Yo vivo en el país del olvido, lo sé muy bien y lo compruebo
a diario. Por eso hoy quise traer una historia que viene de otro país que, en
ese sentido, es muy parecido al mío.
Esta es la historia de las trece rosas de España. Las trece
muchachas que, el 5 de agosto de 1939, derramaron la sangre inaugural de la
dictadura de Franco.
Carmen Barrero, 20
años. Una rosa.
Algunas de ellas eran militantes de las Juventudes Socialistas,
y hasta el último segundo de la guerra habían creído que la victoria era
posible, que Europa se uniría a ellas para hacer frente a la avanzada fascista
que comenzaba a cernirse sobre el continente.
Martina Barroso, 24
años. Dos rosas.
Pero la Historia tenía otros planes. La derrota republicana
fue pronto una dolorosa realidad. De todos modos, las chicas decidieron que la lucha
no había terminado, y que debía seguir adelante. Ya se vería cómo. Pero se
habían jurado que el Generalísimo no la tendría fácil.
Blanca Brisac
Vázquez, 29 años. Tres rosas.
El régimen se presentó en todo su macabro esplendor. Durante
aquel verano, Madrid vivió en su piel aún herida un infierno de detenciones,
torturas y fusilamientos. La propaganda instaba a la delación de cualquiera que
se interpusiera -o pretendiera hacerlo- en el camino de los nuevos amos del
poder.
Pilar Bueno, 27 años.
Cuatro rosas.
Las chicas no tuvieron miedo. Pero los espías pululaban por
la ciudad, los pusilámines denunciaban a
destajo, los traidores vendían el alma al diablo. Y los capitostes del caudillo
cumplían su función con toda eficacia, y esta era extender sus tentáculos hasta
el último rincón donde pudiera anidar un rojo, o una roja.
Julia Conesa, 19
años. Cinco rosas.
Los encargados de saciar la sed sangrienta de Franco habían
tenido en la Gestapo una buena escuela. Las jóvenes lo pudieron comprobar en
los centros de detención. La mayoría de ellas conoció allí el maltrato físico y
psicológico, la vejación, la tortura. Y también la dimensión de su propia
valentía.
Adelina García, 19
años. Seis rosas.
Después vino para ellas el tiempo de la cárcel. La prisión
de Ventas había sido construida en 1933 durante la Segunda República. En aquel
entonces su primera directora, la sufragista Victoria Kent, se había propuesto
hacer de ella un espacio de dignidad y recuperación de seres humanos. Pero
ahora el nuevo régimen la había reconvertido en un hacinadero de presas. Eran
cuatro mil en un lugar cuya capacidad era de cuatrocientos.
Elena Gil Olaya, 20
años. Siete rosas.
Allí estaban todas. Madres con sus hijos, mujeres hechas y
derechas que habían transitado los senderos del sacrificio y habían caído en
los abismos del desamparo. Y también muchachas de sangre aún adolescente que
desafiaban al desconsuelo y obligaban al optimismo, llenando el patio de la
prisión de risas, juegos y cantos. Niñas cuyos corazones temblaban de amor con
cada carta que llegaba trayendo las palabras de las madres que resistían y de los
novios que seguían peleándola desde cualquier parte.
Virtudes González, 18
años. Ocho rosas.
El 29 de julio, cerca de Talavera de la Reina, tres
militantes de las Juventudes pasados a la clandestinidad emboscaron y mataron a
Isaac Gabaldón, comandante de la Guardia Civil, inspector de policía militar y
encargado del "Archivo de Masonería y Comunismo". También a su hija y
a su chofer. Se formó entonces un Consejo de Guerra, y allí fueron a dar casi
sesenta “rojos”, la mayoría de ellos ya en prisión al momento del atentado.
Ana López Gallego, 21
años. Nueve rosas.
Las muchachas estaban incluidas en el grupo de los que
serían sometidos a juicio sumarísimo. Una farsa siguió entonces a continuación.
En menos de lo que canta un gallo, el tribunal decidió que todos eran culpables
de rebelión y de intentar reorganizar a las Juventudes. Pecado que sólo podía
saldarse con la condena a muerte.
Joaquina López
Laffite, 23 años. Diez rosas.
La madrugada del 5 de agosto, cincuenta y siete hombres y trece
mujeres fueron conducidos ante los muros del cementerio de la Almudena. Ellas
iban cantando:
Somos la joven guardia
que va forjando el porvenir
Nos templó la miseria
sabremos vencer o morir
Quizá el camino hay que regar
con sangre de la juventud…
Dionisia Manzanero,
20 años. Once rosas.
Primero fue el momento de los hombres, cuando aún era de
noche. Y cuando el sol comenzaba a alumbrar con rayos pálidos e indiferentes el
cielo de Madrid, fue el turno de ellas. Las balas franquistas se tiñeron
entonces con esa sangre que había llegado hasta allí cantando su verdad.
Lo que vino después fueron cuarenta años de olvido. Cuatro
décadas que, como podemos ver hoy, dejaron una herida aún abierta. Pero la
derrota no fue total. En algunas conciencias quedó latiendo la memoria. Y la
memoria fue entonces al rescate de tanto amor y tanta entrega.
Luisa Rodríguez de la
Fuente, 18 años. Trece rosas.
Así fue esta historia, y así la resumió Virtudes: No me matan por criminal. Me matan por una
idea que creo justa, y por ella muero. Los de hoy, como aquellos, son aún tiempos
de creer en ideas justas y de pelear por ellas, ya no contra dictaduras sino contra
poderes que aprendieron a disfrazarse de democráticos. Y que para sus fines instan
a la indiferencia y a la desmemoria. Tal vez por eso, quiero rescatar las
palabras que Julia escribió a su madre como despedida.
Muero como debe morir
una inocente. Que mi nombre no se borre de la historia.
Quédate tranquila, Julia. Descansa en paz con tus hermanas,
que no es el olvido lo que te espera. La lucha que iniciaste no se detendrá. Porque
tanto en tu España como en mi Sudamérica, hoy somos millones para asegurarnos de
que eso no suceda nunca.