viernes, 18 de mayo de 2012

Un olvido feliz de Galeano


Sobre mi mesa, mientras escribo, hay ahora varios libros. Soy portador malsano de esa extraña enfermedad que afecta a muchos adictos a la lectura y cuyo único síntoma es descripto como una necesidad absurda de llevar la cuenta de varios libros a la vez. Hasta cinco, en casos graves como el mío y, lo que empeora aún más el diagnóstico, en mixtura caótica de volúmenes que acometo por primera vez en mi vida con otros que vuelvo a repasar sin señales de hartazgo a la vista. Es que -admitamos- hay libros que tienen la virtud de convertirse, aún devorados una y otra vez, en una especie de insulina de la cual ya no se puede prescindir. Pasa con clásicos y pasa con best-sellers, con libros de cuentos y con historias de ciencia ficción, con recopilaciones de historietas y con novelas de autores dudosos. Y también con otros que no pueden clasficarse en ninguna categoría. Cada tanto, alguno de ellos me vuelve a invocar aunque sólo sea para invitarme a gozar una vez más con la lectura de un párrafo cualquiera que casi seguramente sé de memoria. Absolutamente ilógico, por supuesto, pero placenteramente inevitable. Descripta y explicada mi enfermedad, se entenderá por qué es que de vez en cuando siento la compulsión de bajar del estante “El fútbol a sol y sombra”, de Eduardo Galeano, libro que ya leí no menos de cinco veces en mi vida.

Un verdadero deleite, como pasa con todas las creaciones del maestro, que explica a la perfección la ideología futbolera de este uruguayo hincha de Nacional de Montevideo. La pasión por la estética, la debilidad por los jugadores talentosos, el amor por el sentido lúdico de la actividad, tan grande e incondicional como la repulsión por su degeneración en negocio millonario y corrupto. Galeano se solaza en mostrarnos la doble cara del éxtasis triunfal tras el cual aguarda la oscuridad de la derrota. El fútbol que rescata de la muerte y que lleva a ella. El que enseña de moral al joven arquero Albert Camus y el que monta la plataforma publicitaria de dictaduras atroces. Que desata guerras como la de Honduras y El Salvador, y las detiene como la de Nigeria y Biafra. Que tan pronto desdibuja las discordias raciales como luego vuelve a resaltarlas con cínica crueldad. Y durante ese mágico recorrido volvemos a ver jugar a Uwe Seeler, a Garrincha, a Johann Cruyff, al Charro Moreno, a un cebollita de doce años llamado Diego Maradona. Metemos un gol en la final del Mundial junto a Gerd Müller, y en la misma página o en otra el Che nos ataja un histórico penal en un potrero brasileño y amazónico. Nos rompemos la rodilla para hacernos escultores, como Eduardo Chillida, y morimos en silencio el olvido solitario de Moacyr Barbosa. 

Siempre me sorprendió que entre tantas maravillosas evocaciones de ese libro faltaran un par de nombres sobre los que sin dudas don Eduardo tendría mucha cosa linda para decir. Simple olvido, seguramente, pero que me brinda una magnífica excusa para escribir un par de artículos. Uno, que a lo mejor vendrá más adelante, para un bohemio increíblemente talentoso que encandiló en los sesenta: George Best, aquel de “Gasté la mitad de mi dinero en alcohol y mujeres, a la otra mitad la despilfarré”; y el otro, que viene ahora, para Mathias Sindelar, el bailarín de papel.


