ambos fueron encontrados muertos en su departamento. La causa: inhalación de monóxido de carbono. Oficialmente, suicidio. Algunas versiones hablaron de accidente, otras de asesinato. Nunca se sabrá. Y pese a las prohibiciones y amenazas, 20.000 vieneses desafiaron al régimen y desbordaron las calles el día de su funeral. Tenía sólo 35 años. El alma del Wunderteam había muerto.

Esta fue la historia de Mathias, el bandido que ninguna defensa pudo capturar; el goleador que hacía magia desde la cabeza y el pie derecho de su cuerpo desgarbado; el hijo de obreros que deslumbraba en los estadios y que, como buen pájaro, prefirió morir libre que ser funcional a un régimen asesino. Moztl, vaya este recuerdo por tu fútbol que nunca vimos y por tu dignidad siempre admirada.





miércoles, 25 de abril de 2012

Claveles de Abril


Es la medianoche del 25 de abril de 1974 y Portugal comienza su despertar. En las radios suena un himno clandestino. Es Grândola, Vila Morena, una de las tantas canciones prohibidas por la dictadura más longeva de Europa.

    Grândola, vila morena
    Terra da fraternidade
    O povo é quem mais ordena
    Dentro de ti, ó cidade

El  Estado Novo lleva cincuenta años en el poder. Ya hace tiempo que ha muerto Antonio de Oliveira Salazar, el dictador eterno. Pero bajo el mandato de su sucesor, Marcelo Caetano, nada ha cambiado. Los interminables años del régimen han ido dejando un largo reguero de empobrecimiento y tristeza. Uno de cada siete portugueses ha sido arrojado al exilio. Y los esbirros de la terrible Policía Internacional e de Defesa do Estado se pasean a sus anchas por todo el país, desde Bragança a Tariva y desde Guarda a Coimbra persiguiendo y torturando, mientras en la lejana África las colonias de Angola, Mozambique y Cabo Verde, que sufren aún el expolio y la humillación de parte del carcomido imperio portugués, suspiran contemplando la reciente independencia de sus hermanos continentales.
 
    Em cada esquina um amigo
    Em cada rosto igualdade
    Grândola, vila morena
    Terra da fraternidade
 
Avanza la madrugada, y la señal convenida ha marcado el incio de la revolución. Los jóvenes capitanes del rebelde Movimento das Forças Armadas comienzan la marcha sobre Lisboa. Y a medida que van pasando las horas, Grândola, Vila Morena va sonando cada vez con más fuerza. El capitán Salgueiro Maia ha elegido esta canción como símbolo de un movimiento que quiere acabar con cinco décadas de tiranía. Suena también en la radio E depois do adeus, de Paulo Carvalho, la balada que ha obtenido el último puesto en el Festival de la Canción Europea de ese año, pero que tenía reservado un sitial épico en la Historia. Resuenan apenas como un murmullo al principio, y al poco tiempo todo Portugal está cantando, toda Lisboa se está poniendo de pie para recibir a los conjurados que marchan en busca del reducto del dictador.

    À sombra duma azinheira
    Que já não sabia a idade
    Jurei ter por companheira
    Grândola a tua vontade

A pesar del ruego expreso de los capitanes, preocupados por la seguridad del pueblo, las multitudes salen en torrente a las calles de la capital. Miles de claveles rojos son puestos en la boca de los fusiles, dando la bienvenida a los libertadores. Los portugueses están diciendo que no quieren matar, aunque estén dispuestos a morir. Y Zeca Afonso, el padre de la Grândola, sin sospechar siquiera que su canción se está convirtiendo en himno y leyenda, es uno más de aquella marea ardiente de heroísmo y borracha de libertad. Soldados y pueblo marchan codo a codo estrechando el cerco del Terreiro do Paço, último bastión del despotismo. Y entonces, Salgueiro Maia en persona presenta el ultimátum a Caetano. Durante el parlamento resuenan los únicos disparos de la jornada. Provienen de miembros de la PIDE acantonados junto con su jefe, y provocan la muerte de cuatro manifestantes, cuya sangre será la única que habrá de ser derramada durante la revolución. El Estado Novo, que termina su existencia sin gloria ni grandeza, acaba de cometer su último crimen.



