Maldije por lo bajo. Al destino, al azar, a mi karma, a la Ley de Probabilidades que me había depositado en la cátedra de la profesora Werchracki, y –trágica transitividad– a la profesora Werchracki, que había armado los grupos de trabajo para el segundo práctico cuatrimestral de Modelos y Simulación II según fuera a saberse qué maldito criterio. Aunque, en realidad, yo sí que sabía cual era el maldito criterio. A la vieja le encantaba formar equipos de tres a cinco alumnos, procurando que en los mismos coincidieran dos (o más) compañeros que se odiaran, o que al menos se llevaran mal. ¡Hasta parejas recién disueltas llegó a meter juntos!
Así fomento el acercamiento entre personas que no congenian, decía para justificar aquel despropósito. Con una constancia increíblemente inmune a toca clase y niveles de cuestionamientos, Werchracki había venido aplicando esa técnica –que ella consideraba modernísima– durante cada uno de los veintitrés años de su mediana y mediocre carrera docente logrando, como es fácil de imaginar, un fiasco tras otro. A lo largo de todo ese tiempo, la mayor parte de los grupos así formados habían fracasado con ruido, consecuencia lógica de la discordia que, desde el primer minuto de la primera reunión de trabajo, se instalaba entre los miembros como una nube negra y maléfica que a la mínima fricción o desacuerdo estallaba en mil relámpagos de acusaciones, disputas y reproches. ¿Qué trabajo podía llegar a buen puerto en esas condiciones? Desde ínfimas monografías hasta proyectos colosales, todos naufragaban en un mar de rencores y pullas, dejando a los infelices estudiantes a merced de la frustración y la crisis vocacional. En los casos más graves habían llegado a verificarse episodios de insultos, trompadas y sillazos históricos que acabaron destruyendo legajos inmarcesibles y manchando para siempre analíticos que hasta entonces habían sido dignos candidatos a una Beca Fulbright. ¿Cómo olvidar el caso de Nicolás Otaño, el flaquito que había terminado el bachillerato en el Cornelio Saavedra con un promedio de nueve noventa y cuatro y que ahora, en la Facu, venía metiendo un diez atrás del otro, al punto tal que el diario
El Imparcial le había hecho una nota donde se lo calificaba de alumno sobresaliente y potencial Nobel? Cosa curiosa y cínica de la vida que, habiendo provisto una dotación formidable de cualidades intelectuales como en el caso de este pibe –encima un pibe ultra sano que lo más osado que había hecho en su vida había sido tomarse un mojito– termina ella misma escupiéndote el asado de forma definitiva y en un único episodio, al contado rabioso, mediante el simple expediente de cruzar en tu camino (léase, adosarte de compañeros de grupo) a un par de irrecuperables como el Cameruza Belloni y la Paquita Promanzio. Mejor ni recordar como terminó eso, ahora que el pibe Otaño lleva tres años entrando y saliendo de una granja de rehabilitación en Malargüe. Encima la monografía les salió como el culo y se sacaron un dos. Todos –alumnos, bedeles, ex alumnos, profesores– coincidían en repudiar la estúpida ingenuidad de la profesora, que no parecía tener la menor noción de que su técnica, tan tercamente sostenida, resultaba ruinosa para todos. Yo por mi parte, cínico como siempre fui, había terminado por convencerme –y tengo fundamentos muy concretos para ello– de que la muy hija de puta de Werchracki, lejos de ser la vieja gagá por quien todos la tomaban, hacía lo que hacía muy a conciencia de lo que habría de pasar, de puro dañina, turra, pervertida, morbosa y malcogida que era. Si hasta me parecía adivinar un secreto regodeo que le hacía brillar los ojos cuando anunciaba, como por ejemplo ahora:
-Grupo número cinco: Colotto, Campastro, Miretti… y Gianoglio.-
