Él no entendía de miedos ni de silencios. Por eso andaba por las calles de Santiago, dele disparar su cámara, como un juego, con inocencia casi. Y no hacía caso de consejos ni prestaba atención a las miradas temerosas y a las voces preocupadas que le decían: Tené cuidado, no hables alto, no jodas tanto con esas fotos.
Rodrigo Rojas De Negri tenía 19 años. Y había vuelto a nacer en su Chile, después de una infancia de patria escamoteada por una dictadura cuyas cadenas ya chirriaban en aquel 1986.
La historia del exilio venía de diez años atrás, cuando le tocó partir hacia Canadá, a vivir su cumpleaños número diez lejos de su mamá, Verónica, que mientras tanto se la aguantaba como podía en el campo de concentración de Tres Álamos, una de las tantas sucursales del espanto diseminadas por todo el territorio chileno durante el tiempo de la pesadilla. Un año (se dice pronto) estuvo Verónica De Negri allí dentro. Pero logró salir andando, y entonces se fue para el Norte a buscar a los hijos que la habían precedido en el camino del destierro.
Después llegó para Rodrigo el tiempo de la adolescencia, en una tierra extraña a la que sentía no pertenecer. Es muy difícil, en esa edad de las inseguridades, saber que tu pasado es una semilla, hundida en una tierra lejana e inaccesible, que nunca llegó a germinar. Y es más difícil aún llevar atragantado el nombre de una patria cercado por nostalgias que no tienen forma de nada. Pero Rodrigo fue buscando respuestas en palabras simples que definían aquello tan querido, tan propio, tan lejano: Chile, Latinoamérica. Y encontró que la música y la poesía de su tierra y de otras tierras hermanas lo ayudaban a restañar su identidad herida.
En casa de otro exiliado chileno, Marcelo Montecino, aprendió a mezclar luces y sombras y a capturarlas adentro de una cámara. Y entre compañeros de Patria Grande aprendió a darle forma a sueños de libertad y justicia. Y con la suya, el alma de todos vibrando con cada triunfo, no importaba donde fuera: Una victoria sandinista en Nicaragua. Una hazaña más del Farabundo Martí en El Salvador. Y, sobre todo, la resistencia que crecía sin pausa en el Chile querido y remoto, la resistencia cada vez más grande, cada vez con menos miedo. Entonces decidió que tenía que volver. (Tal vez entendió que quedaba poco tiempo y que había que apurarse antes de que las ideologías comenzaran a morir).
Y un día, sus ojos de diecinueve años pudieron, por fin, reencontrar las imágenes que el exilio le había robado a su infancia. Su Chile, ese Chile que tanto le había faltado durante toda la vida, se le apareció como una tierra hermosa que debajo de su dolor escondía la fe que nadie había podido prohibir, que detrás de cada suspiro por la libertad perdida dejaba oír el murmullo alegre de la esperanza que no se había dejado encarcelar, que dentro de cada lágrima derramada guardaba sueños que habían escapado a los fusilamientos y a las torturas.
Y en seguida, Rodrigo comenzó su trabajo. Tomó la cámara y empezó a sacar fotos y más fotos. Clic, un policía. Clic, un carabinero. Clic, muchos manifestantes. Clic, barrios, paredes, niños, madres, mendigos, calles. Todo Santiago era capturado por el ojo mágico de Rodrigo, todo un país que latía en su lucha y en su espera que cada vez eran menos silenciosas. Tené cuidado, no hables alto, no jodas tanto con esas fotos. Pero él sabía que tenía que apurarse, y que no tenía tiempo para hablar en voz baja.
El 2 de Julio era día de protesta nacional. Él iba allí, con un grupo, por una calle comunal. Querían armar una barricada y cortar el tránsito. Una patrulla de soldados salió a su encuentro y comenzó la persecución. Escaparon todos, menos dos. Uno era Rodrigo, la otra era Carmen Gloria Quintana, de 18 años. Los redujeron, los rociaron de combustible y los hicieron arder. Luego, a las órdenes del jefe, teniente Sergio Fernández Dittus, los envolvieron en frazadas y los subieron a una camioneta. Después de dar vueltas un rato decidieron dejarlos tirados en una acequia de las afueras de Santiago.
Rodrigo murió cuatro días más tarde. Carmen Gloria, tenaz, emperrada, no les dio el gusto y resolvió vivir para contar el horror a todos.
Aún quedaba un largo tiempo de lucha, pero Rodrigo ya había dado lo suyo. Finalmente, en 1990 se terminó el tiempo de la infamia. Pero no todas las deudas se saldaron como se debía. Y aún hoy, ya con más de veinte años de democracia recorridos, queda mucha, muchísima injusticia sin reparar en un Chile que, acaso por eso mismo, tantas veces se nos propone como modelo. Por algo será. La memoria de Rodrigo sigue esperando.
Rodrigo, pequeño bandido cazador de imágenes, fantasma de cámara al hombro y mirada en el horizonte. No te dieron tiempo para nada pero vos, no sé cómo hiciste, tuviste tiempo para todo.