Sobre mi mesa,
mientras escribo, hay ahora varios libros. Soy portador malsano de esa
extraña enfermedad que afecta a muchos adictos a la lectura y cuyo único
síntoma es descripto como una necesidad absurda de llevar la cuenta de varios
libros a la vez. Hasta cinco, en casos graves como el mío y, lo que empeora aún
más el diagnóstico, en mixtura caótica de volúmenes que acometo por primera vez
en mi vida con otros que vuelvo a repasar sin señales de hartazgo a la vista.
Es que -admitamos- hay libros que tienen la virtud de convertirse, aún
devorados una y otra vez, en una especie de insulina de la cual ya no se puede
prescindir. Pasa con clásicos y pasa con best-sellers, con libros de cuentos y
con historias de ciencia ficción, con recopilaciones de historietas y con
novelas de autores dudosos. Y también con otros que no pueden clasficarse en
ninguna categoría. Cada tanto, alguno de ellos me vuelve a invocar aunque sólo
sea para invitarme a gozar una vez más con la lectura de un párrafo cualquiera que
casi seguramente sé de memoria. Absolutamente ilógico, por supuesto, pero placenteramente
inevitable. Descripta y explicada mi enfermedad, se entenderá por qué es que de
vez en cuando siento la compulsión de bajar del estante “El fútbol a sol y
sombra”, de Eduardo Galeano, libro que ya leí no menos de cinco veces en mi
vida.
Un verdadero
deleite, como pasa con todas las creaciones del maestro, que explica a la
perfección la ideología futbolera de este uruguayo hincha de Nacional de Montevideo.
La pasión por la estética, la debilidad por los jugadores talentosos, el amor
por el sentido lúdico de la actividad, tan grande e incondicional como la
repulsión por su degeneración en negocio millonario y corrupto. Galeano
se solaza en mostrarnos la doble cara del éxtasis triunfal tras el cual aguarda
la oscuridad de la derrota. El fútbol que rescata de la muerte y que lleva a
ella. El que enseña de moral al joven arquero Albert Camus y el que monta la
plataforma publicitaria de dictaduras atroces. Que desata guerras como la de
Honduras y El Salvador, y las detiene como la de Nigeria y Biafra. Que
tan pronto desdibuja las discordias raciales como luego vuelve a resaltarlas
con cínica crueldad. Y durante ese mágico recorrido volvemos a ver jugar a Uwe
Seeler, a Garrincha, a Johann Cruyff, al Charro Moreno, a un cebollita de doce años
llamado Diego Maradona. Metemos un gol en la final del Mundial junto a Gerd
Müller, y en la misma página o en otra el Che nos ataja un histórico penal en
un potrero brasileño y amazónico. Nos rompemos la rodilla para hacernos
escultores, como Eduardo Chillida, y morimos en silencio el olvido solitario de
Moacyr Barbosa.
Siempre me
sorprendió que entre tantas maravillosas evocaciones de ese libro faltaran un
par de nombres sobre los que sin dudas don Eduardo tendría mucha cosa linda para
decir. Simple olvido, seguramente, pero que me brinda una magnífica excusa para
escribir un par de artículos. Uno, que a lo mejor vendrá más adelante, para un
bohemio increíblemente talentoso que encandiló en los sesenta: George Best,
aquel de “Gasté la mitad de mi dinero en
alcohol y mujeres, a la otra mitad la despilfarré”; y el otro, que viene
ahora, para Mathias Sindelar, el bailarín de papel.