Era inevitable. Que me digan ahora que era idea mía, pero lo cierto es que -antes de soltar el fatídico “Gianoglio”- la muy dañina dejaba flotar un provocativo silencio durante un mínimo margen de tiempo –acaso muchos ni siquiera lo percibieran– que le permitía entonces alzar la vista y gozar con la transformación que entonces experimentaba mi rostro. Seguro que lo gozaba. Gianoglio. Sabía que ese apellido me podía causar una espontánea y disparatada reacción en cadena de síntomas que comenzaban con una serie de intensos puntazos en mi nuca, seguían con dolorosos espasmos pectorales, saltaban luego hacia mis intestinos donde cobraban forma de violentos retortijones para, finalmente, explotar en una frenética taquicardia que yo lograba controlar dificultosamente echando mano a todo mi arsenal de filosofía zen. Cerraba los ojos y suspiraba para mis adentros, adivinando la cantidad de jornadas que se me venían encima del infierno compartido que sin dudas sería la elaboración de ese práctico. Con el Ratón Colotto y la Nati Campastro, estaba todo bien. Si desde primer año que estudiábamos juntos y siempre nos habíamos llevado bárbaramente. Apenas sí me molestaban un poco la falta de puntualidad del Ratón, siempre llegando no menos de media hora tarde a las reuniones, y la insistencia de Nati en llevar pastafrola cada vez que nos juntábamos a estudiar (la hacía ella, le salía horrible) y ofenderse si no la comíamos. Y bien que había que hacerlo, aunque fuera para no tener que aguantar después que anduviera con cara de culo y contestara cada pregunta con irritantes monosílabos. Pero fuera de eso, como dije, no pasaba nada grave ni con el Rata ni con la Nati. Nunca tuve –que yo recuerde– problemas serios con ninguno de los dos. Hasta podía decirse que éramos un buen equipo de laburo.
Con el pelotudo este del Mauricio Gianoglio, en cambio, tenía y tuve siempre algo que se puede definir como una enemistad mortal, pura, espontánea, sincera. Fue odio a primera vista. Ya desde el cursillo de ingreso (¡tres años, cómo pasa este maldito tiempo!), fue verlo y que me cayera mal. Resultaba lógico que así fuera. Para empezar Gianoglio era un gringo grandote, de físico trabajado, muy firme y seguro en sus ademanes y que lucía una tremenda –y permanente– sonrisa de pelotudo. Ampuloso, gritón, popular, permanente propalador de altísimas carcajadas más propias de un equino que de un ser humano, a toda hora y en todas partes, sin considerar ninguna diferencia entre que estuviéramos en la cantina de la Universidad en hora de almuerzo o en el aula, en medio de un parcial de Lógica Formal I. Vivía convencido de ser el ombligo del universo y de que sus gracias de eructar las frases “Chupame el choto” y “Bozzini maraca” configuraban el Nirvana del humorismo. Como para que no lo creyera así, claro, si vivía rodeado de aquella cohorte de adláteres, que conformaban la amplia mayoría del curso y que le festejaban absolutamente todo. Hasta el Ratón y la Nati, a quienes yo les hacía el no siempre merecido honor de tenerlos por chicos ubicados, maduros, incluso inteligentes, se solían prestar a la boludez. Cada tanto podía vérselos riéndose con alguna cualquiera de las imbecilidades de Gianoglio. Y así, por aquello de donde fueres haz lo que vieres, sucedía con el resto del curso. Menos conmigo, claro. El tipo –Gianoglio– me caía muy mal, y yo no lo disimulaba (nunca serví para caretearla, ni un poco). Y, lógicamente, esto tuvo su precio: El señorito acabó por no bancarse que en su reino osara existir un súbdito no dispuesto a rendirle pleitesía y a aplaudirlo como foca estúpida cada vez que hacía su clásico “pedo axilar” –todo un Great Hit de su repertorio– durante las clases de Cálculo Numérico de la profe Chicco, que automáticamente se largaba a llorar en estas situaciones, o cuando imitaba con exagerado amaneramiento al pobre del licenciado Meneclier. Que si bien el viejo era alto puto, y eso se sabía paladinamente, también es justo decir que no tenía nada de afeminado ni en su gesto ni en su modo de hablar. Pero, en fin, el tema es que el viejo era gay, y entonces Gianoglio lo tenía que caracterizar como el puto típico. Lógico, razonaba yo. Si no lo hacía así –casi faltaba que sacara un cartelito que dijera Estoy imitando a Meneclier, que es puto– corría el riesgo de que su selecto público no captara por dónde venía la cosa. En ese sentido, hay que reconocer que el tipo sabía con qué clase de bueyes araba. No se llega a ser el líder de una masa, aunque sea de una masa de descerebrados como aquellos con quienes yo compartía cátedra, sin contar con al menos algún atributo remarcable, como en este caso lo era el dominio del arte y la ciencia de llevar de la nariz a ese grupete con una capacidad de liderazgo que habría sido la envidia de Gandhi y Malcolm X juntos.