Para ello, volvamos atrás. Época difícil la de los treinta, con Europa a punto de romper el hervor del caldero puesto al fuego en Versailles. Y el fútbol, claro, dando vueltas por ahí. Mussolini se propone organizar un Mundial, lo consigue y da una orden simple: Italia, su Italia fascista, deberá ser campeona, como sea. Es posible, desde ya. El equipo italiano es potente y será local. Pero saben que no será fácil. Y una de las razones para tener dudas se llama Wunderteam, el Equipo Maravilla. Es la selección austríaca forjada por Hugo Meisl, aquel entrenador que hacía del buen juego una premisa fundamental, al punto de decir que “antes que incluir a un torpe en el equipo, prefiero jugar con diez”. No había lugar para picapiedras ni para rústicos en aquel conjunto glorioso. Mientras en la mayoría de los países se había impuesto desde siempre la escuela inglesa fundamentada en el pelotazo y la carga, Meisl había sido educado por el técnico escocés Jimmy Hogan, quien le había inculcado la impronta de su tierra, basada en la habilidad, el toque y el pase corto. Esta influencia se extendería luego desde Austria a los países cercanos, como Hungría y Checoslovaquia, surgiendo así la escuela del “exquisito fútbol del Danubio”. De aquellos míticos equipos de los treinta, la Austria de Meisl fue la mejor, logrando su pico de éxitos entre el 31 y el 35, período durante el cual hicieron hocicar a todas las potencias europeas de entonces. Aquellos hombres que flotaban sobre el césped y trenzaban combinaciones de perfección geométrica no pudieron, sin embargo, ser campeones. En las semifinales del Mundial del 34 chocaron contra Italia, la dueña de casa, el equipo que no podía perder de ningún modo. Un gol del argentino Enrique Guaita, el piso embarrado del San Siro, que conspiró contra la filigrana austríaca, y la permisividad del árbitro para con la rudeza peninsular acabaron con el sueño. Sin embargo, el recuerdo del Wunderteam habría de sobrevivir a esta caída. Y muy especialemente, el de quien fuera el alma de aquel equipo.


 
Así es, no sería el olvido lo que la historia le reservaría a quien, conocido como “El Mozart del fútbol”, era entonces el mejor del mundo en su puesto, que era el de delantero central. Alto y extremadamente delgado, su figura parecía quebradiza a simple vista y recordaba a un hombre de papel, de allí el primero de sus apodos. Eso era, un papel al que el viento llevaba y que con gracia de bailarín se escabullía de los defensores más recios y no se detenía sino hasta el gol. Era el cerebro, el violín prinicipal de la orquesta de Meisl, que lo amaba como toda Austria. Fue él quien guió a sus compañeros a aquellos triunfos que hicieron historia. La madurez lo encontró talentoso como siempre, brillante como nunca. Y tras la decepción del Mundial 1934, a la vuelta del tiempo le aguardaban dos golpes durísimos: La muerte de su maestro Hugo Meisl en 1937; y el Anschluss, la anexión de su patria por parte del III Reich en 1938. Austria dejó de existir como país y el seleccionado nacional perdió el derecho de participar en el Mundial previsto para ese año en Francia. Pero aquella sinfónica aún tenía un último concierto para ofrecer, y lo hizo precisamente en un encuentro ante la selección de Alemania, organizado para celebrar la anexión. Austria venció por dos a cero; y fue Mathias -no podía ser otro- el encargado de anotar el segundo gol, el último de su vida, y de festejarlo en las mismas narices de los jerarcas nazis que ocupaban el palco. Los jugadores austríacos fueron, más tarde, forzados a incorporarse a la escuadra nacional alemana. Era eso o abandonar el país. Pero Mozart, que fue un campeón dentro de las canchas y más campeón aún fuera de ellas, no hizo ni lo uno ni lo otro, y entonces fue el fin. La persecución se abatió sobre él, acusado por la Gestapo de no acudir a las manifestaciones del Partido y de tener simpatía por los judíos. De hecho, Camila -su novia de toda la vida- lo era. El 22 de enero del 39, ambos fueron encontrados muertos en su departamento. La causa: inhalación de monóxido de carbono. Oficialmente, suicidio. Algunas versiones hablaron de accidente, otras de asesinato. Nunca se sabrá. Y pese a las prohibiciones y amenazas, 20.000 vieneses desafiaron al régimen y desbordaron las calles el día de su funeral. Tenía sólo 35 años. El alma del Wunderteam había muerto.

Esta fue la historia de Mathias, el bandido que ninguna defensa pudo capturar; el goleador que hacía magia desde la cabeza y el pie derecho de su cuerpo desgarbado; el hijo de obreros que deslumbraba en los estadios y que, como buen pájaro, prefirió morir libre que ser funcional a un régimen asesino. Moztl, vaya este recuerdo por tu fútbol que nunca vimos y por tu dignidad siempre admirada.