Entrelazaron sus cuerpos en
silencio, mientras a su alrededor el agua cubría el jardín y la calle,
arrastrando hojas, cuerpos y tristeza. Un pájaro grande, oscuro e indiferente
pasó volando sobre el abrazo. Ella hundió la cabeza en el pecho de él. Él
apretó entre sus brazos la soledad de ella.
En el cielo, ahora heladamente
tranquilo, algunas nubes se amontonaron con parsimonia. Ninguno de los dos se
atrevió a mirar hacia arriba. El abrazo se hizo más fuerte al tiempo que un
viento ciego y sordo los envolvía. Ella tembló. Él
apretó los párpados y los labios.
Comenzaron a sentir el frío en
las pantorrillas. El nivel del agua subía poco a poco. La
fuerza de la corriente crecía casi imperceptiblemente a cada segundo.
El rumor del agua también
aumentaba. Ella aún alcanzaba a escuchar el mínimo murmullo de su propia
respiración. Él habría podido jurar que era capaz de sentir el martillar de sus
propios latidos. Un golpe seco, repentino, inesperado, los estremeció. A la
altura del nivel del agua, ya superando las rodillas de él, sintieron la presión
de algo pesado apretujándose contra sus cuerpos, empujado a su vez por la correntada.
Se sacudieron, gritando callada y desesperadamente, durante segundos interminables. Por fin, lo
pesado se desprendió de sus cuerpos y siguió su rumbo aguas abajo.
Ella espió a través de un solo ojo apenas entreabierto. Luego gimió, pero no pudo oírse.
La corriente se hizo más fuerte, al tiempo que crecían la debilidad de ambos y la oscuridad del aire. Los brazos
de ella ya no abrazaban con firmeza. Las piernas de él comenzaban a vacilar sobre sí
mismas. Las únicas palabras que se oían eran las que pronunciaba el agua, que
gritaba con miles de voces, alaridos húmedos, risas heladas, susurros enturbiados
que recitaban amenazas en sus oídos. Entonces las uñas de ella se clavaron por
última vez en la espalda de él antes de soltarse para siempre. Luego su cuerpo
se marchó con la corriente, mientras él gritaba palabras que no
significaban nada.