Han pasado treinta y ocho años desde aquel 25 de Abril. El sueño quedó en el camino, cuando Portugal acabó ofreciendo mansamente su cuello a la guillotina del neoliberalismo. El enemigo ya no es un déspota envejecido. Ahora es un monstruo sin rostro ni nombre que arrasa con todo dejando a su paso sólo esperanzas rotas y países en ruinas. Y Portugal, como toda Europa, sufre en un silencio que duele pero que también preanuncia un clamor que no podrá ser acallado. Porque mientras en cualquier rincón de Porto, de Evora o de Castelo Branco haya alguien que entone Grândola, vila morena, los claveles de la revolución seguirán sin marchitarse.


sábado, 14 de abril de 2012

El díptico revelador de Bart

Cualquiera que, como el que firma, sea pasible de ser catalogado como un simpsonista ultramontano coincidirá plenamente con que uno de los rasgos más entrañables de esta serie ya largamente clásica, es el amplio y muy eficaz empleo de lo que se conoce como “referencias culturales”. Es decir, aquellas alusiones o guiños que remiten inequívocamente a eventos y personajes históricos, películas, canciones, obras de teatro, novelas, leyendas o lo que fuere… A veces utilizadas de manera más implícita y discreta, y en otras de modo más grueso e intencionado, pueden provocar tanto la sonrisa cómplice como la carcajada sorprendida. Especialmente en los episodios de aquellas viejas primeras temporadas, hoy tan extrañadas por muchos. Sin mayor esfuerzo, comparecen en la memoria de cualquier fanático capítulos con referencias que van desde Howard Hughes hasta el Che Guevara, desde Lucy in the Sky with Diamonds hasta el Karate Kid, desde Rupert Murdoch hasta Pink Floyd. 

De lo arriba escrito se podría llegar a pensar que la serie habría sido pensada y diseñada para agradar a un público dotado de un bagaje intelectual amplio. Nada de eso. En Los Simpsons, las referencias culturales le añaden un placer extra al espectador, son un ingrediente más del universo ideado por el genial Matt Gröening, pero de ninguna manera el único. Allí está la clave de su encanto: La posibilidad que la serie nos brinda para ser disfrutada desde planos diferentes e independientes entre sí. De ahí la convivencia del humor llano y más efectista que se alimenta de los vandalismos de Bart, las animaladas de Homero, los eructos de Barney, los accidentes que se abaten despiadadamente sobre la humanidad del pobre Juan Topo; con los subterfugios que se desencadenan a partir de la neurosis, la ignorancia, el cinismo, la deshonestidad sincera de los personajes… (“¿Recuerdas que te devolví el dinero que me prestaste? Bueno, ahora quiero que me hagas un favor a ”). Para no hablar del descarnado empleo de los más variados perfiles psicológicos  -aunque afortunadamente liberados de cualquier encorsetamiento en estereotipos clásicos, sino más bien que redefinidos esmeradamente en mil rasgos personalísimos- en muchos de los cuáles nos podemos reconocer, no sin cierta vergüenza al admitirlo, con sus cosas buenas y malas. Porque, siendo sinceros, ¿quién de nosotros no tiene –aunque sea a veces– un poco de la mediocridad utilitarista de Moe y –en otras– un poco del idealismo generoso de Lisa; ayer la tacañería de Monty Burns y mañana la dadivosidad de Ned Flanders; alguna vez el servilismo eficiente de Smithers y otra la rebeldía inoperante de Jimbo? El que esté libre de tanta esquizofrenia, que arroje la primera piedra (por cierto que no seré yo, contradicción ambulante, quien lo haga).

Pero bueno, mi idea no era la de terminar escribiendo un ensayo o un análisis sobre Los Simpsons. Eso ya se ha hecho muchas veces antes, y mejor. De lo que tengo ganas es de hablar, tomando como excusa precisamente una de estas mentadas referencias culturales, sobre dos de los grandes artistas que conoció el siglo XX. Sus nombres: Helmut Newton y Diane Arbus.

