martes, 5 de junio de 2012

El León del desierto


-No supliques, hijo-

Omar Mukhtar miró profundamente y sin odio a su joven captor. Este bajó la vista, sin palabras ante la majestuosidad del hombre de setenta y dos años que se había puesto en pie con enorme esfuerzo tras ser derribado de su caballo, cuando huía de las tropas italianas que habían emboscado y dispersado a su grupo de muyahidines. En seguida llegó el grueso de la fuerza de choque y el viejo guerrero fue desarmado y cargado de cadenas. Atrás quedaron veinte años de lucha inclaudicable.

Mucho antes, en 1911, mientras el mundo marchaba sin remedio hacia la primera gran tragedia del siglo veinte, el Reino de Italia -que se había quedado sin nada tras el reparto colonial de África establecido en la Conferencia de Berlín de 1884- comenzó a soñar con la restauración de las viejas glorias del Imperio Romano. Al mando del almirante Cappo Farafelli, la flota de la Regia Marina ocupó entonces las costas cercanas a Trípoli y a Bengasi, del otro lado del Mediterráneo. Los turcos otomanos, dueños de esos territorios, no reaccionaron. Y de este modo las regiones de Tripolitania y Cirenaica, que hoy conforman Libia, pasaron a manos italianas.

Pero el anhelo de reconstruir el imperio no se cumpliría jamás. El principal responsable de esto fue un hombre llamado Omar Mukhtar.

Había nacido en una pequeña aldea llamada Janzour, y era poeta y también maestro. Todas las tardes, los niños sentados en el suelo a su alrededor aprendían de sus lecturas del Corán y se imbuían del amor a su tierra y su cultura. Cuando llegaron los invasores, Omar se dedicó a organizar a los grupos de guerrilleros rebeldes que por veinte años le hicieron la vida imposible a los distintos gobernadores italianos que Roma despachaba año tras año. Ocurría que aquellos beduinos desharrapados estaban conducidos por un maestro de la estrategia. Planificaban y ejecutaban cuidadosamente los ataques a los puestos de avanzada, emboscaban a las tropas enemigas y destruían las líneas de abastecimiento. Cumplida la misión, se desvanecían como fantasmas en el desierto en el cual los enemigos no se atrevían a aventurarse. Tras la sensacional victoria en la batalla de Ghartabiyyah, en 1915, miles de libios se unieron a Omar dispuestos a vencer o morir por devolver la libertad a su país. Y muchos más, en las numerosas aldeas de las montañas, le brindaban refugio y alimento en el camino y a la vuelta de sus incursiones. El gobierno invasor decidió entonces castigar con rigor a los pueblos que colaboraran con el bandido incorregible. Las redadas y fusilamientos estaban a la orden del día, pero todo era en vano. Omar Mukhtar y sus soldados continuaron la lucha sin dar ni pedir tregua, rechazando cualquier propuesta de paz indigna. Era vencer o morir.

En 1929 Mussolini perdió la paciencia. Era absurdo e inaceptable que después de casi dos décadas un ejército moderno no pudiera acabar con una banda de desesperados montados a caballo y mandados por un viejo. Llamó entonces al más sanguinario de sus generales, Rodolfo Graziani, el carnicero de Fezzan, y le dio carta blanca para que pusiera fin a tamaña insolencia. Este llegó a Bengasi dispuesto a romperle el cuello al elusivo e implacable enemigo. Su primera medida fue mandar al desierto una poderosa fuerza de choque a cargo del mayor Tomelli, que se lanzó a perseguir furiosamente a los rebeldes. Fue un desastre. Una emboscada magistralmente planificada por Omar acabó con Tomelli y todo su escuadrón motorizado cayendo a manos de los fusiles muyahidines. El teniente Sandrini, único sobreviviente del descalabro, aguardó resignadamente su destino. Sabía lo que le correspondía como enemigo. Pero Omar simplemente se acercó a él con la bandera italiana que sus hombres acababan de capturar como trofeo.

-Nosotros no matamos prisioneros. Toma tu bandera, para que se la lleves a tu general-

Y volviéndose hacia sus hombres, les dijo:

-Ellos no son nuestros maestros-

Graziani no descansó desde entonces. Hizo venir de Italia miles de soldados y decenas de tanques y aviones para pulverizar a los jinetes guerrilleros de Omar. Cañoneó impiadosamente las aldeas y las montañas adonde sus enemigos pudieran refugiarse. Pero todo fue en vano. Los muyahidines se burlaban de toda lógica, atacando cuando y donde menos se los esperaba, emboscando de las maneras más insólitas, no repitiendo nunca sus tácticas, esfumándose sin dejar rastro. ¿Cómo se hacía para luchar contra un enemigo así?

Entonces, el Carnicero sembró el desierto con enormes campos de concentración adonde casi cien mil libios fueron confinados, condenados a morir de hambre y sed, fusilados o ahorcados. Allí fueron a parar pueblos enteros. Todo aquel que fuera sospechado de colaborar con los guerrilleros -hombre o mujer, niño o viejo- pagó con su vida el apoyo a la causa de la libertad y la independencia. Pero aún no alcanzaba para torcerle el brazo al duro guerrero, y entonces Graziani ordenó levantar un gigantesco muro de alambre de espino a lo largo de toda la frontera que unía Cirenaica con Egipto. De este modo logró frenar la asistencia material que los vecinos egipcios brindaban a Omar Mukhtar. Desprovistos de alimento y municiones, los beduinos desharrapados resistieron hasta el final. El 11 de setiembre de 1931 Omar, enfermo y debilitado, fue derribado de su caballo por una ráfaga enemiga mientras intentaba escapar de una emboscada cerca de la ciudad de Zaltan. Fue encadenado y llevado hasta Bengasi, donde Graziani decidiría su suerte. Y a pesar del maltrato y la humillación a que fue sometido, mantuvo hasta el final la serenidad de los que se hacen cargo de su destino. Un grotesco simulacro de juicio por alta traición acabó con la condena a morir ahorcado. Omar recibió la sentencia con la frente alta.

-De Dios venimos, y a Dios regresamos-

Finalmente, el 16 de setiembre de 1931 el maestro de Janzour, la pesadilla del ejército fascista, subió serenamente al cadalso. Allí pronunció sus últimas palabras.

-Gracias, Señor, por permitirme morir a manos de mis enemigos. Sobreviviré a mi verdugo-

Entonces le rodearon el cuello con la cuerda. Y el llanto del pueblo libio acunó la partida del viejo luchador.

Maestro, poeta, guerrero y héroe. Ese fue Omar Mukthar, el león del desierto. Y tal como él lo profetizó al pie de la horca, su recuerdo sobrevivió al de aquel que fuera su verdugo. Por eso aún hoy, en la noche profunda y misteriosa de Libia, el viento del Sahara parece murmurar sus palabras inmortales:

-No nos rendimos. Vencemos, o morimos-