Pero volviendo a mí, Gianoglio nunca tuvo forma de seducirme, cosa que jamás me perdonó. Intentó llegar a mí entonces tratando de establecer una supuesta complicidad a la que, por supuesto, no correspondí en lo más mínimo. Por ejemplo, durante un tiempo comenzó a mandarme mails que contenían videos de minas en bolas que se untaban aceite en las tetas y se metían zanahorias en el culo; o de accidentes donde chocaban como veinticinco autos que se hacían mierda. Ese tipo de boludeces que a él le encantaban y lo hacían reír como un orangután (ya dije antes “como un equino”, no me quiero repetir). Y en el texto del mail donde me enviaba esas pelotudeces, me daba a entender que me lo mandaba a mí solo, como un gesto especialísimo que sólo se permitía él con gente a quien apreciaba de modo singular. Por supuesto que tal deferencia no le dio el menor resultado. Como dije, fui totalmente refractario a estos intentos de atraerme para su redil. Entonces comprendió la situación, me declaró tácitamente la guerra y a partir de ahí me hizo –explícita y bastamente- objeto de un montón de ataques. Pero para su desesperación, resultó que a mí me resultaba divertido tenerlo de enemigo. Él era bastante boludo, predecible, primario; y yo, por el contrario, agudo, veloz para la réplica, venenoso y caradura. Más de una vez mis respuestas lo dejaron mudo y sorprendido y, lo que sin duda más lo jodía, más que mal parado ante su sus atribulados acólitos. No es que mis contraataques fueran a mellar en lo más mínimo su absoluto dominio de aquella plebe, no. Pero, al menos, en tales situaciones Gianoglio debía soportar la poco acostumbrada humillación de tener que quedarse con la boca abierta y huérfana de réplica, y –por añadidura- la insolencia de alguna risa mal contenida procedente de alguno de sus incondicionales, que rápidamente se recomponía y optaba por adoptar un silencio culposo y comedido sobre el cuál sobrevolaba cual buitre una sensación de desamparo que ganaba a todo el grupete ante la defección de su monarca. Claro que esos momentos de tensa vacilación duraban pocos segundos. Consciente de su responsabilidad como líder negativo, en seguida Gianoglio mostraba sus dotes de brillante demagogo, recuperaba la iniciativa echando mano a alguna nadería cualquiera de su inventario básico (que generalmente no tenía nada que ver con la situación a la cual yo hábilmente lo había arrastrado) y, entonces, la piara recuperaba el talante y respiraba aliviada, entre risas reivindicatorias. Todo volvía a la normalidad, luego de la aplicación exitosa del plan de contingencia que siempre tenía preparado para estos (infrecuentes) casos. Ellos a su elemento de oquedad y pavada, yo nuevamente a hacer mi propia vida sin preocuparme por disimular una sonrisita irónica y pendiente de provocarles la peor irritación mediante uno de esos silencios míos perdonavidas, mientras disfrutaba placentera y egocéntricamente de mi pequeño gran triunfo intelectual.
Me resigné. Habría que ponerle el pecho a la cosa y bancarme al imberbe en el equipo. Traté de buscarle la vuelta a mi inquietud para tomarlo de la mejor manera posible. Enfocando el asunto de forma racional terminé por pensar que, aislado de su elemento, tal vez el tipo no fuera tan nefasto. Al fin de cuentas, yo sabía que contaba con mi ascendiente natural sobre el Ratón y sobre Nati, y que Gianoglio -sabedor de esta circunstancia- no tendría cómo disputarme ese territorio. Era así. Sin el soporte de su masa cautiva, hasta el tirano más firmemente asentado sobre sus prerrogativas se queda en bolas. No tendría otra que adaptarse a nosotros, y yo me ocuparía personalmente de garantizar que no se diera el menor lugar para más boludeo del tolerado. Tal vez habría que hacerle la concesión de alguna módica carcajada cuando hiciera de las suyas (todo es política en la vida, señores). Pero de ningún modo podría pasar de eso. Así el proyecto terminaría felizmente, todo quedaría olvidado y –con suerte– nunca más me tocaría compartir un proyecto con él. Consciente de esto, creo que me tranquilicé relativamente, bendiciendo a mi innata frialdad reflexiva.