Para ello,
volvamos atrás. Época difícil la de los treinta, con Europa a punto de romper
el hervor del caldero puesto al fuego en Versailles. Y el fútbol, claro, dando
vueltas por ahí. Mussolini se propone organizar un Mundial, lo consigue y da
una orden simple: Italia, su Italia fascista, deberá ser campeona, como sea. Es
posible, desde ya. El equipo italiano es potente y será local. Pero saben que
no será fácil. Y una de las razones para tener dudas se llama Wunderteam, el Equipo Maravilla. Es la selección
austríaca forjada por Hugo Meisl, aquel entrenador que hacía del buen juego una
premisa fundamental, al punto de decir que “antes
que incluir a un torpe en el equipo, prefiero jugar con diez”. No había
lugar para picapiedras ni para rústicos en aquel conjunto glorioso. Mientras en
la mayoría de los países se había impuesto desde siempre la escuela inglesa fundamentada
en el pelotazo y la carga, Meisl había sido educado por el técnico escocés
Jimmy Hogan, quien le había inculcado la impronta de su tierra, basada en la
habilidad, el toque y el pase corto. Esta influencia se extendería luego desde
Austria a los países cercanos, como Hungría y Checoslovaquia, surgiendo así la
escuela del “exquisito fútbol del Danubio”. De aquellos míticos equipos de los
treinta, la Austria de Meisl fue la mejor, logrando su pico de éxitos entre el
31 y el 35, período durante el cual hicieron hocicar a todas las potencias
europeas de entonces. Aquellos hombres que flotaban sobre el césped y trenzaban
combinaciones de perfección geométrica no pudieron, sin embargo, ser campeones.
En las semifinales del Mundial del 34 chocaron contra Italia, la dueña de casa,
el equipo que no podía perder de ningún modo. Un gol del argentino Enrique
Guaita, el piso embarrado del San Siro, que conspiró contra la filigrana
austríaca, y la permisividad del árbitro para con la rudeza peninsular acabaron
con el sueño. Sin embargo, el recuerdo del Wunderteam habría de sobrevivir a
esta caída. Y muy especialemente, el de quien fuera el alma de aquel equipo.
Así es, no sería
el olvido lo que la historia le reservaría a quien, conocido como “El Mozart del fútbol”, era entonces el mejor del mundo en su puesto, que
era el de delantero central. Alto y extremadamente delgado, su figura parecía
quebradiza a simple vista y recordaba a un hombre de papel, de allí el primero
de sus apodos. Eso era, un papel al que el viento llevaba y que con gracia de
bailarín se escabullía de los defensores más recios y no se detenía sino hasta
el gol. Era el cerebro, el violín prinicipal de la orquesta de Meisl, que lo
amaba como toda Austria. Fue él quien guió a sus compañeros a aquellos triunfos
que hicieron historia. La madurez lo encontró talentoso como siempre, brillante como nunca. Y tras la
decepción del Mundial 1934, a la vuelta del tiempo le aguardaban dos golpes
durísimos: La muerte de su maestro Hugo Meisl en 1937; y el Anschluss, la anexión de su patria por
parte del III Reich en 1938. Austria dejó de existir como país y el
seleccionado nacional perdió el derecho de participar en el Mundial previsto
para ese año en Francia. Pero aquella sinfónica aún tenía un último concierto
para ofrecer, y lo hizo precisamente en un encuentro ante la selección de
Alemania, organizado para celebrar la anexión. Austria venció por dos a cero; y
fue Mathias -no podía ser otro- el encargado de anotar el segundo gol, el
último de su vida, y de festejarlo en las mismas narices de los jerarcas nazis
que ocupaban el palco. Los jugadores austríacos fueron, más tarde, forzados a
incorporarse a la escuadra nacional alemana. Era eso o abandonar el país. Pero Mozart, que fue un campeón dentro de las
canchas y más campeón aún fuera de ellas, no hizo ni lo uno ni lo otro, y entonces
fue el fin. La persecución se abatió sobre él, acusado por la Gestapo de no acudir a las
manifestaciones del Partido y de tener simpatía por los judíos. De hecho, Camila
-su novia de toda la vida- lo era. El 22 de enero del 39, ambos fueron
encontrados muertos en su departamento. La causa: inhalación de monóxido de
carbono. Oficialmente, suicidio. Algunas versiones hablaron de accidente, otras
de asesinato. Nunca se sabrá. Y pese a las prohibiciones y amenazas, 20.000
vieneses desafiaron al régimen y desbordaron las calles el día de su funeral. Tenía
sólo 35 años. El alma del Wunderteam
había muerto.
Esta fue la
historia de Mathias, el bandido que ninguna defensa pudo capturar; el goleador
que hacía magia desde la cabeza y el pie derecho de su cuerpo desgarbado; el
hijo de obreros que deslumbraba en los estadios y que, como buen pájaro,
prefirió morir libre que ser funcional a un régimen asesino. Moztl, vaya este recuerdo por tu fútbol
que nunca vimos y por tu dignidad siempre admirada.