Lo llamaron The Belfast Boy, por su ciudad natal. Y
lo llamaron también El Quinto Beatle,
por su pelo largo, con flequillo incluido, además de su cara de nene rebelde
que se quería hacer el malo y nunca le salía. Sí, seguramente que podría haber
sido uno más de la banda de Liverpool (de la que era fanático) aunque según parece jamás en su vida
tuvo una guitarra en la mano. Aún así, ¿quién me prohíbe imaginármelo a dúo con
Ringo cantando With a little help from my
friends?
Pero George Best decidió ser
otra cosa. Algo que por suerte no tengo que imaginar. Ahí están los videos para
mostrarme a un genio suelto, compartiendo época con los Fab Four.
Llegó a Inglaterra en 1964
desde la Irlanda del Norte, para jugar en el Manchester United, que había ido a
buscar su talento y sus goles. Y si hubo algo que George le dio a los Reds fue
talento y goles. Una vez escuché decir que se trataba de un típico exponente de
los siete locos, esos wines que
llenaban la derecha de la cancha de gambetas y locuras. Sin dudas, bien
merecido tiene su lugar en la cofradía de Garrincha y del Hueso Houseman,
porque al igual que ellos George jugaba de siete y estaba loco y, al igual que Mané
y que René, hacía desparramos. Tan loco estaba, que de pronto se aburría de la
raya de cal y se iba a jugar de cualquier otra cosa en cualquier parte del
campo. Take it easy, los desparramos
los seguía haciendo igual. Por derecha, por izquierda o por el medio, con los
pies, con la cintura o con la cabeza.
Nunca supe por qué al hermoso estadio
de Old Trafford, donde los Reds juegan de locales, lo llaman El Teatro de los Sueños. Si alguien lo
sabe, tenga la delicadeza de no informarme erudita e insensiblemente que esto no
haya tenido que algo ver con Bestie.
Sí, mejor déjenme pensar que ese nombre tiene su motivo en ese flacucho que
usaba la camiseta fuera y las medias bajas, que encerraba a la pelota entre sus
piernas delgadas y la llevaba a velocidad de relámpago, que enganchaba cortito quebrando
las caderas y enloqueciendo zagueros mientras la pelota se dejaba acunar entre
esos pies alados que de pronto la hacían correr por el pasto, feliz y enamorada a
fuerza de caricias, para luego mandarla a volar, también feliz, también
enamorada, en busca de la red.
El Manchester United de 1968, que
fue campeón de Europa, tenía en sus filas a un Lord, que era el gran Bobby
Charlton; y tenía un criminal, que era el desdentado Nobby Stiles. Como en todo
buen equipo, hacía falta este para destruir y aquel para pensar. Pero si querés
que tu buen equipo sea una leyenda, entonces para eso tenés que tener uno como
George Best, uno que haga de wing, de mago, de enganche, de artista, de goleador,
de bailarín. De loco.
Y mientras en Old Trafford los
sueños de todos los hinchas del United se hacían realidad al conjuro de los
botines del irlandés más famoso, afuera la vida era una fiesta. Al winger melenudo le gustaba meter goles y
ridiculizar defensas, pero también le gustaban mucho las chicas, y a las chicas
les gustaba él. Y también le gustaban los bares. “Yo no salgo de casa con intención de emborracharme. Simplemente sucede”.
Salía de jugar y se iba a chupar por ahí. Y no había más remedio que perdonarle
esas patinadas, porque en la cancha seguía dibujando arabescos e inflando redes.
Además, seamos justos, no toda la culpa era de él. “Cada vez que llego a un lugar, hay setenta personas que me invitan a
beber”, explicaba. “Y yo no sé decir
que no”. No iba a ser el gran George el que desairara a un colega de copas.
Eso no lo hace un caballero, señores.
En 1974 su campaña en el United
llegó al final. Habían sido años llenos de gloria, y también con algunos
problemas. El chico de Belfast se fue en silencio a seguir fabricando sueños en
otros países y con otras camisetas. Y como la vida tiene eso, llegó el momento
en que la nostalgia empezó a llenarle la boca de ese sabor que es a la vez dulce
y amargo, cuando se mira para atrás y se encuentra un pasado lleno de momentos
que ya no van a volver. George tenía siempre una sonrisa para los recuerdos
buenos, que eran muchos, pero también para los más duros. Por ejemplo: “En 1969 dejé de beber. Fueron los peores
veinte minutos de mi vida”.
La rueda continuó su camino algún
tiempo más, por distintos países. El flaquito pelilargo que alguna vez había
hecho hervir la sangre de todo Manchester anduvo jugando en Escocia, en la Irlanda
católica, en Estados Unidos. La magia seguía estando, el físico empezaba a no
acompañar. En 1984, diez años después de haber dejado a los Reds, Bestie decidió
cerrar la fábrica de sueños para siempre. Vino una nueva vida, con su día
después, con un par matrimonios, con hijos, con más problemas, con alguna
entrada a la cárcel. Los años seguían llegando sin pedir permiso, George continuaba en las andadas y entonces vino un momento en que el hígado le pidió jubilación
y reemplazo. Siguió adelante, su salud empeoró. El 3 de Octubre de 2005 ingresó
al hospital Cromwell, en Londres, con una infección renal. Y cuando salió el
sol del 25 de Noviembre, el Belfast Boy cerró los ojos y se llevó sus gambetas
al cielo de los locos (que es el cielo al que me gustaría ir).
Bueno, espero que les haya
gustado conocer a George Best. Alguna vez soñó con una selección de Irlanda
unida. Alguna vez dijo “Gasté la mitad de mi dinero en alcohol y mujeres, el
resto lo despilfarré”. Y alguna vez, hace mucho tiempo en Old Trafford, supo
llenar el aire de laberintos invisibles.