¿Quiénes son? Voy a dejar que sea el mismo Bart quien los presente. Para ello, retrocederemos a aquella entrañable primera temporada y volveremos a disfrutar del capítulo La correría de Homero. (Mierda, si hasta parece que fue ayer). La cosa comienza con la adquisición por parte de Bart de una cámara fotográfica en miniatura. (¿Hará falta aclarar que estamos en 1990 y que todavía la fotografía no es digital ni enviable por correo electrónico ni copiable en pendrive ni compartible en Facebook?). Continúa con Homero asistiendo a una despedida de soltero. Y se descuaderna cuando Bart  –con elusividad de espía– consigue capturar una escena donde su papá, devenido en el alma de la jarana, baila frenéticamente con un bombón de Springfield llamado Princesa Cachemira. El resto es, aún por conocido y recordado, tan previsible ahora como entonces, y como entonces tan delicioso de atestiguar: La imagen de la bella y la bestia se convierte en un fenómeno popular desde que ve la luz en el laboratorio de la Junta de Futuros Fotógrafos de América, se descontrola en la fotocopiadora de la Escuela Primaria de Springfield, se expande por el pueblo a velocidad de vértigo, consagra a Homero como fugaz playboy local y se estrella contra la furia de Marge, derivando en una crisis matrimonial que, ya entonces, termina resolviéndose de modo tan absurdo como los acontecimientos que la generan. Pero volvamos a donde quería llevarlos. Es a aquel momento en el que Bart, de manera feliz e involuntaria, logra el hallazgo de crear en una sola imagen un merecido homenaje a dos fotógrafos tan geniales como diferentes.

"Mi papá y la Princesa Cachemira" (Bart Simpson, 1990)

 
“Los tonos grises recuerdan la obra de Helmut Newton” opina entusiasmado uno de los chicos del club de jóvenes chasiretes, observando a “la sensual chica” que se contonea ante el entusiasmado Homero. Helmut Newton fue justamente eso: El fotógrafo de las chicas sensuales y los tonos grises. Nació como Helmut Neustädter en 1920 en Berlín. De origen judío, al comenzar las persecuciones contra estos por parte de la maquinaria nazi, se marchó a Singapur, pasando luego a Australia, donde comenzó su carrera como fotógrafo de modas. A partir de los 50, entre Londres primero y París después, cuando trabajó para revistas como Vogue o Elle, se consagró como el mago de la fotografía erótica. El glamour y la seducción conformaban el background de su trabajo. Ante su lente desfilaron muchos de los íconos sexuales del siglo pasado, como Paloma Picasso, Naomi Campbell, Claudia Schiffer y Natassja Kinski. Ojos y labios marcados, claroscuros, mujeres desnudas en ámbitos generalmente lujosos y elementos fetichistas fueron algunos de los componentes que se combinaban magistralmente en sus obras. Personal e irrepetible, la serie Big Nudes (1980) marcó el pináculo de su estilo y su técnica. Murió en Los Angeles en 2004, dejando un inmenso legado perpetuado en su influencia sobre discípulos tales como Mark Arbeit, Just Loomis y George Holz. Y, por supuesto, Bart Simpson.

"Cyberwomen 7" (Helmut Newton, 2000)



“Creo que evoca los personajes de Diane Arbus”, comenta el mismo pibe colega de Bart al dirigir su mirada hacia el segundo centro de gravedad de la foto, allí donde la camisa blanca de Homero se muestra incapaz de contener esa panzota eternamente abultada y casi con vida propia que se mueve de arriba abajo mientras su propietario desanda un frenesí y una energía juveniles y solteros que pocas veces en su vida y en el resto de la serie volverá a alcanzar. Digno ejemplar de haber posado para Diane Arbus, por cierto. También fotógrafa como Newton, nacida casi al mismo tiempo que este (1923) en Nueva York, con el nombre de Diane Nemerov. Hija de una familia acomodada, su infancia en cuna de oro contrastó con el interés que, a partir de su adolescencia, la empujó a adentrarse en los barrios de Nueva York, cuyos personajes la fascinaban. Mendigos, artistas callejeros, prostitutas y borrachos, especialmente.  Casada muy joven con el aspirante a actor Allan Arbus, inició junto con él su carrera como fotógrafa. Curiosamente, también dedicándose a la moda y publicando en Vogue. Pero a partir del ’58, ya divorciada y tras tomar clases con la fotógrafa austríaca Lissette Model, encontraría el rumbo definitivo: Comenzó a poner delante de su cámara a aquellos seres con quienes había compartido sus vagabundeos adolescentes, como tratando de reflejar a través de ellos sus propios monstruos interiores. Así retrató a travestis, linyeras, siameses, fenómenos de circo, locos, nudistas... La muestra New Sensations, de 1967, causó para muchos un profundo rechazo. Pero también sirvió para que muchos otros la consagraran como una fotógrafa de culto. Su vida agitada y promiscua fue apagándose hasta caer en una depresión que –finalmente- culminó en suicidio en 1971. Seguramente, la Springfield de Matt Gröenning y sus arbusianos habitantes habría sido el escenario ideal para que Diane descubriera muchas más de esas nuevas sensaciones.