Y debo reconocer que el tipo la hizo bien desde el principio. Tras la primera charla informal después de la clase, yo había comenzado a copar la parada de mi liderazgo dejando establecido que, para la primera reunión de trabajo, se fijaba el siguiente sábado a las dos de la tarde sharp. Gianoglio aceptó hidalgamente mi manera de marcar la cancha. Y el sábado, sorprendentemente, fue el primero en llegar. Lo hizo con una puntualidad que yo no habría esperado nunca, y desde el principio se mostró simpático, aunque en la dosis justa para no ser pesado. Me dio entonces la impresión de estar charlando con un tipo diferente, piola, inteligente, copado. Nati llegó algo después, siempre con su pastafrola a cuestas, y me pareció notarla algo lejana y seria respecto de Gianoglio, como si fuera consciente de que yo estaría ejerciendo mi vigilancia sobre la actitud que ella adoptaría. El Ratón, finalmente, para no variar cayó cuarenta y cinco minutos tarde, y casi desde el primer momento se la pasó mirando a Gianoglio con ojos de idiota, como descubriendo recién entonces que el amo de la manada había dejado su pedestal y se había unido a nuestro grupo con humildad y gesto digno propios de príncipe en el exilio.
Para ser sincero, Gianoglio siguió sorprendiéndome. Durante toda la tarde se mostró práctico, afable, comunicativo y enfocado, aportando la dosificación exacta de los momentos de concentración y los de distensión. Se hizo cargo de tomar notas de lo que charlábamos, aportó ideas muy piolas, contó algunas anécdotas de su adolescencia en Brinkmann y hasta elogió la pastafrola de la Nati, cosa que ni el Ratón ni yo podíamos hacer sin sonar horriblemente hipócritas. A eso de las siete cortamos y, tras una jornada cuya inédita productividad me dejó más que satisfecho, se despidió con la mejor de las ondas. Una vez solos, nos miramos un rato entre los tres, sin saber aún cómo tomar lo que acabábamos de presenciar.
-Qué bien el guaso- fue la frase obvia pero cierta del Ratón.
- La verdad, hoy Gianoglio nos reveló que tiene otra cara además de la del tipo nefasto que estábamos acostumbrados a ver - admití.
Nati, en un rasgo de agudeza realmente impensado en ella y que al menos a mí me sorprendió muchísimo, lo definió así: “Como todo representante del sexo masculino de su edad, está dejando atrás la pavada adolescente para adentrarse en la pavada juvenil”. Y, encima, lo remató con ironía: “Está madurando, el pibe”. Me quedé asombrado. Nati por lo general había sido siempre más bien de un humor ingenuo, blanco, naif. Y ahora salía con esto, incluso poniéndole la cereza de una cara cuyo gesto destilaba veneno a chorros. Una sonrisa malévola –inédito en ella- y que le confería un interés inversamente proporcional al que ella solía generar con su sempiterna retórica basada en un auténtico catálogo de perogrullos y frases hechas; un rasgo nuevo, llamativo y atrayente. Me quedé varios segundos mirándola antes de darme cuenta de que la cara de idiota ahora la debía haber puesto yo.
Lo confieso. Durante las siguientes reuniones de laburo, la relación con Gianoglio fue creciendo y consolidándose. Mauricio fue revelando, definitivamente, ser un flaco inteligente, divertido, capaz, ingenioso, trabajador. Se lo notaba sinceramente preocupado por aportar y hacer las cosas lo mejor posible para el proyecto y, además, generar un clima agradable para que el grupo disfrutara de lo que estaba haciendo. Es cierto que en la facu, durante las horas de clases, volvía a ser el imbécil consuetudinario que tan mal me caía. Incluso, su nivel de estupidez al juntarse con sus compañeros de sandeces me parecía ahora mayor, más chocante que antes, al compararlo con la imagen diametralmente opuesta que yo había empezado a forjar de él. Me cabreaba mucho más, cuando antes sólo me generaba indiferencia, el verlo ejercer su cretina vulgaridad arengando a su pandilla a desatar una guerra de comida en la cantina del campus. Pero hice un esfuerzo para entenderlo. Al fin de cuentas, no era fácil dejar totalmente de lado, de un día para el otro, el rol que desde siempre había ejercido. Cosas como la jefatura omnímoda sobre el grueso del alumnado, la potestad de movilizar a toda una multitud con el mero recurso de su voluntad, incluso diría la lujuria del poder, no eran cosas a las que se pudiera renunciar fácilmente. Y, después de todo, mientras en su función de compañero de grupo Mauricio siguiera comportándose como venía haciéndolo, ¿dónde estaba el problema? Bastaba con mantenerse al margen del señor Hyde y quedarse, en cambio, con el doctor Jekyll que el destino nos había revelado. El destino, no. Era más justo agradecérselo a la profe Werchracki. Esta vez las cosas habían salido diferentes.
