Lo primero que hago es
preguntarme qué diablos hago acá. Frente a mí se alza una mole
oscura, palpitante, difusa. Parece una niebla, una humareda o un
enjambre. Viéndola desde cerca comprendo que es muy alta, muy ancha,
y que mi campo visual contiene dificultosamente sus vagos límites.
Lo segundo que hago es
percibir un empujón en la espalda. Sin oponer resistencia, avanzo a
los tropezones. Efectivamente, la mole es blanda y penetrable. Antes
de haber dado diez pasos por su interior ya me he habituado al
creciente sonido de chicharras, al olor amargo que brota desde puntos
invisibles ubicados a mi alrededor, al chicotazo asincrónico de cosas
gomosas, que supongo tentáculos, en mis hombros y espalda.
A lo que no puedo
habituarme, ni aún después de cien o doscientos pasos (no me he
detenido) es a la oscuridad.
(...)
Trescientos pasos. Al
sonido de las chicharras se agregan ahora gorgoteos que suenan por arriba de mi
cabeza. El olor amargo desaparece a ratos, barrido por ráfagas sulfurosas. Creo haberme acostumbrado
a los golpes, hasta que sorpresivamente algo duro cae sobre mi cabeza
y allí rebota, marchándose lejos. Allí me detengo por primera vez. Mis
piernas, de tan endurecidas, se han clavado con fuerza en un terreno
que se ha vuelto fangoso y que se mueve debajo de mis pies, como el
lomo de un animal inconcebible. Luego, algo que vuela se estrella en
mi cara. Se desploma. Lo oigo rebotar en el suelo con el sonido que
haría una pelota de tenis al caer sobre un charco. Inmediatamente se
escucha el batir aparatoso de un aleteo. Percibo un roce en mi nariz
y olor a orina. El aleteo se aleja y pronto es tragado por las
chicharras.
(...)
La oscuridad es absoluta,
definitiva, asfixiante. Abro la boca e inspiro. Decido retomar el
avance y entonces descubro que tengo que hacer esfuerzo para despegar
mis pies del suelo pastoso y cálido.
Ochocientos pasos más.
Otro sonido, un silbido afilado, comienza a percibirse. Proviene de
frente a mí. A cada paso se hace más agudo y vibrante. Me falta el
aire. Abro la boca nuevamente. Mis inspiraciones se hacen cortas e
insuficientes. Agito los brazos. Grito. Caigo de rodillas sobre el
piso. Me estallan la cabeza y los oídos. Apoyo ambas manos, agacho
mi cabeza y comienzo a vomitar.
(...)
Después de mucho tiempo
me encuentro a gatas, con los brazos hundidos hasta el codo y la
frente rozando un fango delicuescente. La respiración es agitada
aún. La tos y la falta de aire me hacen temblar brazos y piernas y
labios. Mi estómago sigue revuelto, entonces imagino que en algún
momento volveré a vomitar. Mi garganta está cerrada. Creo que si
levanto la cabeza, abro la boca y aspiro con todas mis fuerzas podré
aliviarme. El resultado es un ramalazo de dolor en el pecho, una
arcada violenta, otro vómito, el desplome sobre el piso inundado, y
el silencio.
(…)
He vuelto a levantarme, y a caminar. Aún no logro normalizar mi respiración artificial y angustiosa. En cambio, ya he aprendido a predecir los ritmos con que aparecen y desaparecen las náuseas. A mi alrededor persisten el sonido de las chicharras, el silbido afilado, los olores. No hay un mínimo destello que rasgue la oscuridad, y mi mente afiebrada ya no acierta a reconstruir las imágenes del pasado. Absurdamente alzo la vista. Sigo caminando, y recibiendo golpes ocasionales. A veces es algo agudo que se clava en la espalda y me aguijonea durante varios segundos (tengo la impresión de que al irse ha arrancado un pedazo de mi carne). Otras veces es algo viscoso y peludo que choca contra mi pecho o mi rostro. Ahora siento pequeñas y rápidas mordeduras en los pies y en los tobillos. Pero lo peor son las cosas largas que se prenden a mis pantorrillas y trepan enroscándose en busca de mi entrepierna. Entonces pateo con furia para desprenderlas.
(…)
Creo haber caminado ya
unos diez mil pasos. O tal vez sean cien mil. Aún recuerdo vagamente
el momento en que todo esto empezó, el empujón que me lanzó hacia
el interior de esta mole que ahora desando, y recuerdo también
cuánto tiempo llevo haciéndolo. Pero sé que en algún momento (tal
vez muy pronto) el recuerdo del inicio de mi tránsito se hará
difuso e irreal, hasta desaparecer y no dejarme más pasado que esta tiniebla. Y sigo caminando, sin poder saber
ni calcular siquiera cuánto camino me espera aún, y si al final de me aguarda la utopía de algún lugar luminoso, o tal vez otro destino aún más
terrible que este. Y tan absurdamente como alzo la vista, cierro los
ojos e intuyo con un horror inédito que tal vez el reino de la noche
tenga un tamaño infinito y que, aunque continúe caminando por
siempre, haya llegado el final de mi viaje.
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