"Dominatrix embracing her client" (Diane Arbus, 1970)

Pues bien, estas miradas tan (aparentemente) distintas del mundo y de los seres que lo transitan, fueron unidas por Bart en un díptico revelador: La Princesa Cachemira y Homero Simpson; sensual ella, bizarro él; la seducción y el grotesco; Helmut Newton y Diane Arbus. Caras opuestas que, de pronto, confrontan su asimetría convirtiéndola en una única máscara. Y al fin de cuentas, ¿no es eso lo que todos nosotros somos? Seguro que es lo que somos: Una imagen viviente donde convergen lo bueno y lo malo, lo bello y lo deforme, lo verdadero y lo mentiroso. Gracias por recordárnoslo, Bart.

jueves, 9 de febrero de 2012

Las marchas escolares y la crisis del sentir patriótico

Es llamativo el hecho de que ningún pensador argentino contemporáneo haya reflexionado jamás acerca de un tópico clave de nuestra cultura, uno de los elementos más conflictivos en lo que refiere a la formación del espíritu nacionalista en generaciones y generaciones de niños.  Me refiero a la marcha patriótica “Aurora”, que ha sido entonada por los educandos de todas las escuelas del país desde tiempos inmemoriales durante los actos escolares, en el climácico momento en que la enseña patria es izada hasta el tope del mástil para ondear allí, idolatrada, plendorosa y ostentando su blime majestad.

No voy a descubrir nada diciendo que “Aurora” cuenta con una letra de alto vuelo poético. Sus autores, los señores Quesada e Illica, sin dudas contaron con amplio favor de las musas a la hora de escribir tan fervorosa marcha. Es por ello que resulta inevitable inflamarse de patriótico amor cuando entonamos sus estrofas ante la vista de la enseña que Belgrano noslegó después de haber cruzado el continente exclamando asupaso libertad.

Pero tal letra  -precisamente por tan rica y pródiga en matices líricos-  conllevó desde siempre, como consecuencia corolaria de dicha virtud, una inevitable y enojosa confusión entre quienes aprenden, de muy pequeñuelos, a cantarla por primera vez en las aulas y patios escolares. Ocurre que muchos de los términos, giros y figuras que la componen son, como ya dijimos, de una compleja riqueza que dificulta su interpretación, sobre todo a quienes, durante la misma época de su vida, recién hacen sus primeras armas de lectura con el concurso de libros de texto cuyo fatigoso esmero sintáctico y gramatical es inversamente proporcional al interés que despiertan sus contenidos.

Así las cosas, fue históricamente imposible evitar que las complicadas metáforas y las arcanas expresiones en que suelen incurrir los himnos argentinos en general  –y "Aurora" en particular– derivaran con el paso del tiempo, a partir de la perdonable ignorancia de los jovencísimos estudiantes, en malinterpretaciones y deformaciones de la letra original, que se irían transmitiendo de hermanos mayores a menores y de segundos grados a primeros, enriqueciéndose y adquiriendo, paulatinamente, proporciones cada vez mayores de sinsentido y absurdo. Veamos.