Y pasaron los días. El práctico avanzó, capeando algunas dificultades de esas que nunca faltan. Resultó que, a una semana de la presentación, descubrimos que el programa que habíamos desarrollado para simular las fluctuaciones del caudal de la cuenca hidrográfica de la Baja Renania durante el decenio 1990-2000 se clavaba espantosamente en el momento de recalcular la información de la curva hipsométrica derivada del índice de compacidad. Obviamente, el que tuvo que tomar el mando de la emergencia fui yo, ya que en aquellos momentos en que se quemaban los libros, en tanto que al Ratón no se le caía ni una idea, Nati se convertía en una máquina de proponer obviedades y emitir lugares comunes (“Debe haber un error, porque si no andaría bien”). Fue entonces cuando Mauricio se convirtió en mi mejor apoyo. Si bien no derrochaba luminarias intelectuales, por lo cual era muy poca la ayuda efectiva que podía prestarme para detectar y solucionar el bug, también hay que decir que su aporte de calma y serenidad contribuía mucho a que yo no me dejara arrebatar por la tensión. Tal vez su visión narcisista, relajada y algo irresponsable de la vida era lo que necesitaba yo como aditamento para visualizar que, más allá de las piedras en el camino, la meta estaba cercana. Y así fue. Luego de depurar la aplicación durante un par de días, acabé descubriendo que el problema radicaba en una inconsistencia de parámetros generada a partir de un error en la función que calculaba el área derivada del polígono de frecuencias de altitudes. Justo el módulo cuyo desarrollo yo había confiado al Ratón. Pero no quise hacer reproches tardíos. Por el contrario, preferí celebrar con los chicos la feliz resolución del nudo gordiano que había amenazado durante un tiempo la llegada a término del práctico. Y durante los días siguientes nos abocamos alegremente a poner a punto la presentación final. Terminamos, con una holgura de tiempo ciertamente inusual para este tipo de trabajos, elaborando un producto bien concebido, bien planeado, muy bien desarrollado y magníficamente presentado. La sinergia había hecho lo suyo, especialmente en lo que se refería al aporte de Gianoglio. Y algo así era cosa que yo no estaba dispuesto a dejar de valorar y agradecer.
Así pues, llegó el día de la presentación. Todo estaba listo en el gabinete: La notebook con la aplicación instalada y configurada, el power point, el cañón proyector y la pantalla. Yo ya conocía de sobra cómo venía la mano respecto de la participación de cada miembro del grupo durante las presentaciones, cosa que había sido un histórico talón de Aquiles para nosotros: El Ratón se volvía temporal y completamente mudo y abúlico, mientras que Nati -queriendo desmentir su timidez- se aceleraba tremendamente y comenzaba a tartamudear incoherencias. Ergo, el encargado de llevar adelante la charla era siempre yo, a favor de mi prestancia, mi amplio vocabulario, mis buenos recursos retóricos y mi manejo impecable y sobrio de los tonos y los tiempos. Pero por esta vez preferí dejar el asunto en manos de Mauricio, al menos para el comienzo de la disertación, de modo de aprovechar su carisma sobre los compañeros y, de ese modo, balancear un poco las cargas de exposición ante público y profesora. Nos acomodamos los cuatro frente a la clase y, tras algunas palabras introductorias a mi cargo, di el visto bueno para comenzar. Mauricio clickeó rápidamente sobre el ícono del power point.
