Bhagavad Gita
Acá hay historias de olvidados y recuerdos de quienes nunca fueron; broncas que se descargan y alegrías que se comparten; encuentros postergados y desencuentros crónicos; acá la lógica abdica en favor del absurdo y la mente en rebeldía estalla demoliendo los muros racionales que la aprisionan, para lanzarse a ciegas por los laberintos imposibles de la fantasía y el delirio. No mucho más que eso.
lunes, 11 de julio de 2022
El rostro revelado
“Me
he convertido en muerte, en destructor de mundos”
Bhagavad Gita
Estaba
furioso.
Decidido
a escupir a la cara a esos estúpidos y obsecuentes colegas que lo
veneraban como maestro, prócer, referente; que aplaudían con
extático fervor cada página y cada párrafo de sus novelas y que lo
colmaban de alabanzas y vítores en cada ámbito y ocasión en que se
veía obligado a alternar con ellos, que infortunadamente no eran
pocas al año.
Decidido
también a cerrarles la maldita boca a esos presuntuosos e ignorantes
críticos que siempre creían ver en sus textos los más venturosos
homenajes a Kanté, a Koscielny, a Verratti, a cuanto
genio atormentado pudieran citar, además -por supuesto- de exaltar
su brillo propio y extraordinario de manera tan paladina como
ditirámbica en todos los medios existentes.
Decidido
más que nunca a patear el culo a esos imbéciles lectores que, año
tras año, asaltaban en masa las librerías cada vez que un nuevo
libro suyo se presentaba para la venta y obligaban a la señora Soto,
su editora, a lanzar hasta diez nuevas reimpresiones que
invariablemente se agotaban como pan caliente.
Decidido,
sin la menor vacilación, a destruir a esos funcionarios cretinos
que, en lugar de dictar medidas para la mejora de la ciudad o para la
prosperidad del país, perdían el tiempo disponiendo que sus frases
consideradas como
las
más felices e inspiradoras brillaran en los frisos y las galerías
de todos los edificios públicos.
Decidido,
con adamantino rigor, a despreciar infinitamente a todas aquellas
decadentes sociedades, fundaciones y círculos que se desvivían en
homenajearlo y atiborrarlo de medallas, insignias y galardones a cual
más grotesco y rebuscado, y de aburrirlo y exasperarlo con
empalagosos y apologéticos discursos.
Estaba
furioso, y no quería que esa furia se calmase.
Acometió
entonces el trabajo sin demora,
procurando no
perder
ni un ápice de ira, de malicia, de perversidad.
Confió
a su resplandeciente inteligencia, a su inquebrantable disciplina y a
su portentosa inspiración la escritura de una nueva novela que fuera
perturbadora, que fuera disruptiva, que fuera un golpe como de piedra
en la mandíbula de aquellos colegas, aquellos críticos, aquellos
lectores, aquella editora, aquellos funcionarios, aquellas
sociedades, fundaciones y círculos.
Una
novela que llevara a todos su estentóreo alarido de venganza, su
macabra noticia de iniquidad.
Se
esforzó en dotar a cada una de sus frases de crueldad malévola.
Procuró que cada palabra fuese una aguja, un cuchillo, un carbón
encendido martirizando la piel.
Torturó
despiadadamente a sus desventurados personajes, desde el más heroico
al más insignificante. Les inventó destinos infamemente dolorosos.
Los sometió a horrores descriptos con sobrecogedora maestría.
Narró
desgracias terribles e injusticias indignantes con prístino deleite.
Describió sufrimientos y enfermedades con la meticulosidad más
morbosa.
Castigó
sin distingos tanto al más noble como al más ruin. Explotó
volcanes, hundió navíos, demolió ciudades, todo con la misma
brutal omnipotencia. Desató vendavales horrísonos, lanzó fieras
atroces, desbocó marejadas formidables, diseminó plagas
terroríficas, asesinó a padres, madres e hijos en espeluznante y
ciego genocidio.
Se
permitió cada acto de absolutismo que le vino a la mente, y lo
asentó en el papel con la más proterva minucia. Fue Dios y fue
Lucifer en cada movimiento de su pluma.
Su
novela fue una oda magnífica y perfecta a la peste y a la destrucción y a la desgracia y a la muerte desde la letra inicial hasta la postrimera. El triunfo
final del infierno más abyecto y espantoso fue su epílogo.
Con
febril dedicación, sin detenerse a descansar, ni a comer, ni a
beber, y después de extenuantes y frenéticas semanas, le dio
término.
Aquel
esfuerzo colosal, sin embargo, terminó por encender un fuego fatal
en su interior, que se ensañaría con su entraña y con su piel. Un
día después de entregar el manuscrito a la editora, desmayó en
fiebre y convulsiones.
Aunque
los médicos llamados a atenderlo se prodigaron con la mayor
solicitud, nada pudieron hacer.
Murió
un día antes de la publicación de su obra suprema.
La
contemplación de su rostro en la última expiración llenó de
espanto a la inmensa y descontrolada muchedumbre que acudió a su
funeral.
Nadie,
ni los colegas, ni los críticos, ni los lectores, ni los
funcionarios, ni la editora,
ni los representantes de las sociedades, fundaciones y círculos, se
atrevió a describir lo que esa faz irradiaba.
Nadie
soportó su contemplación más que unos pocos segundos.
Entonces,
apartaban la vista turbada por un horror confuso, desconocido hasta
entonces, que no sabían explicar,
y que no hubieran podido entender. Y temblaban en lágrimas de un
pánico inédito que, en ignorancia, atribuían al mero dolor que a
todos arrasaba en aquel momento.
Cuando
finalmente su Última Novela fue publicada, un fantasmagórico halo
de escándalo, locura y desesperación estalló en la ciudad y el
país.
Aquella
desbocada e infernal parusía horripiló a todos.
La
incredulidad, la indignación, la humillación póstumamente
infligida, resultaron inacabables.
Y entonces, por primera vez, por última vez, los colegas lo maldijeron;
los críticos lo condenaron; los lectores abjuraron de él; los
funcionarios ordenaron borrar todo rastro de su obra y su existencia
de los bronces y los mármoles; la editora mandó a quemar todo
cuanto de él había publicado; las sociedades, fundaciones y
círculos revocaron todas sus distinciones y abolieron de sus
registros todos los discursos apoteósicos.
Entonces,
en su tumba, su sangre bulló por un instante en marejada redentora.
Y
luego tuvo paz.
Bhagavad Gita
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