Alta en el cielo, un águila guerrera
Audaz se eleva en vuelo triunfal

Verdad que hasta aquí no tenemos mucho material que se preste a ningún galimatías lingüístico, si bien no podemos dejar de señalar que mentirá flagrantemente quien diga que, a sus seis años de edad, interpretó cabalmente que lo que estaba cantando significaba, ni más ni menos, lo siguiente: Un águila guerrera audaz (que simboliza a la bandera) vuela triunfalmente hasta llegar al cielo que, como todos sabemos desde nuestra infancia y por mera comprobación empírica, se ubica muy alto. Pero obviemos esta caprichosa lectura del asunto y volvamos al meollo de la cosa pasando a los versos que siguen:

Azul un ala, del color del cielo,
Azul un ala, del color del mar

Nieguen ahora mis lectores que nunca se les ocurrió que lo que en realidad estaban cantando decía “Azulunala del color del cielo, azulunala del color del mar”. Pues que así era. Muchos niños se convencían, en su afán de darle una explicación satisfactoria a aquello, que el verbo “azulunar” debía por lógica significar algo así como “teñir de azul”, lo cual justificaba sobradamente el uso de la forma imperativa enclítica azulunala. ¿Acaso hay algo más evidente que la imperiosa necesidad de teñir periódicamente de azul una bandera que, expuesta a los céfiros invernales y a los inclementes soles del estío, está fatalmente condenada a perder su característico color original, tomado por el venerable Don Manuel del mismísimo cielo re-fulgente de nuestra patria? Prosigamos.

Allí en el asta aurora irradial
Punta de flecha el áureo rostro imita

La cosa comienza a complicarse para cualquier lego en poesía épica. No extrañe, pues, que muchas blancas palomitas se apresuren a creer que se debe cantar “Allienelasta”,  expresión imposible de ser catalogada como barbarismo por el mero hecho de no poseer la mínima similitud con ninguna palabra de ningún idioma terrestre. ¡Pero que así dice la letra, pues! Afortunadamente, el hemistiquio siguiente viene a arrojar algo de luz en el camino, brindándonos algo con un sentido vago pero incuestionablemente válido: “Aurora y Radial”. Claramente, indica que la canción “Aurora”, que estamos cantando ahora mismo, está siendo transmitida simultáneamente por radio, con el noble fin de hacer llegar nuestras canoras voces a todos los hogares de la nación. ¡Como para no sentirnos todos hermanos con tan mágica comunión de argentinidad al palo del mástil! Envalentonados y con el pecho inflado veamos lo que sigue. ¡Pues que ahora sí que no hay consenso posible! Los argentinos somos conocidos por nuestra tendencia a la discordia y la polémica. Pero ¿cómo evadir tal condición si desde niños se nos somete a defender cualquiera de las tesituras siguientes?

“Punta de flecha, el áureo rostrimista”:
“Punta de flecha, Eladio, Rostro y Mirta”
“Punta de flecha, el audio rostro mira”
“Punta de flecha, el lado dos, primita”

Etc., etc., etc…

Los partidarios más encarnizados de cada una de estas alternativas se desviven desde siempre por imponer desaforadamente sus respectivas posturas desgañitando justificaciones imposibles según las cuales “rostrimista” es un tipo con rostro de optimista; “Eladio” es el nombre de un soldado correntino, íntimo amigo del Sargento Cabral, que peleó en la batalla de San Lorenzo y que mató él solo a cincuenta españoles; “Rostro y Mirta” se refiere una pareja de heroicos potosinos que refugiaron al comandante Balcarce luego del desastre de Oaky (o de Huaqui, o de Guaqui, whatever) ... Y así ad nauseam, de modo tal que incluso la estupenda e incuestionable “Punta de flecha”, de cristalina significación para la amplia mayoría del alumnado y la ciudadanía en general, cae también ante la acometida de la impertinencia infantil por obra y gracia de un ínfimo pero no por ello menos recalcitrante grupo de pequeños tempranos adictos a la literatura deportiva que no vacilan en convertirla en esta deleznable expresión:  

“Puntaje fecha es lauro de optimista”

Tratemos de sobrevivir por nosotros mismos a tan sombrío torbellino de absurdos y huyamos hacia las frases siguientes, cuya dulzura y vibración tornan imposible el pronunciarlas sin henchirnos de espíritu albiceleste.