No recuerdo exactamente cómo se fueron desencadenando los hechos posteriores. Sólo tengo atrapadas escenas sueltas, sensaciones confusas y recuerdos atropellados. Me parece que el primer indicio del desastre lo tuve al advertir la boca abierta y los ojos desorbitados de Werchracki; sé que me di vuelta instintivamente para mirar la pantalla y que por un largo período de tiempo fui incapaz de reaccionar. Las carcajadas nerviosas del Ratón me llamaron a la realidad casi al mismo momento que los sollozos entrecortados de Nati previos al soponcio que le sobrevino inmediatamente después. La barahúnda del curso, que había comenzado como un murmullo asombrado e incrédulo, se multiplicó por mil al tiempo que Gianoglio, armado de la sonrisa más cínica, se regodeaba observando alternativamente a los compañeros, a la profesora, a mí y a la pantalla donde, en lugar de verse las diapositivas de los histogramas de recarga neta y los esquemas de cuencas artesianas que habíamos preparado, aparecían imágenes que cabalgaban entre lo morboso, lo cochino, lo vomitivo y lo grotesco. Primero, un mostrenco africano pavorosamente dotado sirviéndose de las habilidades orales de una okapi moteada joven; segundo, dos beldades nórdicas degustándose frenética y mutuamente en el interior de un
jacuzzi lleno hasta el tope de melaza de caña; tercero, la foto panorámica de una orgía multitudinaria celebrada en el salón de actos del Palacio Municipal y en la que podía reconocerse al subsecretario de Planificación y Logística Urbana; a la interventora de la Escuela Municipal de Adiestramiento Canino, acompañada de algunos de sus mejores alumnos; ¡al licenciado Meneclier luciendo un disfraz que lo caracterizaba como Ana Bolena!, y otras figuras públicas menores; cuarto, el primer plano de un culo no identificado sobre el que se había pintado primorosamente un planisferio en el cual la ciudad de El Cairo venía a quedar en medio de una zona muy poco recomendable; y varias más, en sucesión constante, mientras yo miraba atónito e incapaz de reaccionar pero plenamente consciente de que estaba viviendo un momento de quiebre en mi carrera, absolutamente lúcido respecto de que mi confianza en Gianoglio había derivado en una catástrofe irreversible, completamente convencido de haber cometido el peor error de mi vida, callada y resignadamente indignado contra mí mismo por haber subestimado los talentos vengativos de un demagogo serial.
Aníbal, el primo del Ratón, apareció hoy por el laburo y no pudo evitar recordarme lo que sucedió. Yo tampoco me canso de recordarlo y reprochármelo, no sólo por las consecuencias que tuvo (expulsión de la universidad, veto perpetuo para toda clase de becas y subsidios estudiantiles, denuncia penal por apología del porno infantil, oprobio generalizado ante familiares y amigos, escrache global a nivel mediático y de redes sociales) sino también la frustración por no haber sido capaz de considerar los numerosos indicios que me señalaban que nada bueno podía salir de aquello. Que Gianoglio fuera hijo de un empresario sojero podrido en guita, que hubiera venido a estudiar a Córdoba pura y exclusivamente para tener distancia del viejo y por ende más libertad para la joda, y que la carrera y la universidad le importaran tres carajos, era información reveladora que yo, por sabida, nunca debería haber soslayado. Ahora era tarde. Aníbal me contó que, según le habían chusmeado los chicos de la facu, después del escándalo el padre de Mauricio decidió enviarlo a Europa unos meses a ver si así se calmaba. Y que a la vuelta vería qué hacer con él, pero que el hombre se había puesto firme y parecía tener prácticamente cerrada la decisión de ponerle una consultora en el centro, cosa de que el querubín tuviera un medio de ganarse la vida y al mismo tiempo algo de lo que hacerse responsable. “Va a andar bien”, estimó Aníbal. “El viejo tiene realmente mucha plata y lo puede bancar hasta que el curro empiece a caminar y generar réditos. Y –quien te dice– con la labia de Mauricio seguro que en Europa engancha un montón de clientes. Sí, seguro que va a andar bien”. Termino de llenar el tanque del Ford K de Aníbal, le cobro y nos despedimos hasta la próxima vez que pase por la estación. Y me quedo pensando, aún con la manguera del surtidor en la mano, si no sería buena idea mandarle el currículum a Gianoglio cuando vuelva…