Y forma estela al purpurado cuello
El ala es paño, el águila es bandera

Imposible reducido a papilla por los noveles recitadores de nuestras escuelas primarias, que se empeñan en deformar significantes y significados al entusiasta coro de:

Informa Estela al Purpurado Cuello
Helala, este año el águila es pantera

Sólo la afiebrada mente de los pequeños dilettanti puede pergeñar tan desastrosa sucesión de atentados al espíritu nacional. Es necesario aclarar a quienes hayan podido seguir la lectura hasta este punto sin caer en calenturientos delirios regresivos, que no les parezca absurdo el citado ejemplo, toda vez que resulta una más que plausible explicación que algún párvulo disconforme haya acudido a su padre, tutor o encargado con la lógica y sana curiosidad de su edad enarbolando la inquietud titulada “Pa, ¿qué es purpurado?”, a la que el voluntarioso progenitor, tan pleno de amor paternal como desprovisto del adecuado e indispensable contexto aclaratorio de la cuestión, haya respondido ingenuamente que el tal vocablo no es ni más ni menos que un sinónimo culto de “obispo”. No hace falta más al infante para que la frase cobre sentido total en su intrincada lógica. Resulta perfectamente plausible que el Obispo Cuello, cuya entidad pasará desde ese mismo momento a revestir la fuerza de un auténtico mito urbano entre la generalidad de la población menuda, deba ser cabalmente informado de algo por parte de una comedida Estela.  Ese algo queda puntual y definitivamente aclarado en el verso siguiente, donde se nos impone la novedad de que, dado que este año el águila se convertirá en pantera (según vaya a saberse qué insólita derivación de los ciclos del Horóscopo Chino empleada por los chicos a modo de burda deus ex machina) se torna perentorio que el citado obispo tome el recaudo de helarla (al águila, claro) a fin de evitar tan perturbadora transformación. ¿No es absolutamente lógico? Un águila congelada queda siempre siendo águila, por más veleidades mutantes que tuviere. ¡Triste destino sería el de una patria cuyos hijos permitieran que su bandera trocara en peine! Nosotros aquí, ya rendidos ante una retórica que de tan delirante se nos torna imposible de refutar, corremos hacia la luz que se percibe al final del túnel y de la canción, como cálido y reivindicador refugio para nuestros más enraizados conceptos. En efecto, resulta imposible no rendirse a la inmaculada pureza y sencillez de lo que sigue:

Es la bandera de la patria mía
Del sol nacida, que me ha dado Dios

¡Claros y precisos versos que cortarán de cuajo cualquier retorcimiento por parte de las impunes criaturas a quienes confiaremos el futuro de la Patria! Alabado sea ese mismo Dios que, amén de darme esa bandera que nació del sol…
Esperen, esperen… ¿En qué quedamos? ¿La bandera nació del sol? Pero si nació del sol, ¿Por qué decimos que me ha dado Dios? ¿Dios vendría a ser el Sol? ¿Es que ahora abandonamos nuestro tradicional catolicismo apostólico romano para volvernos burdos paganos idólatras, adoradores del Astro Rey? ¿Qué somos, ahora? ¿Egipcios, griegos, aztecas, bosquimanos? Más aún, ¿a qué entonces tanto homenaje a Belgrano, hasta aquí supuesto creador de la bandera, si ahora quedamos en que a la bandera nos la ha dado Dios y además nació del Sol? ¿Belgrano vendría a ser un mero intermediario? ¡Ah, maldita la hora en que me enseñaron la letra de Aurora! Ya no sé en qué creer. ¡Dios mío! ¿Por qué no me hiciste bielorruso, australiano o keniata? ¿Cómo volver a sentirme orgulloso y vibrante de argentinidad ante tamaño desatino al que nos ha arrastrado nuestra irresponsable chiquillería escolástica?

Y es entonces que vengo, en ardiente epifanía en el epílogo de esta vacilante reflexión, a vindicar como único concepto claro e inmarcesible de nuestra lírica patriótica el magnífico verso que define, con paladina exactitud, nuestra más profunda idiosincracia y el modo más primordial que cobra nuestro sentir nacional cuando la vista del enemigo común:

Con valor, Susvín culos rompió

Sí, ni más ni menos que el viejo y querido general Susvín, personaje amado -en instintiva sabiduría- por todos los niños criollos, mítico ser de quien el luminoso nombre es omitido pérfida y minuciosamente por todos los historiadores en cuyas fuentes hayamos tenido la desgracia de abrevar.

¡Ah, historiadores argentinos, tradicionales o revisionistas, enfrentados en nimiedades, igualados en necedad! Que las generaciones futuras sepan reparar lo que nosotros y nuestros antepasados tan torpemente hemos venido destruyendo a lo largo de doscientos años de obtusa iconoclasia.